Leonardo Favio. El independiente




Voy a darme, después de postergarlo largamente, el gusto de escribir sobre un artista al que profeso la mayor devoción: Leonardo Favio.


Fuad Jorge Jury Olivera nació en el seno de una familia mendocina que produjo cierta cantidad de talentos: una actriz de renombre, Elcira Olivera Garcés; un guionista y director, Zuhair Jorge, hermano menor de Fuad; una célebre autora de radioteatros, Laura Favio -seudónimo de Manuela Olivera Garcés, madre de Fuad y hermana mayor de Elcira-; y, para completar la constelación, una prima libretista y actriz, Liliana Benard, sobrina de Manuela, que actuó en un sinnúmero de telenovelas durante los 70, tiempos en que la tía Elcira estaba casada con Abel Santa Cruz, y que desde los 90 ha escrito profesionalmente guiones muy reputados. A la fecha, Liliana y Zuhair, ancianos ya, constituyen los únicos sobrevivientes de aquel grupo familiar.


Las dificultades económicas y el abandono del hogar por su padre marcaron el crecimiento de Fuad, que pasó largos periodos de su niñez y adolescencia en escuelas de internado, de las que se fugaba o lo expulsaban, para luego callejear, pedir limosna y hasta incurrir en discretos robos y hurtos que le hicieron conocer la cárcel y el reformatorio. Habiendo fallado como seminarista y como cadete de la Marina, resolvió probar suerte en el mundo del espectáculo. Con ayuda de su madre, que ya escribía para la radio, empezó haciendo algunos bolos en Mendoza. Luego marchó a Buenos Aires, donde en 1958 hizo de extra en El Ángel de España, película de Enrique Carreras que protagonizó su tía Elcira. Entonces conoció a Leopoldo Torre Nilsson, director ya avezado y de creciente prestigio, que desde un comienzo pareció notar las dotes naturales del joven buscavidas y lo apadrinó en el negocio del cine. 


Fuad pasó pronto a trabajar como actor, bajo el seudónimo de Leonardo Favio. Su primer papel de importancia fue en El Jefe de Fernando Ayala (1958), donde compartió cartel con la futura coestrella de su propia El Dependiente, Graciela Borges. Seguidamente se lo vio en algunas legendarias películas de Torre Nilsson: El Secuestrador (1959), con María Vaner -que años después sería la madre de su primogénito, Leonardo Jury, y a la que dirigiría en su Romance del Aniceto y La Francisca-; Fin De Fiesta (1960) y La Terraza (1963), ambas otra vez junto a Graciela Borges. Dejo para el final la más importante del lote: La Mano en la Trampa (1961), ganadora del premio FIPRESCI en Cannes, en que actuó al lado de Francisco Rabal, María Rosa Gallo y Elsa Daniel -quien un lustro más tarde coprotagonizaría El Romance...-. Carente de estudios dramáticos formales y de entrenamiento en las tablas, una innata sensibilidad le permitió verse suelto, medido y oportuno en las pantallas. Jamás desentonó entre las grandes luminarias "académicas" que a menudo compartieron elenco con él.


El Secuestrador (1958)  y La Mano en la Trampa (1961)


Después de intentar un largometraje inconcluso hacia 1958, después de un corto llamado El Amigo realizado en 1960, Favio consiguió financiación para su primera película como director, Crónica de un Niño Solo (1965), producida por Luis Destéfano a instancias de Babsy Torre Nilsson (que a la sazón aprobaba y supervisaba los créditos del Instituto Nacional de Cinematografía), quien por este hecho y por el apoyo general de años se ganó la dedicatoria del filme. Enraizada de lleno en su época, a la que no era extraña una moda internacional de películas sobre internados y/o escuelas reformatorias (The Loneliness Of The Long Distance Runner -Tony Richardson, 1962-; Der Junge Törless -Volker Schlöndorff, 1965-; If... -Lindsay Anderson, 1967-; etc.), Crónica de un Niño Solo no se limitó a reverberar esa tendencia: a decir verdad, las dos películas con las que dialoga estilística y espiritualmente (incluso combinando, si puede decirse, lo mejor de ambas) son previas obras maestras que a su modo instalaron la temática y cimentaron su tratamiento en el cine. Por su férrea vocación realista, Crónica... continúa y amplifica la huella de la escalofriante Sciuscià (Lustrabotas), que Vittorio De Sica realizara en 1946 como cumbre del entonces incipiente neorrealismo italiano (los nexos temáticos entre ambas películas, protagonizadas por chicos de la calle reales y sin experiencia actoral, incluyen hasta una común afición a los caballos); por el lado formal, la pieza de Favio reconoce sobre todo la impronta de la nouvelle vague: en particular, claro está, de Les Quatre Cents Coups de François Truffaut (1959). (Hay quien opina que Un Condamné à Mort s'est Échappé -Un Condenado a Muerte se Escapa, 1956-, de Robert Bresson, también influyó estéticamente en las escenas del paso del protagonista Polín por la celda. Se dice que Leonardo había planeado un mediometraje acerca de una fuga frustrada, del cual desistió al ver el filme de Bresson) [1]. Me atrevería a afirmar que, de entre las disímiles aproximaciones y connotaciones con que el cine mundial abordó esta temática, la visión de Favio es quizá la que registra con mayor franqueza, y tristeza, la inexorable reclusión de su sujeto. Cosa que la genial secuencia de la huida ilustra cumplidamente. Cuando la situación de Polín se agrava por haber golpeado a uno de sus celadores en el internado y haber sido en consecuencia llevado a una comisaría para regresar al instituto bajo régimen carcelario, el pibe encuentra en el mismo descuido y abandono a que se lo somete la oportunidad de fugarse, trepando hasta un tejado para luego deslizarse al exterior. Ahí asistimos a un momento cinematográfico increíble: Polín corre por la calle, seguido por la cámara en un plano medio corto casi frontal, acción que se nos muestra en un bucle de film de 7 (siete) segundos recomenzado cinco veces, puntuado por un progresivo incremento en la intensidad sonora de los pasos y jadeos, que empiezan inaudibles y acaban resonando a mayor volumen. Mejor mostrarlo que explicarlo: 




Como vemos, este trávelin en loop repetido cinco veces no solo evidencia el don de Favio para sacar fuerzas fílmicas de flaqueza presupuestaria. Expresa asimismo, como no lo habría logrado ningún otro recurso, la imposibilidad de todo avance para Polín, su encierro indefectible aun en plena calle. Al correr la cámara junto a él, sin apartarse de su lado, el encuadre nos lo muestra como detenido en el mismo lugar, como si saltara sobre una baldosa mientras el fondo móvil de casas y árboles, única cosa en el cuadro que realmente se desplaza, parece apenas una proyección -i.e., una ilusión- sobre alguna pantalla dispuesta detrás del personaje. Por supuesto, el hecho de que todo vuelva a arrancar cada siete segundos refuerza la sensación de radical inmovilidad, de inviabilidad del escape... En efecto, después de atravesar experiencias no especialmente gratas durante su recobrada "libertad" en su "barrio de emergencia" -entre ellas, la aterrada deslealtad de no intervenir para evitar la violación de su amigo por otros pibes de la villa-, un policía lo arrestará y devolverá al patronato. Ninguna otra película de las que abundaron en su década sobre temas parecidos, expone este circuito cerrado como lo hace Crónica de un Niño Solo. Hasta Los 400 Golpes encuentra cierta sugerencia de liberación, así sea mínima y patética. Pero Crónica... expone con la más seca crudeza la radical imposibilidad de toda libertad para su protagonista. (A propósito, debo declarar que discrepo de todo punto con quienes equiparan la huida de Polín con la de Antoine en el filme de Truffaut; más allá de la obvia similitud temática, ya desde la forma ambas se distinguen sustancialmente -la secuencia de Truffaut es extensa, en planos mucho más abiertos, tomada en trávelin lateral, no repite ningún fragmento, con ella finaliza la película, etc.- y expresan sus respectivos sentidos de maneras bien diversas).


En este sentido, tampoco es por azar que, a diferencia de Sciuscià y de 400 Golpes, Crónica no muestre las peripecias que condujeron a su protagonista hacia el reformatorio, sino que desde la apertura del filme ya lo sitúe ahí, de algún modo proclamando ese hábitat como predestinado.  




Este magistral debut cinematográfico (premiado en Mar del Plata, México y Roma) representó una rareza en el canon estético del cine argentino, habitualmente eufemístico, o más bien pacato, para tratar lastres sociales. Solo Prisioneros de la Tierra, Las Aguas Bajan Turbias, El Secuestrador, Tiredié, Los Inundados y otras muy pocas cintas habían expuesto su tema y ambiente con alguna seriedad, objetividad y verdad. Pero Crónica se destacaba, incluso entre ellas, por llevar su inflexible realismo a un nivel hiperbólico, cuasialucinatorio, sobre todo perceptible en cierto elemento de banalidad ingenua, casi inadvertida, con que "naturalizaba" el desborde, lo patológico, la crueldad inherente al mundo de la niñez pobre. Ultrarrealismo tal vez solo comparable con aquel otro que en las letras cultivara Roberto Arlt. Si bien atemperado, en el caso de Favio, por una poderosa vocación poética, un fuerte sentido de empatía que lo mantenía equidistante del cinismo y de la indolencia.


Quizá lo que diferenció a este cineasta de sus colegas connacionales es que, mientras los otros solo podían hablar sobre la miseria, Favio sabía cómo hablar en ella; cómo habitarla y poblarla, cómo convertir ese universo en contexto obligado y justificación de toda metafísica, de todo drama existencial. El cine de Favio, aun en sus pasajes absurdos o extremos, siempre se ve verdadero, próximo a sus figuras: no es meramente indulgente para con ellas sino que las comprende, sabe lo que sienten y sufren. Eso lo pone a gran distancia de todos los demás que abordan ese mundo como viéndolo en una vitrina.



Un segundo film llegaría en 1967: El Romance del Aniceto y La Francisca (o por su título completo: Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más…), donde el director vuelve a indagar algunos temas de su opera prima: el ámbito pobre o pueblerino, la inevitable cercanía del delito, las ambiciones que quedan demasiado lejos. Aspectos diversos de lo que Arlt, a quien por algo hemos evocado, habría llamado la vida puerca; pero esta vez situados entre adultos jóvenes de vida estrecha y porvenir nada halagüeño, enroscados en una trama de infidelidad amorosa enturbiada por gallos de riña, anhelos frustrados, traiciones y tentaciones que mueven a error. Y un vago pero insistente aliento de tedium vitae que impregna la atmósfera como preparando el desenlace mitad trágico, mitad grotesco. En la forma, es más visible el empuje hacia los recursos y técnicas de la nouvelle vague, y cierto nervio "vanguardista", si bien con Favio siempre prevalece el peculiar sentido pictórico, la propensión a llenar de contenido significativo su imagen, el realismo irrenunciable y el sesgo de retrato sociológico. Atributos que, sin embargo, no le vedan un uso a veces juguetón o paródico de sus signos, como el que suele cultivar, por caso, un Jean-Luc Godard. 




Crónica, estrenada el 5 de mayo de 1965, había sido una obra de baja penetración popular (dos semanas en cartel en los cines Libertador y Paramount), aunque de gran éxito entre los críticos: en el acto había establecido a Favio como el cineasta más prometedor de su generación a nivel nacional. El Romance, por su parte, tuvo una acogida de la audiencia parejamente floja (una única semana en las mismas salas desde el 1º de junio de 1967), pero además fue recibida con bastante frialdad por la crítica, que, por supuesto, la comparó desfavorablemente con su predecesora. Se le cuestionaron la escasa hondura "psicológica" de los personajes y algunos aspectos formales que, por lo visto, no fueron bien leídos, como la escasez de diálogos y las puntuaciones musicales. Cito un comentario de la época: "El libreto ofrece reparos. Los personajes carecen de interés psicológico. No hay un conflicto dramático de envergadura entre ellos, sino una historia desgraciada. Que una muchacha se entregue al primer hombre que ve; que comparta con él su paupérrima vivienda, tendría mayor dimensión si supiéramos que hay algo más profundo detrás de ellos. Cuando Francisca comprueba que Aniceto la engaña con otra mujer, toma sus ropas, le dice: 'Bueno, chau', y se va. (...) La música de Vivaldi nos parece fuera de lugar. Una historia desprovista de grandeza no necesitaba una música que es todo lujo, armonía y refinamiento". (Revista Siete Días Ilustrados, 13 de junio de 1967). Por cierto, El Romance fue merecidamente revalorizada por la crítica de años posteriores y hoy ocupa, junto a Crónica, puestos altísimos en toda encuesta sobre las mayores películas argentinas de la historia; su director, en tanto, es considerado invariablemente el número uno.



Antes de concluir la década, en enero de 1969, Leonardo estrenará su pieza más extraña y surreal de este periodo -o más vanguardista, si se prefiere-: El Dependiente, que sin embargo cuenta una historia bastante simple, basada en un cuento de su hermano y coguionista Zuhair. El gris Fernández tiene un empleo no menos gris en la ferretería del pueblo, propiedad de don Vila, un viejo español de pocas pulgas pero amable, que alguna vez le ha prometido legarle el negocio cuando muera. Desde entonces el joven dependiente ha cifrado en ese horizonte toda noción de futuro y de progreso. Fuera de su trabajo, Fernández no tiene ningún interés, excepto el de volver a ver, después de haberla descubierto al pasar frente a su puerta con la chatita de los pedidos (secuencia señalada por un trávelin repetido en bucle como el de aquella huida de Polín, aquí empleado en muy diverso sentido), a la linda hija de la casera del centro espiritista, tenazmente parada en la vereda con un aire de tensa expectación -reflejo de la de él-. Una noche, como magnetizado por una fatalidad secreta, el hombre se aventura a acercarse y cambiar unas palabras torpes e incómodas con ella. El milagro está por suceder: la señorita Plasini, que así se llama, lo hará pasar a su hogar. Fernández accederá a un patio con dos sillas y una mesita, al fondo del cual una pared muestra la oscura entrada de algún cuarto y, más lejos, la puerta iluminada de una cocina, por donde viene y va la bizarra madre de la chica. Con esta señora se las verá primeramente el protagonista, antes de asomarse a otros estrafalarios e inquietantes misterios que la vivienda alberga, como un gato beligerante y un hermano bobo, oportunamente escamoteado, que lo llamará "papá" a causa de su fantasmagórico parecido (atestiguado por un retrato que ambas mujeres le muestran) con el difunto padre de su pretendida. Acorazado tras una rígida urbanidad, hundido en un incesante sentimiento de insuficiencia y con el gesto crecientemente abrumado, Fernández sobrellevará en lo sucesivo cada visita a ese patio, que semeja un islote de luz cercado de densas sombras, como un viaje desquiciado, espeluznante, plagado de incógnitas y de amenazas. Revelándose por momentos inesperadamente dura y mandona, la señorita Plasini pide al irresoluto Fernández que la saque de esa casa, dejándole colegir que la dilación de su consentimiento y favores amorosos concluirá en cuanto don Vila muera y él herede la ferretería. Así que el hombre entra a debatirse con crecida gravedad en torno a esa bolsa de veneno para ratas que hay en el local. Al poco tiempo, el viejo, que ha venido fluctuando entre mejorías y recaídas de una dolencia pulmonar, se digna pasar a mejor vida y, de viaje al cementerio, en el asiento trasero del auto que comparte con la señorita Plasini, Fernández accede por fin al cumplimiento de sus ansias. Pero no habrá nada parecido a un happy end.




El prójimo, indiferente u hostil en Crónica y proveedor de intrusiones en El Romance, se ausenta por entero de El Dependiente. El entorno de Fernández y Plasini es casi un pueblo fantasma; se alude a la gente continuamente, pero jamás se ve a nadie. Algún vehículo aislado recorriendo una calle, la voz en off de un cliente en la ferretería. Salvo al final, en que una muchedumbre se congrega a oír una banda militar en la plaza frente a la ochava del local -evento que ciertamente tuvo lugar en la localidad de Presidente Derqui ese día, en la plaza sobre la Avenida de Mayo, calle principal de la ciudad-


El legendario trávelin final es explicado por sus propios hacedores, Favio y el iluminador Aníbal Di Salvo, que operó la cámara para esa secuencia, en el hermoso vídeo de YouTube que vemos a continuación. El redactor de estas líneas conoció en persona a Di Salvo hace una larga pila de años y le oyó contar esta historia más de una vez, ya que el viejo adoraba referir este milagro técnico que sin duda debió de atesorar como hito mayúsculo de su carrera en la industria cinematográfica. En virtud de tal conocimiento directo, puede certificar que lo dicho en el vídeo coincide plenamente con aquellos relatos, antiguamente solo conocidos de los iniciados.




El Dependiente pone en particular evidencia un factor capital en el cine de Favio, notorio desde sus dos filmes anteriores: su característico manejo del sonido y, sobre todo, del silencio. Estas primeras películas suyas son o tienden a ser bastante silenciosas. Quizá debiera decirse taciturnas. Y esa propensión al silencio trasluce un invariable núcleo de incomunicación. Polín no conversa mucho que digamos con los diversos adultos que invaden su mundo. Aniceto y Francisca hablan y se hablan poco; los signos de amor y de desamor que intercambian pasan las más veces por lo gestual. El Dependiente exacerba este patrón. Amén de la parquedad sonora en la escenificación global (la escasa música, ruidos aislados que resaltan de un ámbito en esencia silente), es ostensible la intrínseca dificultad y débil sustancia de los diálogos: las cantilenas casi solipsistas, encapsuladas, de Don Vila, a las que Fernández raramente presta atención; la locuacidad extravagante y como dislocada de la madre, la tórpida semimudez del hermano bobo, la volubilidad caprichosa y tajante de la señorita Plasini, la hueca y convencional formalidad en los dichos y conducta de Fernández; todo funciona allí como insalvable distancia e inaptitud comunicativa. Por no hablar de los cuchicheos que las dos mujeres sostienen frente al dependiente, que le ocultan pensamientos y propósitos. Un detalle que refuerza esta brecha es que nadie en esta historia, salvo el bobo Estanislao, tiene nombre de pila; todos los personajes se hunden en la impersonal generalidad del apellido. Cuando Fernández pregunta a la señorita Plasini cómo debe llamarla, ahora que empiezan a ser amigos, ella le responde, medio ofuscada por la obviedad: "Plasini". 

(Las observaciones precedentes siguen algunos certeros apuntes de la realizadora y docente Alejandra Muñoz, de la UNNE, que pueden leerse aquí).




El Dependiente vendría a cerrar, según la crítica, una suerte de "trilogía" informal, sin sujeto o asunto preciso, en la obra de su autor -véase más abajo-. Personalmente, si me obligaran a definir el leitmotiv que la recorre, me inclinaría a llamarlo el encierro. (Quizá valga recordar que Favio se fogueó en el cine haciendo varias películas de Torre Nilsson correspondientes al periodo denominado "claustrofóbico" de este director). El Dependiente es otra película de encierro, de escapatoria imposible, como de diverso modo lo fueron las dos anteriores: una clausura menos definida por un lugar físico que por unas condiciones de existencia, por unos caminos repetidos e ineludibles, por la falta de opciones. Alternando exclusivamente entre la vida diurna de la ferretería -mostrada con una luz "limpia", pareja y uniforme, sin contrastes ni sombras-, y las visitas nocturnas a la tenebrosa, fantasmagórica y amenazadora casa de Plasini -marcada por fuertes claroscuros y bloques de negrura-, el protagonista consume su rutina, imbuida de un vago sesgo de tragedia clásica, por la doble vía de la predestinación inescapable y de la marcada escasez de acciones y de movimiento. Lo poco que hacen los personajes en la película acentúa por contraposición el recurrente movimiento de la cámara, como prolongación o extensión de la mirada del director que explora los ambientes, los atraviesa y reconoce, mientras las figuras se mantienen tiesas y como aplanadas en esa actitud prefijada de espera que las disminuye o neutraliza. 


Acerca de esos trávelin, subrayo en primer lugar el largo seguimiento de la cámara a Fernández cuando se larga a correr por las calles del pueblo tras comprobar la muerte de don Vila -evocador, en cierta medida, de la huida falsa de Polín en Crónica de un Niño Solo-. Pero hay además un buen número de trávelin en retroceso, donde la cámara se aleja de los personajes, como si los "librase a su suerte". Se dan por lo común a partir de planos conjuntos de Fernández y Plasini; en el patio de ella más de una vez, en el sótano de la ferretería durante la última secuencia. Hay un punto de paradójico manejo del drama en este gusto por abrir el plano y apartarse, de manera ostensible y a menudo exagerada, en momentos tensos o crudos; como contraviniendo, con Godard, aquella regla por la que el francés asociaba la tragedia al primer plano y la comedia al plano general, regla que a él mismo también le gustaba tanto subvertir. [2] Variante de ese realismo alucinado que comenté antes, la cámara tomando una distancia afectiva o emotiva que banaliza, que empuja al grotesco los momentos álgidos del drama (cf. la escena final de El Romance del Aniceto y la Francisca). Pero que al mismo tiempo expresa una especie de pudor, un piadoso mutis del narrador; quien, lejos de abandonar, indiferente, a sus figuras, les disculpa o disimula las cojeras con benignidad y misericordia. 


Coproducida por Torre Nilsson, El Dependiente no recibió respaldo económico del Instituto Nacional (entonces llamado "Dirección Nacional de Cine" y puesto bajo la jurisdicción de la Secretaría de Difusión y Turismo por la dictadura de Onganía), que la declaró de "exhibición no obligatoria", como para probar que la afición de torpedear al cine vernáculo no principió en 2016. Hubo dificultades para completarla -de hecho acabó por producirse en cooperativa- y para estrenarla -más de un año después de su rodaje en octubre de 1967-. Tampoco recibió publicidad. Y, por supuesto, fracasó en las taquillas: aguantó apenas una semana en cartel. Le llovieron elogios, eso sí, en las reseñas de los críticos, que inadvertidos, al parecer, del humor negro y el grotesco, del tono surreal y absurdo, vieron en ella un improbable exponente de la moda, por entonces en su apogeo, del realismo mágico. Comoquiera, en vista de que dirigir cine se le estaba haciendo cuesta arriba, Leonardo decidió, a sugerencia de algunos amigos, descansar un rato de las películas y probar suerte como cantante. 


Habiendo recibido una guitarra como regalo de Walter Vidarte, actor principal de El Dependiente, Favio repasó algunos acordes aprendidos en violas prestadas durante su niñez mendocina y se metió a componer canciones románticas. Tuvo un arranque dubitativo, pero enseguida un par de discos simples de ventas arrasadoras y una actuación consagratoria en Viña del Mar lo encaramaron al rango de superestrella regional. (En tal carácter volvió a actuar en cine y protagonizó Fuiste Mía Un Verano, que Eduardo Calcagno dirigió en 1969 con Susana Giménez y Carola Leyton -su pareja de entonces y madre de Nico y de Pupi, que completaron su prole- como coestrellas. Era una suerte de falso documental sobre su propia vida de cantante popular; como una A Hard Day's Night sin gracia, sentenciosa, pontificadora y autocomplaciente hasta la náusea. El año 1971 aportaría una reincidencia: Simplemente una Rosa, de Emilio Vieyra). Juglar de América lo llamaron las audiencias continentales, cautivadas por su voz de barítono aplicada a tonadas baladísticas sencillas y eficaces, con algunos toques armónico-melódicos desusadamente trabajados para la media del género. Grabó dos álbumes; el primero, que usufructuaba el título de su exitosísimo sencillo Fuiste Mía Un Verano (un millón y medio de placas vendidas, récord nacional hasta la fecha), se destacó por sumar a dicho hit otras piezas entrañables: Ni El Clavel Ni La Rosa; Ella... Ella Ya Me Olvidó, Yo La Recuerdo AhoraQuiero Aprender De Memoria; Para Saber Cómo Es La Soledad (el Tema De Pototo de Spinetta); O Quizás Simplemente Le Regale Una Rosa




Por algún tiempo -de 1969 a 1971, aproximadamente- dio la impresión de que su fulgurante carrera musical eclipsaría a la cinematográfica, pero se ve que Leonardo no estaba hecho para la vida vertiginosa de las estrellas pop, el asedio de fans y de la prensa, las extenuantes agendas de conciertos. Hubo de superar un trastorno de pánico que lo tuvo encerrado y medicado, según dijo, unos seis meses. Tan pronto como pudo puso un freno a la vorágine y volvió a dirigir cine. [3]


Los cinéfilos, agradecidos.




Como hemos visto, los estudiosos de Favio suelen contraponer bajo diversas rúbricas artísticas su trilogía fílmica de los sesenta a la de la década siguiente. Por ejemplo, las primeras tres películas como vanguardistas o experimentales versus las segundas, comerciales e híbridas, múltiplemente nutridas de cultura masiva. O bien, la primera triada, esteticista y elitista, como opuesta a la segunda, directa y "popular". También, la primera en intimista y dramático blanco y negro, contra la segunda, multitudinaria y espectacular, pletórica de color. 


En efecto, sus primeros filmes de los 70 traen como novedad un estallido de colores, junto a un consecuente aumento en la estilización "pictórica" de las escenas. El arte visual de Juan Moreira (1973) y de Nazareno Cruz y el Lobo (1975) vino a probar una vez más, por si hacía falta, ese ojo único que Favio tuvo entre los directores argentinos, la virtud de dar significación a su imagen, de ponerla a jugar como personaje, narrador alterno o corifeo; un comentarista interno a la película, engendrado en sus propias entrañas. En ambas obras es sensible el imperio de algo así como un texto prexistente (un pre-texto), concentrado básicamente en la gravitación y pregnancia de la voz, sea la del "imposible" narrador en off de Nazareno Cruz o de las frases aforísticas y hasta versificadas o rimadas, como de literatura gauchesca, que pronuncian los personajes de Moreira. Reservando a esas voces ordenadoras la tarea de organizar el relato, de enunciar sus componentes dramático-narrativos y de significación, Favio libera a su imagen y sonido para ponerlos a cumplir una función puramente expresiva, la de dar el comentario emotivo de lo que se ve, entrando a la vista, oído y espíritu del espectador por una vía intuitiva y de pura sensación.


Son cuando menos curiosas las siguientes declaraciones del artista, por anticipatorias y a un tiempo reveladoras de su coherencia y seguridad, ofrecidas a la revista Panorama el 18 de enero de 1973, en vísperas del estreno de Juan Moreira y cuando la muy posterior Nazareno Cruz y el Lobo todavía no era siquiera un proyecto:


"Nunca más podría filmar en blanco y negro. El Moreira va a llegar a la gente. He iniciado una forma narrativa que se parece mucho al radioteatro. Los personajes no son tan sutiles, sino claros y concisos. Todo es más bullicioso, y el bullicio le gusta a la gente. (...) Yo hice Crónica, el Aniceto, El Dependiente y el Juan Moreira porque nunca dejé de admirar a Juan Carlos Chiappe y, por eso, estoy salvado. Cuando pierda perspectiva popular, voy a entrar a tomar inyecciones para el cerebro. Mi mayor ambición es lograr lo que Chiappe logró a través del radioteatro: la total honestidad de los personajes y la comunicación total con el público, la magia. Si en Juan Moreira logro el 40 por ciento de lo que lograba Chiappe con su Nazareno Cruz y el lobo, empiezo, mejor dicho, empieza una nueva etapa en el cine argentino. No hay que olvidarse que el radioteatro es nuestro, el angelito que baja en El Romance... es nuestro, lo inventamos nosotros, los argentinos. Chiappe es sincero, está creando de verdad, no está macaneando". 




Entrando pues a estos dos grandes filmes que marcaron un giro tan pronunciado en el cine de nuestro autor, empiezo por destacar las muchas maravillas que Juan Moreira prodiga. Por sobre todas, esa memorable mano de truco que juega el héroe con la Parca -homenaje, con algo de parodia, a la partida de ajedrez de El Séptimo Sello-. 


El director de fotografía, Juan Carlos Desanzo, decía, en el precitado artículo de Panorama, haber procurado que la imagen pareciera la de "un grabado antiguo" y que, hacia el final, fuera creciendo "una pátina vieja, mítica; de algún modo, la transición del hombre al mito". Trató de "utilizar al máximo la luz natural", ese fue su único "preconcepto". La revista refería que, durante las 16 semanas invernales que duró el rodaje de Moreira (en Lobos, provincia de Buenos Aires), Favio caminaba "kilómetros a través del campo, con la cámara a cuestas", en busca de un específico cardo seco, de "un árbol especialmente inclinado o del sendero exacto que debían emprender Moreira y su compinche para entrar al pueblo". Según Desanzo, el escenógrafo Miguel Ángel Lumaldo, maestro de su especialidad en la industria local, construía "de la noche a la mañana, ranchos de 30 años de edad". Resultaba "increíble cómo hacía, de la nada, objetos arrugados, polvorientos, amarillos". 




Quizá fuera por obra de la más atrayente imagen en colores, o por el estatus de estrella musical de su director, o por la fácil resonancia popular de sus temas -el gaucho que se vuelve bandido por una sucesión de injusticias, el lobisón que al enamorarse atrae sobre sí una maldición-, lo cierto es que esta película de Favio y la siguiente se convirtieron en taquillazos que contrastaron grandemente con las magras recaudaciones de su filmografía previa. Particularmente Nazareno Cruz, que, con sus 3.8 millones de espectadores, se mantuvo por décadas como el filme más vendedor en la historia del cine argentino, hasta que en 2014 lo superó, por escaso margen, Relatos Salvajes de Damián Szifrón, con 3.98 millones. (Aunque si se considera que la audiencia del filme de Favio representó en su hora más de un 15% de la población total de su país -unos 25 millones de habitantes-, contra menos del 9% en el caso de Szifrón -45 millones-, Nazareno sigue llevando una cómoda delantera en esos términos relativos. De todas formas, estos datos varían de unas fuentes a otras y sigue siendo impreciso el número efectivo de espectadores de ambas películas). La apuesta por la "forma narrativa parecida al radioteatro", "bulliciosa" y de "perspectiva popular", evidentemente rindió para Leonardo los mejores frutos, esta vez también desde una perspectiva comercial.




Siguiendo con Nazareno Cruz, el proyecto se afirmó hacia diciembre de 1973, cuando Leonardo desistió de rodar la biografía de otro héroe violento, Severino Di Giovanni, luchador anarquista porteño nacido en Italia y primer "guerrillero" o "terrorista" conocido de la historia política argentina, fusilado tras un juicio sumarísimo e infame -marca de una década siempre ansiosa de reviviscencias- en 1931, bajo la dictadura criminal de José Félix Uriburu. Mucho se conversó en su hora sobre presuntos conciliábulos entre Favio y la alta dirigencia peronista en torno a la inconveniencia de un filme que ensalzara a tal antecesor de "los Montos". Como quiera que fuese, a mi humilde juicio, la opción por la historia de Severino (basada en una exitosa novela de Osvaldo Bayer, en tiempos que también vieron traspuesta al cine su célebre Patagonia Rebelde), habría representado, después de Moreira, una especie de insistencia o redundancia temática incongruente con el carácter de artista múltiple y diversamente inspirado de su autor. Por lo demás, como se verá enseguida, a la trama de Nazareno Cruz no le faltan en absoluto alusiones, apenas embozadas, a la situación política argentina de la época.


Si Juan Moreira mantenía aún ciertos vínculos con su retórica sesentista, en lo tocante a parsimonia contemplativa, ritmo "europeo" y estilización formalista o intelectual, Nazareno Cruz apunta, sin desatender la fuerza expresiva de la imagen -y en varios respectos aun potenciándola e incrementándola-, a un despliegue de espectáculo grandioso, chillón, variopinto. O como alguien ha dicho, con mayor precisión: polisensorial[4] 




Nazareno es sin duda la película más singular e "híbrida" de su filmografía, saturada de iconografía kitsch y de "cultura de masas", que el público elitista de sus filmes anteriores condenó metódicamente por cursi, sensiblera o burda. Esta vuelta, Favio recurrió a un exitoso radioteatro escrito y dirigido por Juan Carlos Chiappe, que Radio del Pueblo y 32 repetidoras de alcance nacional habían transmitido entre 1951 y 1952: Nazareno Cruz y El Lobo, "tragedia popular", según la calificó el propio Leonardo, que se extendió por 78 episodios a cargo de la Compañía Ubaldo Falcón. Los Jury añadieron al título una suerte de apódosis: las palomas y los gritos, que ha sido interpretada como el contraste entre el amor a toda prueba, salvífico, de la pareja protagónica (las palomas aparecen en alguna escena bucólica de los amantes, aunque también se las ve, irónicamente, en La Salamanca -subterránea morada del diablo-) y el feroz clamor "del pueblo" en ocasión de la festiva cacería al lobo; gritos que señalan muy evidentemente la circunstancia política de la época -gritos destinados a silenciar-; gritos que auguran muerte, como los que dan Griselda y su padre Sebastián cuando este decide salir a matar, o cuando en la secuencia (pen)última los protagonistas son asesinados y entre el vasto ruido se cuela el preludio de Rigoletto.


(Ay, bolú, te la espoilié...). 


El ojo infalible sigue activo y dominante en Nazareno Cruz. Las secuencias en que aparece la Lechiguana (obvio acrónimo de Lechuza e Iguana), la bruja-curandera que, un poco a lo Macbeth, anuncia desde el inicio, en medio de una feroz tormenta -índice de una naturaleza embravecida por la alteración de su orden [5]- los eventos que seguirán, son memorables por su siniestra naturalidad y perfecta ambientación -decorado, cámara, luz, vestuario-, sea que cursen a campo abierto o en interiores. Ni hablar de los dominios de El Poderoso (el diablo o, como él se autodenomina, el Mal), también llamados, en jerga campera, La Salamanca, terruño infernal cargado de reminiscencias tanto boschianas -del Bosco- como fellinianas -del Federico-. (Este imponente decorado, de 50 metros de largo por 30 de profundidad y 15 de altura, fue construido por Miguel Ángel Lumaldo, el notable escenógrafo que Favio conservó de su film anterior. La Salamanca requirió, según el director de fotografía Juan José Stagnaro, 400 kW de luces, cuando el estándar local de iluminación para interiores de estudio era de unos 40 kW).  



Beso con paloma y vistas de La Salamanca (clic para ampliar)




Nazareno Cruz es una película de estética heterogénea y ambigua, que bordea el kitsch -por perseguir muchos de sus efectos en la apelación a símbolos y estilemas prefabricados, pretenciosos y vulgares-, se asocia con el "realismo mágico" -por imponer un tono fantástico a una historia de supersticiones y miserias pueblerinas- y hasta propone una modalidad de espectáculo múltiple y abigarrado, al modo de las kermeses o ferias ambulantes -habíamos visto ya una representación teatral de esta índole, con un angelito sumamente extravagante, en una secuencia de El Romance del Aniceto y la Francisca-. Despliega un léxico heteróclito que toca todos esos ámbitos sin reducirse a ninguno de ellos, manteniendo una primaria tensión estética, incluso cierta vocación de retornar a una significación trágica elemental, donde lo expresivo cuente más que los hechos narrados -que son en realidad pocos y simples, como en toda buena tragedia-, a ese punto acaso mítico en que no se distinguía la forma, el modo formativo del arte, del efecto que se intentaba producir en la audiencia, donde ambas dimensiones se entrelazaban de modo indisoluble. Además, como adelanté más arriba, Nazareno expresa, en su propio sistema de representaciones, en su propio cajón de recursos, las turbulencias y desencuentros que desgarraban su contexto histórico, las perplejidades en que su autor podía sentirse envuelto o comprometido, con respecto a la función u operación cultural del artista y de su arte. Nazareno es un héroe romántico porque elige el amor aun sabiendo que eso lo hará lobisón, prefiere el amor al oro que le ofrece el diablo "para salvarlo". Pero también es un perseguido (político) por parte de un pueblo "medio", que bromeaba con él y lo estimaba cuando no mostraba su lado animal, sus necesidades instintivas, su coraje y por consiguiente su diferencia -encarnada en su paralela condición lobuna-, y que ante la exposición abierta de su verdad, de su completa esencia inaceptable, se mancomuna para matarlo. (La alegoría de los tiempos que corrían es tan obvia que no precisa de ninguna otra prueba, pero el mérito de Favio pasó por ver la eternidad y universalidad de esa figura). 


El componente mitopoético, como de cuento de hadas, y las ingeniosas ambigüedades narrativas y estéticas -su alumbramiento deliberadamente enlutado, para pedir al Señor que "mande luz", con su madre Damiana tendida sobre la cama en una escena que amalgama los opuestos sentidos de parto y de velorio, o la incierta y mudable geografía pueblerina que varía de pradera a colina, de monte a valle, de desierto a cañada-, vuelcan sobre el personaje de Nazareno una condición "fantástica", de cierta espectral animalidad, que, unida a otros elementos fantasmales -la voz del narrador como núcleo de la fascinación radioteatral, la presencia del Diablo, la Salamanca, la precognición de la Lechiguana, la condición inmutable a través de los lustros de la niña Fidelia, etcétera- marca el paso de la fábula y lleva el filme a territorios formales y diegéticos indefinidos, inclasificables, los cuales exceden con mucho la alegoría política, la sencilla fantasía feérica, el realismo mágico convencional y a la sazón en boga, para derivar en un vasto espectáculo polisémico y, de nuevo, multisensorial, donde no solo se entreveran Rigoletto y Soleado, sino también el quechua y el latín, lo bucólico y lo pesadillesco, las metamorfosis juguetonas y las trágicas, la leyenda "gauchesca" y el melodrama romántico, el alto cine y el clip musical, el arte pictórico y la estética publicitaria...


“Es hermoso saber que estás contándole a todo el mundo un cuento de hadas, un cuento de lobisones, de magos, de brujas que volaban, que hacían el amor por las nubes o debajo del mar, un relato de ese tipo te deja volar sin condicionamiento alguno” (Leonardo Favio en 1994) [6]





Pese a su asombroso éxito comercial, o a causa de él, la crítica de su tiempo reaccionó con algún desconcierto y renuencia a esta expresión de "cine popular" estrenada el 5 de junio de 1975. El legendario crítico Enrique Raab la fustigó de lo lindo, desde las páginas de La Opinión, postulando una equivalencia "entre las agresiones en fortísimo de la banda sonora y esa 'metralla de las sensaciones fuertes' que el escritor nazi Ernest Jünger proponía como arte poético del Tercer Reich", o describiendo como "una danza demoníaca visualizada por los fotógrafos de Vogue" el baile amoroso entre llamas de Nazareno y Griselda, quienes luego "entrelazan sus cuerpos en poses decorativas que armonizan con el verde del pasto". Para concluir, tajante: "No es casual que esta ñoñería irracional apele tanto a los gritos, a las reiteraciones de seis o siete compases idénticos de música, a lo desaforado como norma expresiva: solo el ruido y la potencia ficticia podrían disfrazar la blanda sensiblería cómplice de su mensaje reaccionario". Raab aludía aquí sobre todo a la noción de una "pobreza feliz", implícita en el planteo inicial de la historia, y a la ideología subyacente en el hecho de que el diablo pida a Nazareno la gauchada de interceder ante Dios para "ver si podemos volver a conversar" y alcanzar así "un acuerdo entre superestructuras" que reconcilie al Bien con el Mal -o "a pobres con ricos"-. [7]


(Quizá por no advertir que el susodicho mensaje reaccionario reconocía un incontestable origen popular, testimoniado y ratificado, además, por el inmenso éxito del radioteatro inspirador y de la consecutiva película, Raab pareció impedido de percibir lo que en cambio connota este párrafo de Eduardo Romano: " ... podría afirmarse que los menos escolarizados buscaban en el radioteatro 'platos fuertes' imaginarios sin mayores recaudos verosimilistas, energéticos excitantes de la sensibilidad –por eso las voces altas, los ruidos estridentes y rasgos exagerados– que bordean siempre, del registro verbal a las situaciones, un clima violento, el del sistema en que vivimos y el cual desenmascara así, sin advertirlo, su deformadora idiosincrasia" [8]. Favio tendría sobre estos asuntos, muy probablemente, una visión ingenua, "desideologizada": en numerosas declaraciones públicas aseguró haber vivido una infancia "feliz" pese a la extrema pobreza [9]).




A decir verdad, por varios lustros, una mayoría de críticos juzgó que la filmografía de Favio había seguido un recto camino descendente desde su genial opera prima en adelante. En 1975, Nazareno Cruz representó para muchos el fondo de esa rodada. Una vez más, felizmente, los años fueron poniendo las cosas en su lugar, y hoy esta rara y original película de Leonardo se considera una de las mejores en la historia del cine argentino (puesto número 17 en la encuesta 2022 del Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken). 


A poco de advenida la dictadura cívicomilitar y tras superar unas cuantas complicaciones y dilaciones, Favio estrena, el 8 de julio de 1976, su última película de la década, Soñar, soñar. Por no extender estos párrafos más de la cuenta, aplazo para otra ocasión un comentario pormenorizado de este filme, que prueba, por una vía nueva, a cruzar lo intimista y formalista del auteur con pinceladas de irreverencia y desmesura propias del cine "popular". Un trabajo más disperso y desarticulado, si se quiere, que sus antecesores, y que quizá no alcanza sus alturas, pero que todavía cuenta con momentos antológicos, como esos alucinantes ruleros en la cabeza de Carlos Monzón -absoluta antonomasia del grotesco-, los cuales, además de exigir la pertinente foto ilustrativa que se verá a continuación, han activado mi estro poético comúnmente exánime y le han inspirado el encendido dístico que oficia de epígrafe:


Lo rulero de Monzón
No conocen parangón.


A partir de ahí, el cine de Leonardo se vuelve imposible de evaluar, dada su reducción a pura inexistencia por casi dos décadas (diecisiete años completos). Tan prolongada ausencia de los sets sentó un hiato que pareció mellar en algún grado su arte. Sus producciones posteriores fueron pocas y no singularmente brillantes. Gatica el Mono (1993) es un título relativamente menor -para su estándar, se entiende-; un filme de factura impecable y altamente profesional, dignificado además por el mérito, no tan raro en una cinematografía aclimatada a presupuestos restringidos, de aparentarse más dispendioso de lo que en realidad fue; pero corto en cuanto a la magia y locura de los buenos viejos tiempos: por mucho que me recaliente la sesera, no creo poder nombrar un solo plano realmente memorable de este film, contra los que tanto abundan en aquellas primeras cinco o seis películas. (Tampoco me es clara su pertinencia o "necesidad"; en todo caso, no la encuentro ni de lejos tan certeramente sugestiva de la lucha, ilusiones y desencantos del primer peronismo como respecto del segundo lo había sido Nazareno Cruz y El Lobo). 




En el "musical" Aniceto -que no contiene puro ballet, sino también escenas dramáticas-, de 2008, Leonardo vuelve sobre la historia de El Romance, ahora replanteándola según el deliberado y expreso artificio de la danza y de la música. Es un filme muy reminiscente de sus años sesenta, con su abundancia de silencios (no hay mucho menos diálogo aquí que en la versión original), sus elocuentes primeros planos, su parquedad en la puesta, que en esta ocasión no retrata el ambiente pueblerino sino que lo simula y recrea en coloridos decorados de utilería. Faltan de aquel vanguardismo, quizá, los trávelin osados y complejos, pero, a cambio, se reedita la promiscuidad musical de los setenta: el tango y la cumbia conviven con Chopin... 




Del extenso documental Perón, Sinfonía del Sentimiento no diré mucho porque solo lo he visto por partes y no es, obviamente, un trabajo de ficción como los restantes. Junto al abundante y valioso material de archivo, a las animaciones y gráficos alusivos, la voz en off relata precisamente aquello que el título adelanta: una historia del peronismo, de los sufrimientos y alegrías de su gente, contada desde el sentimiento popular. No por nada Leonardo hizo suyas alguna vez las palabras pronunciadas por aquel personaje de No habrá más penas ni olvido, de Osvaldo Soriano: "Yo nunca me metí en política, siempre fui peronista". [6]


Aquí interrumpo, muy a mi pesar, este escrito sobre el director de cine argentino más notable y cabal, un independiente que cultivó por igual la vanguardia y lo popular, que supo hacer cine para pocos pero también para multitudes, siempre con resultados sobresalientes e incomparables.






                                                       *           *            *           *           *         



P. S.:

He oído que hace algún tiempo la obra cinematográfica de Favio ha sido declarada de interés público, o cultural, o algo, por el Estado argentino. O sea, que se la ha decretado digna de restauración y preservación. Entiendo que varias de sus películas, o todas ellas, se han remasterizado ya. En cuanto a los resultados de tal empeño, he podido ver en la web y en TV distintas versiones en 4K, o Ultra HD, de esa filmografía, que en su mayoría dejan muchísimo que desear. Para empezar, por una relación de aspecto adulterada: la conversión de su cuadro académico original, de 1,37 a 1 -próximo a una proporción de 4:3-, en una nueva ratio de 1,78 a 1 -como las pantallas apaisadas de 16:9-, mediante el simple y brutal expediente de cercenar aquel cuadro, recortando y quitando de él una franja superior y otra inferior. Mutilación que se vuelve especialmente criminal por tratarse de Favio, autor reconocido por la belleza y expresividad compositiva de sus encuadres. Supongo que la ofensa solo afecta la exhibición o streaming de la película en plataformas o en canales de TV, y que las restauraciones en sí mismas habrán respetado y preservado el formato original. Pero debo advertir, a quienes se interesen por el cine de Favio y deseen explorarlo en la web, que pueden encontrarse, por ejemplo, con versiones así amputadas y, por si eso fuera poco, hipercontrastadas y oscuras, de Juan Moreira y de Nazareno Cruz y el Lobo. Que también El Dependiente ha sufrido recortes del cuadro, aunque felizmente no se le alteró el contraste. Crónica de un Niño Solo y El Romance del Aniceto y la Francisca han corrido mejor suerte, por lo visto, y pueden apreciarse en su encuadre de origen, con una imagen de muy buena calidad.


(Desde luego que, si en vez de copias gratuitas para ver en línea, los casos mencionados resultaren versiones oficiales y definitivas, uno deberá formular los más fervientes votos para que tales restauraciones sean revisadas y abandonados sus criterios rectores a la hora de emprender futuras digitalizaciones del material de este artista, quien por ser quizá el único genio cinematográfico auténtico que han parido estos pagos, de ningún modo merece ultrajes como los que le infieren esos esperpentos). 



Nazareno Cruz en versión digitalizada (web): más ancha pero menos alta. Y oscurísima.










Notas bibliográficas:


[1] Alejandra Muñoz, en su análisis de Crónica de un Niño Solo que puede hallarse en esta dirección web 
https://www.academia.edu/29796311/ANALISIS_DE_CR%C3%93NICA_DE_UN_NI%C3%91O_SOLO_de_Leonardo_Favio_1965


[2] Camera Three, programa televisivo de la CBS, domingo 19 de septiembre de 1964 (citado en Roy Huss y Norman Silverstein, The Film Experience: Elements Of Motion Picture Art, Harper y Row, Nueva York. La Experiencia Cinematográfica, Editorial Marymar, Bs As, 1973, p. 150). 


[3] El 26 de diciembre de 1969, apareció en el diario Crónica una solicitada con la firma de Favio y el título "Carta a mi pueblo": "... la nostalgia que tengo de mi pueblo lejano, y de andar por los ríos jugando con los pájaros (porque te juro: todo lo que he logrado lo cambiaría ya por un amanecer en mi provincia, junto a mi compañera, con un perro y una acequia). Por poder caminar totalmente ignorado, libremente, por donde se me antoje siendo uno más de ustedes: que, cuando hacés recuento, es lo que vale". 

[4] “Favio coloca en el mismo nivel y a través de una compleja operación de cine polisensorial que une lo visual con lo auditivo/oral, elementos tan dispares como Rigoletto, la ópera de Giuseppe Verdi y Soleado, el tema musical de [Ciro Dammicco bajo el seudónimo de] Zacar". (Arturo Borio, Nazareno y el lobo: proyecciones utópicas entre lo fantástico y el mito, 2009. En Fantasmas, sueños y utopías en literatura, cine y artes plásticas, compilación de Cristina Elgue-Martini y Luigi Volta. Córdoba, Ediciones del Copista / UNC Facultad de Lenguas; pág.106).


[5] Daniela Oulego. Del radioteatro al cine: Nazareno Cruz y el lobo, una tragedia de consumo popular, presentado en el II° CONGRESO INTERNACIONAL X° ENCUENTRO “ARMANDO CAPALBO” SOBRE EXPERIENCIAS Y ESCRITURAS EN LA CULTURA DE CONSUMO. Puede leerse aquí:   http://eventosacademicos.filo.uba.ar/index.php/CNEAC/IICNAC/paper/view/6320


[6] Adriana Schettini. Pasen y vean. La vida de Favio. (Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1995).



[7] La crítica completa de Raab se publicó en Enrique Raab, Periodismo Todoterreno (selección, comentarios y prólogo de María Moreno. Sudamericana, Bs. As., 2015), pero también puede leerse en el siguiente enlace: https://hacerselacritica.com/mundo-de-pobres-y-paraiso-en-nazareno-cruz-y-el-lobo-por-enrique-raab/



[8] Eduardo Romano. ¿Existió el “escritor” de radioteatro? (Aníbal Ford, Jorge Rivera y Eduardo Romano, Medios de comunicación y cultura popular. Legasa, Buenos Aires, 1985, pág. 61).



 [9] Norberto Galasso. Leonardo Favio -Colección Los Populares-. (Ministerio de Cultura de La Nación, Buenos Aires, 2015, pág. 24). También, Adriana Schettini, op. cit., pág. 26.

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