Historias de Cine Argento. Pierre Chenal

 



El industrioso, sufrido cine argentino sabe de sobra lo que es hallarse en peligro. Se ha aclimatado largamente al escaso aprecio de gobiernos de todos los colores políticos, que por lo común solo se ocuparon de él, por lo común solo un poco, en circunstancias de excepción, cuando necesitó de ayuda especial para sobrevivir. Raramente se lo integró, pese a su evidente potencial como factor cultural y económico, a una estrategia global de desarrollo. Los primeros lustros de este siglo se entrevió en tal sentido un renacer, por desgracia interrumpido y abiertamente revertido a partir de 2016. Hay hechos que hablan por sí solos: entre los países del mundo con una filmografía de cierta importancia, Argentina es el único que todavía carece de una Cinemateca Nacional; el escaso empeño en restaurar y preservar nuestro acervo cinematográfico pone en creciente riesgo buena parte de ese patrimonio (entre 2003 y 2014 se había producido una interesante puesta al día en esa labor, pero luego prácticamente se la abandonó por completo); en 2019 el INCAA y la Ciudad de Buenos Aires proyectaron en conjunto el Primer Laboratorio de Preservación Fílmica del país, pero en diciembre de 2023 -o sea, el mes pasado- la Ciudad todavía no había destinado un solo centavo a su construcción... El presente y futuro inmediato anuncian una nueva etapa de dificultades y desamparo. Salvo que en esta ocasión la indisposición gubernamental es expresa y deliberada, proclamada con el vigor de la necesidad y de la conveniencia, pretextada en la falta de recursos y en urgencias sociales que desde luego siempre existen. Este novedoso carácter indisimulado del desprecio oficial constituye probablemente su rasgo más inquietante y desalentador. 


(En otra oportunidad discutiré las muchas falacias con que se ataca a la industria cinematográfica local, la falsedad de las "películas que nadie mira", la mentira de que "el Estado intervencionista" paga producciones que a decir verdad se hacen en su mayor parte con capitales privados y con la eventual ayuda de créditos que sirven únicamente para completarlos -ni de lejos para producirlos ad integrum-, otorgados por el INCAA en su calidad de ente autárquico, que se financia por la tasa de usufructo del espectro radioeléctrico, de propiedad y dominio público, que el ENACOM cobra a su favor; etc.).


A despecho de sus muchos lastres y enemigos, el cine argentino se sigue sosteniendo y reivindicando. Cuenta para ello, entre otras cosas, con su vasta y rica historia, repleta de logros memorables por artistas ilustres, en su mayoría autóctonos; aunque igualmente los hubo adoptivos, como el maestro Mario Soffici; y aun, de cuando en cuando, visitantes o residentes temporarios del más alto relieve internacional. Tal fue el caso del gran realizador belga Pierre Chenal.




Nacido en 1904, Chenal inició su carrera cinematográfica en París. Hizo cortos mudos en los años veinte del siglo ídem y empezó a dirigir largos en los años treinta. La segunda mitad de esa década presenció sus primeros éxitos comerciales y artísticos: L'Alibi (La Coartada), de 1937, y Le Dernier Tournant (La Última Vuelta, 1939, primera adaptación cinematográfica conocida de la novela El Cartero Siempre Llama Dos Veces, de James Cain) fueron películas policiales de gran originalidad y prefiguraron en buena medida la estética ulterior del género, sobre todo su vertiente negra estadounidense. Hoy se tiene a ambos filmes -especialmente al primero de ellos- por clásicos y efectivos precursores del film noir. Con estas películas Chenal entró al radar del cine internacional como uno de los mayores talentos de su generación en el mundo.


Eric von Stroheim en L'Alibi (1937)




Le Dernier Tournant (1939)


Pero entonces sobrevino la Segunda Guerra Mundial. Chenal se enroló en el ejército francés para combatir al Tercer Reich. Francia cayó en junio de 1940. Con los nazis ocupando París y todo el norte francés por el armisticio de Vichy, Chenal, que tras la derrota había sido desmovilizado y devuelto a la vida civil, recordó que su apellido de nacimiento era Cohen y, observando que los nazis no dejaban de avanzar sobre la zona libre, decidió, juntamente con su esposa Florence Marly -actriz que había integrado el reparto de aquellos dos grandes filmes-, huir cuanto antes y lo más lejos posible. Diversos asuntos estorbaron la consumación inmediata de ese plan. La pareja pasó primero a Barcelona y recaló por fin en Marsella. En algún momento de 1942, Florence (que usaba, como su esposo, un seudónimo: en su Checoslovaquia natal había sido bautizada como Hana Smékalová) consiguió dos visas para emigrar a la República Argentina.


Florence Marly en Le Dernier Tournant


Justificándose en la voluntad de preservar la convivencia pacífica de las distintas colectividades que la habitaban, la Argentina porfiaba en mantenerse neutral frente a la guerra, pese a la constante y acuciante presión estadounidense, que a decir verdad solo se inició en diciembre de 1941, con el ataque japonés  a Pearl Harbor. (Aparte de una larga tradición neutralista, la posición del Estado argentino observaba, concretamente, el interés del Reino Unido, que no quería comprometer su provisión regular de alimentos y suministros. Así, tras la velada disputa entre yanquis y británicos por la neutralidad de este remoto país, se ocultaba otra, relacionada con el dominio de la industria frigorífica local, que desde el leonino pacto entre Roca y Runciman estaba en un 80 por ciento bajo jurisdicción de Su Majestad). Ahora bien, con la caída de Francia, la opinión pública argentina, que al principio había tomado la neutralidad oficial con agrado o con indiferencia, entró a dividirse y muchos sectores vieron en la obstinación del gobierno una simpatía mal disimulada por las potencias del Eje. No debe olvidarse, además, que el presidente Castillo, reemplazante de Ortiz, era un exponente puro y duro de la década infame, defensor de sus peores vicios (revirtió enteramente la democratización que el radical Ortiz había ensayado, desatendiendo, por ejemplo, la voluntad de su predecesor de acabar con el "fraude patriótico"). Me gustaría poder decir que el presidente Ortiz, licenciado por enfermedad -diabetes- desde 1940 y muerto a mediados de 1942, habría tenido una posición más humanitaria para con refugiados de la guerra y de la Shoá, a quienes por entonces la Argentina mucho remoloneaba en acoger, pero el hecho es que ya durante su mandato circulaba en la Cancillería un memo secreto con la orden de no otorgar visas a emigrantes europeos de origen judío...


Tales máculas de nuestro gaucho corazón ultraderecho y humano gozaban de plena vigencia cuando Pierre y Florence proyectaron su fuga hacia estos pagos. Florence fue la primera en viajar, mientras su esposo terminaba de arreglar negocios pendientes. Se reunirían en Buenos Aires una semana o diez días después. Pero cuando Florence llegó le negaron la entrada. Ella rumbeó entonces hacia Bolivia (!), donde enfermó bastante seriamente de algún mal impreciso que la sumió en una consunción física considerable. Entre tanto, Pierre arribó a Buenos Aires. Extrañamente, a él sí le permitieron el ingreso al país -puede que su fama lo precediera, quién sabe qué valor le darían-. Llevaba tres días en su cuarto de hotel, desconocedor del idioma y sin noticias de su esposa, cuando se presentó a visitarlo el reputado cineasta argentino Luis Saslavsky, que era su admirador y se había enterado de su arribo. Esta aparición fue providencial para Chenal, porque Saslavsky, director prestigioso con excelentes contactos en la industria del cine y judío comprometido que execraba la política estatal adversa a la recepción de refugiados de la guerra -incluso había rozado el tema en su más reciente filme, Ceniza Al Viento-, se ofreció para patrocinarlo en el medio local -lo presentó en la productora Artistas Argentinos Asociados- y movió influencias para localizar a Florence, que pudo así reunirse con su esposo al poco tiempo. (Ella consiguió, parejamente, contratos para actuar en dos películas argentinas: La Piel de Zapa de Luis Bayón Herrera, con Hugo Del Carril y Aída Luz, y El Fin de la Noche, de Alberto de Zavalía con Libertad Lamarque; ambas filmadas en 1943, aunque la segunda se estrenó al año siguiente).


Luis Saslavsky (al centro, con guantes)

Chenal contó así esta experiencia:

"Llegué a Buenos Aires sin saber qué iba a hacer, y sin hablar castellano. No sabía si había estudios, ni siquiera si existía un cine argentino. Estaba desesperado, sin dinero y sin saber dónde estaba mi mujer. Dispuesto a morir, me instalé en el Alvear Palace Hotel. Si me iba a suicidar, al menos que no fuera en un hotel miserable. A los tres días, alguien llama a la puerta: era Luis Saslavsky. Él conocía mis films y se ofreció a presentarme en Asociados… Allí estaba yo, en esa ciudad fabulosa, tan rica, en la que todo abundaba y en la que en tres días me ofrecían dirigir, mientras que en Francia todo el mundo se moría de hambre. ¡Y yo que había pensado en suicidarme!"

(Guillermo Vilela, A los 80, Chenal sigue filmando en París, nota publicada en el diario La Razón de Buenos Aires, el 20 de octubre de 1986).



Resignado a reanudar su carrera en un medio extraño, pero pudiendo trabajar sin presiones ni temores, Chenal filmó, durante su estancia de tres años largos en nuestra tierra, un total de cuatro largometrajes. El primero de ellos, en 1943, fue un (melo)drama adulto de vigorosos tintes románticos, llamado Todo un Hombre y basado en una novela de Miguel de Unamuno, con Francisco Petrone y Amelia Bence -que ese mismo año estrenaba su emblemática Los Ojos Más Lindos Del Mundo-. Homero Manzi y Ulises Petit de Murat escribieron "cinedrama y diálogos". Tuvieron ciertas discrepancias con el director sobre la orientación del argumento. La historia, que no ha envejecido muy bien, trataba sobre un hombre maduro, rico y avasallador pero de origen humilde, que se casaba con una mujer joven (a la cual naturalmente cautivaba merced a su exudación de feromonas machoálficas), una chica altiva y de espíritu rebelde pese a su endeble salud, hija única de una buena familia empobrecida. El advenedizo, absorto en sus negocios y en los favores que de continuo dispensaba a pobres y necesitados, no podía evitar descuidar un poco -involuntariamente, claro está- a esta joven esposa, quien a su turno terminaría siendo presionada, o acosada eróticamente, por un antiguo amigo devenido en festejante. Como en toda buena historia romántica, los desencuentros servirían a la vez para incrementar el amor y para complicarlo. El protagonista debía luego probar su hombría "perdonando" los aparentes devaneos de su joven amada, los consecuentes corrillos del vulgo, comprendiendo que su propia desatención los había ocasionado. El punto de discordia entre director y guionistas pasaba por la magnitud o alcance del desliz: los escritores defendían una cauta "vacilación" de la mujer, cierta inclinación al adulterio que por diversas razones quedara trunca o topara con algún freno antes de pasar a mayores, algo que se mantuviera en el plano de la mera sospecha. Chenal, en cambio, iba decididamente por cuernos efectivos y fehacientes: qué gracia tendría perdonar una falta que no se había cometido. La prueba de esa hombría sensible y amorosa sería más cabal si hubiera de lidiar con una infidelidad consumada. La salida fue un compromiso: ella jamás cede a los avances del amigo galán -que cada tarde la visita para jugar al ajedrez (!)-, pero intenta provocar los celos de su esposo, a quien ama incondicionalmente, mediante la mendaz confesión de que el otro es su amante. El  hombre, lejos de creerle, la hace internar en una clínica para que le traten la neurastenia.... Ignoro qué opinaría Chenal del producto resultante; el público y la crítica lo acogieron con entusiasmo. Petrone y Bence fueron premiados a nivel nacional y todo el mundo ponderó el notable trabajo de cámara, la fuerza expresiva de esos planos primerísimos y de detalle, la ambientación (escenografía, vestuario) precisa y elocuente, las oportunas variaciones de ritmo dramático; en suma, esa "excelencia europea" que distaba de ser moneda corriente en nuestra industria.


El rodaje de Todo Un Hombre. De izq. a der.: Petit de Murat, Bence, Chenal, Petrone, Manzi.




Es probable que la melodramática Todo Un Hombre no fuese por completo conducente al lucimiento de un cineasta que, recordemos, se había hecho fuerte en el género policial. Quizá por esa razón su siguiente intento, basado en una historia de su propia autoría, enfiló hacia esa reconocida área de excelencia. En 1944, con guion de Sixto Pontal Ríos y Carlos Olivari y "dirección de diálogos" por Miguel Mileo (idéntico crédito había recibido en el filme anterior), Chenal urdió una suerte de tragicomedia policial y de suspense sumamente ingeniosa y entretenida, una de sus mejores películas argentinas. Se tituló El Muerto Falta A La Cita y la protagonizaron Ángel Magaña y Sebastián Chiola, secundados por Nélida Bilbao y Guillermo Battaglia -que también había actuado en Todo un Hombre-. Narra la historia de un joven y prometedor arquitecto pronto a casarse con una rica heredera, de la que está genuinamente enamorado, tanto como ella de él, pero que se mete en problemas cuando, pasado de copas en su despedida de soltero, se escabulle a su automóvil, en la alta noche, para conducir de vuelta a casa por una ruta solitaria y, fatalmente, alcoholizado como está, atropella a un ciclista. Apeándose a observar el daño, advierte que el atropellado yace inmóvil en el suelo, por lo que, contra lo macanudo que hasta entonces se ha mostrado, opta por arrastrar el cuerpo al interior de los matorrales que bordean la ruta y arrojar lejos el sombrero ensangrentado y la bicicleta abollada, antes de escapar a toda prisa de ahí, no rumbo a su casa, sino, muy sagazmente a pesar de la borrachera, de regreso a la fiesta de la que se había escurrido. Tiempo después, ya en plena luna de miel, le cae a su residencia veraniega, en plan pretendidamente amistoso, un hombre a quien conoció durante sus cuitas relativas al accidente (accidente del cual ulteriores exámenes no han detectado rastro alguno y que ha empezado a parecer el producto de una imaginación ebria). Con la anuencia de la esposa, que lo supone un amigo de su amado, el advenedizo se instala junto a los jóvenes cónyuges y no se despega de ellos por nada del mundo, para exasperación del protagonista, quien sufre las alusiones, cada vez más evidentes, a aquel ciclista arrollado que este intruso deja caer antes de revelarse, al fin, como doliente hermano del presumible occiso. El planteo prolifera en ribetes y enredos que, como es obvio, convendrá omitir; baste con asentar la construcción argumental brillante de esta película consistentemente atrapante y movida. Por supuesto, también tallan en su efecto global los contundentes claroscuros, los grandes trávelin (la grúa que en la iglesia baja desde un plano general picado hasta un primer plano de Magaña en contrapicado), la escenificación siempre escrupulosa y certera. 


De paso, aclaro que cualquier coincidencia con la española Muerte de un Ciclista, que en 1955 dirigió Juan Antonio Bardem e interpretaron Lucía Bosè y Alberto Closas, es pura semejanza...


Ángel Magaña, Nélida Bilbao, Sebastián Chiola, en El Muerto Falta A La Cita



Antes de regresar a París para reanudar su carrera europea, Chenal filmó dos películas más entre nosotros. El 16 de marzo de 1945 estrenó la primera de ellas, Se Abre El Abismo, que persevera en los nexos con el pulso policial: aquí la trama gira en torno a una conjura de hijos e hijas para matar a un padre abusador y despótico y/o para encubrir su occisión. De nuevo aparecen Chiola y Battaglia -tres al hilo para él-, acompañados esta vez de Silvana Roth, Elsa O'Connor, Ricardo Passano y Homero Cárpena. Con guion de León Klimovsky y Augusto A. Guibourg sobre la novela Vía Mala de John Knittel, esta puede considerarse la otra gran película del belga en nuestras tierras. Tenebrosa y cruda, aquí no hay rastros de comedia; se la podría tener por una tragedia sin mezcla, casi al clásico modo ateniense (pocos decorados, abundante diálogo, acción parca y concreta), de no ser por su deriva en melodrama. Una vez consumado el parricidio, un juez de instrucción recién llegado al pueblo (Chiola) empieza a hurgar y a hacer o atisbar descubrimientos que podrían perder a los conjurados -a su vez intranquilos por el silencio dubitativo de la madre, que no ha participado del tremendo crimen pero lo sabe todo a su respecto y a veces exhibe un ansioso ánimo de confesarse-. Sin embargo, al caer prendado de una de las hijas confabuladas (Roth), el hombre empezará a cuestionarse hasta dónde desea saber o, como él mismo dice, "aprender a callar"... La referencia trágica toma pues un carácter esencialmente euripídeo, cuestionador de toda salida moral convencional. Chenal parece cómodo escarbando en la doble transgresión ética de dejar sin castigo a los criminales por obra de una autoridad que se abstiene de procesarlos.


Guillermo Battaglia, Chiola, Silvana Roth, en Se Abre El Abismo



La siguiente y última película argentina de Chenal previa al final de la guerra se estrenó en febrero de 1946 y se llamó Viaje Sin Regreso. La protagonizaron Florence Marly y Sebastián Chiola -tres consecutivas-, respaldados entre otros por Francisco de Paula y, quién lo diría, Guillermo Battaglia. No la he visto (me la estaré procurando a la brevedad), de modo que nada puedo decir de ella. Hasta donde sé, los críticos no la apreciaron mucho: le cuestionaron el exceso de charla -o sea de diálogos, algunos de los cuales parece que sonaban bastante afectados-. Tampoco sé cómo sobrellevaría Florence su español chapucero y su indisimulable inflexión eslava (más abajo hablo de otra aparición suya en un posterior largometraje sudamericano de su marido). Se dice que un par de secuencias, una que involucra un duelo al comienzo de la película y otra un suicidio al final, son los pasajes más decentes...


Terminada la guerra, Chenal vuelve a Francia, donde filma dos películas, una de ellas con el regreso del gran Erich von Stroheim -había coprotagonizado L'Alibi-, llamada La Foire aux Chimères (La Feria de las Quimeras), que personalmente me gustó mucho pero que no procede comentar aquí. 


Sin embargo, su aventura sudamericana, y específicamente argentina, no había concluido aún. En 1950 acometió uno de los proyectos más extraños y osados de toda su filmografía: un nervioso, agitado policial en franca vena noir, cuyo título fue Native Son -en español conocido como Sangre Negra-. Se basó en la novela homónima escrita en 1940 por Richard Wright, autor africano-norteamericano que ya en 1941 la había adaptado para una versión teatral de Orson Welles, nada menos. Grandes estudios de Hollywood habían intentado comprar los derechos para llevarla al cine, pero querían que su protagonista fuera blanco. Wright rechazó tales ofertas. Parece que Chenal vio en la novela el potencial de un rotundo film noir y contactó a Wright con una propuesta que entusiasmó al autor. Escribieron juntos el guion y decidieron filmarla en Buenos Aires, puesto que otras ciudades -europeas- no quisieron arriesgar los beneficios del Plan Marshall albergando un rodaje posiblemente ingrato al gobierno yanqui. Fue producida entonces por la empresa A.S.F. International (la sigla iba, puede adivinarse, por Argentina Sono Film; de hecho, acompañando la aparición en pantalla de esas letras, sonaba la inconfundible cortina musical que identificaba a la productora de los Mentasti). Se rodó íntegramente en Buenos Aires, si bien se reprodujo al dedillo el ambiente urbano y suburbano de Chicago, donde la novela transcurría. Su elenco principal era estadounidense, salvo el argentino Jorge Rigaud, que compuso un convincente reportero amarillista con cierta influencia en el acaecer de la historia. Lo más loco fue que, ante la imposibilidad de contar para el rol protagónico con Canada Lee, el actor que lo había interpretado en la puesta teatral de Welles y a quien un visado demoró en África, el propio Wright decidió tomar a su cargo al antihéroe de esta trama siniestra, Bigger Thomas, un chico negro de unos veinte años de edad en la novela, incongruentes con los largos cuarenta que Wright acumulaba por entonces. Bigger entra a trabajar como chofer en la casa de un hombre rico e influyente, obviamente blanco, cuya joven hija es, digamos, demasiado librepensadora (léase comunista). Una noche, esta chica, que es al fin su patrona, se hace llevar de parranda en el coche que él conduce. Ella y un amigovio, compañero de ruta, instan al buen chofer a reconocerse como un igual de ambos, a sentarse a la misma mesa, en el club al que asisten, para comer y beber como amigo, y así. Horas después, cuando la dupla se ha embriagado totalmente, el pobre Bigger deja al otro sujeto en su domicilio antes de volver a casa con la joven. Suda y sufre para mantenerla en pie y ayudarla a llegar a su dormitorio sin despertar a la familia. En este proceso, la chica, que además de joven es rubia y atractiva y está borracha, emprende francas tentativas de acción erótica con su chofer, que entre tanto intenta dejarla acostada en la cama y esfumarse cuanto antes. Entonces ocurrirá algo terrible, que acabará por convertir al protagonista en un perseguido de la ley, tan desesperado como para recelar de sus lealtades más probadas, devenir un auténtico criminal, tirotearse con la policía...


Richard Wright, Jean Wallace, Jorge Rigaud, en Native Son


Native Son se estrenó en Estados Unidos con casi 30 minutos de cortes (y aun así no todas las ciudades de esa ejemplar democracia la admitieron), ya que, según puede intuirse, rebosaba de infracciones: en 1951 no podía haber jóvenes blancos, lindos y simpáticos, que propugnaran la equidad racial con los negros, mucho menos como parte de un general ideario comunista; tampoco era tolerable que una bonita chica rubia de buena familia se hiciera cargar a su cama por un negro y, encima, intentara seducirlo y tener sexo con él. No debe olvidarse que esos días estaban en su auge tanto las persecuciones del macartismo -el propio Richard Wright era objeto de ellas, naturalmente por antiamericano- como el sempiterno racismo irracional y violento. A propósito, muchas actrices sondeadas para el papel de la rubia lo rehusaron por el alto riesgo que en términos de continuidad laboral supondría el representar a una mujer blanca atraída por un negro (la actriz que por fin lo aceptó, Jean Wallace, atravesaba un bajón en su carrera por problemas personales, poco después superados a partir de su matrimonio y sociedad artística con el actor y director Cornel Wilde). Volviendo a los cortes y mutilaciones que sufrió Native Son, fueron de tal magnitud que Eddie Muller -presentador y alma del gran programa de TCM Noir Alley, dedicado al cine policial- se preguntaba, en ocasión del reciente reestreno televisivo del filme, hasta qué punto habría sido, no digamos aceptable, sino sencillamente inteligible, la versión que se ofreció a los espectadores norteamericanos de su época. Comoquiera, hoy contamos con una copia restaurada y en alta definición de esta trascendental película tardíamente revalorizada.


(Como ha ocurrido otras veces, Native Son fue recuperada gracias a un hallazgo hecho en Buenos Aires y que involucró a Fernando Martín Peña, fervoroso y conocedor cinéfilo de esos que no abundan. La copia redescubierta fue luego entregada a la Biblioteca del Congreso estadounidense, a donde en rigor debía legítimamente pertenecer. Seguidamente, el Congreso de Estados Unidos resolvió financiar su restauración. Sí, el Estado intervencionista pagando una película que nadie verá...).


Antes de afincarse para siempre en Francia, Pierre Chenal dirigió tres largometrajes más en Sudamérica. Empezó por dos realizados en Chile, aunque el primero de ellos, de 1951, fue en coproducción con Argentina: se llamó El Ídolo y lo protagonizaron Alberto Closas y Elisa Christian Galvé. Florence Marly, Eduardo Cuitiño y los chilenos Eduardo Naveda y Gloria Lynch completaron el elenco de esta estrafalaria entrega de la Cinematográfica Taulis con guion de Andrés Rigaud, Reinaldo Lomboy y el propio Pierre, una pieza que en el hermano país consideran la "primera película policial chilena". Alberto Closas encarna a Jorge Arnaud, un actor muy exitoso que trabaja intensamente, casi a destajo, para complacer, según dice, a su bella y exótica esposa Cristina, representada por Florence Marly (acerca de cuyo acento extranjero se hace alguna broma que no basta para disipar nuestra extrañeza por el hecho de que su hermana Elena, aparecida después, hable el fluido español argentino de Elisa Galvé...). Al tiempo que el hombre desarrolla cierto estrés debido a la falta de descanso, su esposa, sintiéndose desdeñada, visita a un médico amigo de la pareja (Naveda) con quien flota en el aire una especie de tensión erótica. El médico la lleva en su coche a un hotel de Valparaíso -donde ella quiere pasar unas horas o días para llamar la atención de su esposo mediante su ausencia- y emprende unos vacilantes galanteos que luego le permitirán alegar que no intentaba nada serio. En tanto, un ladrón se mete a la suite de Cristina, lucha con ella y huye; la mujer, por efecto de un golpe que la desvanece, sufre un accidente fatal. Al poco rato, el médico golpea a la puerta de Cristina, buscándola para cenar. Como ella no responde, ingresa a la habitación y descubre su cadáver; de modo que huye a su turno y se presenta, de madrugada, en la casa de su socio (Cuitiño), para contarle lo ocurrido y pedirle consejo. Este socio, por móviles nada desinteresados, según sabremos más tarde, le recomienda mentir y se ofrece a darle una coartada. En tanto, Jorge y Elena buscan a Cristina hasta que la policía llama para transmitir las malas nuevas. Hay muchos elementos raros, oscuros o mal justificados en un guion al que le sobran vericuetos y temas secundarios no muy bien desplegados, pero, como suele ocurrir con los filmes de Chenal, El Ídolo es una producción entretenida y no carece de momentos intensos.


Elisa Christian Galvé y Alberto Closas en El Ídolo (1952)


(Existe de este filme una versión chilena con excelente imagen y sonido, "recuperada por la Cineteca Nacional a partir de una copia existente en el Archivo Sodre, Uruguay". Salvo que la aludida copia uruguaya de base venía bastante dañada y entrecortada; mientras que, por otro lado, una copia en muy superior estado de origen, que se ha emitido ocasionalmente por el canal televisivo Volver de Buenos Aires, nunca fue aprovechada para una restauración integral que nos habría deparado un mejor producto final).


A continuación, en 1953, Chenal filma en Chile otra película; esta vez sin actores argentinos, pero con Florence Marly y un joven Lautaro Murúa entre otras figuras. El filme, estrenado en 1954, tuvo una estructura episódica: constó de tres historias distintas, todas ellas basadas en leyendas populares chilenas, y se llamó Confesión (o Confesiones) Al Amanecer, si bien su título original iba a ser El Vendedor de Recuerdos; un nombre mucho mejor si me lo preguntan, aunque nadie me lo ha preguntado. Sus guionistas fueron María Elena Gertner, Reinaldo Lomboy y un singular personaje, llamado David (Atlee) Phillips, quien también coprotagonizó uno de los segmentos. Este sujeto, Phillips, fue presentado en alguna revista de cine de la época como el "nuevo galán del cine chileno", y contaba con antecedentes, no especialmente relevantes, como actor y libretista; en Chile era a la sazón gerente del South Pacific Mail, diario de habla inglesa que se publicaba en Valparaíso y en Santiago. Creeríamos de él que era un simple buscavidas, pero el caso es que se perdió el estreno del filme en 1954 por hallarse ocupado atendiendo otros compromisos: participaba, como agente de la CIA, del golpe de Estado al presidente Jacobo Árbenz, en Guatemala, ocurrido el 18 de junio, primera ocasión en que los yanquis se valieron de un ejército mercenario local, en vez de fuerzas propias, para esta clase de menesteres... De la película en sí poco puedo decir, pues lamentablemente al día de hoy se la considera perdida (ignoro si la clandestina condición de Phillips tuviera algo que ver con eso). Las tres historias, o al menos las leyendas en que se basaron, parecen de cierto interés. Solo resta desear que la suerte haya bendecido la conservación de alguna copia que aún aguarde ser descubierta. 


Existe, por último, una coproducción francoargentina de 1956, Sección Desaparecidos (Section des Disparus). Otro policial, basado en la novela Of Missing Persons de David Goodis (los créditos citan el inexistente título "Cornered"), con guion del propio Chenal en colaboración con Domingo Di Núbila y Agustín Cuzzani. Lo protagonizaron las estrellas francesas Maurice Ronet (Ascensor Para El Cadalso, El Fuego Fatuo, A Pleno Sol, La Mujer Infiel y otros clásicos) y Nicole Maurey (Diario de Un Cura Rural, El Secreto de los Incas), acompañados de los argentinos Inda Ledesma, Ubaldo Martínez y, desde luego, Guillermo Battaglia. Se filmó en Buenos Aires y contiene una rareza: Pierre Chenal hace una representación actoral, la primera de su carrera, aunque no acreditada, encarnando al coreógrafo de un night club. Esta es otra que, pese a no estar oficialmente perdida como la anterior, venía muy difícil de conseguir, hasta que se produjo la venturosa novedad referida en la nota [*], al pie del párrafo. Es una historia de un hombre adúltero (Ronet), mantenido por una esposa rica y algo trastornada (Ledesma), que para librarse de esa dominación y poder unirse a su amante (Maurey) decide fingir su suicidio. La Sección Desaparecidos de la Policía, a través de su comisario (Martínez), interviene tardíamente, al descubrirse un cadáver destrozado por un tren, junto con unas pertenencias y una carta suicida del protagonista... El típico gusto de Chenal por el melodrama, la adición de motivos y las ramificaciones, se presenta aquí muy centrado, controlado por los ejes de una armazón férrea y precisa, a la que no falta, sin embargo, esa proclividad a cierta truculencia grandguiñolesca -como sugirió el querido "Roland" Fustiñana- que en medida semejante caracteriza otros policiales del belga. La fotografía de Américo Hoss, contrastada, umbrosa, de marcados claroscuros y atmósfera fuertemente nocturna, hace su aporte al clima negro de esta historia que regala adulterio, traición, crimen y locura. Aníbal Di Salvo hizo cámara.


[*] (Nota de mayo de 2024). Con inmenso alborozo comunico que el sitio Cine.ar Play acaba de poner esta película a nuestra disposición y que desde ahora podremos verla en forma gratuita -abriendo previamente una cuenta de usuario que no supone ninguna clase de riesgo- en la siguiente dirección web: https://play.cine.ar/INCAA/produccion/356. A quien corresponda, le expreso mi más profundo agradecimiento.


Ronet; Ledesma y Martínez; Maurey con Ronet; Ledesma y Maurey; en Sección Desaparecidos (1956)



Sección Desaparecidos fue la última de las ocho películas que Chenal filmó en Argentina y sus alrededores. A partir de 1958 su base de operaciones será de nuevo Francia, donde hará unos cuantos filmes, algunos de ellos con el concurso de grandes estrellas (Charles Vanel, Michel Piccoli, Paul Meurisse) y sumamente exitosos. Los más logrados serán como de costumbre los policiales: Rafles Sur la Ville (Redadas en la Ciudad, 1958), Les Jeux Dangereux (Los Juegos Peligrosos, 1958) L'assassin Connaît la Musique (El Asesino Conoce la Música, 1963)... El consenso crítico señala, empero, que la influencia y trascendencia de Chenal como realizador nunca volvieron a rozar las alturas de sus trabajos previos a la guerra.


Separada de Pierre desde 1955, Florence Marly intentó una carrera estadounidense con un éxito menos que moderado; no la ayudó el hecho de que el macartismo la incluyera durante algún tiempo en sus listas negras por haberla confundido con una cantante rusa llamada Ann Marly -así de certeros y de meticulosos supieron ser aquellos justos perseguidores-. Incluso después de aclarado el malentendido, el capo cinematográfico Jack Warner, que era un imbécil altamente metódico, le negó el saludo en una fiesta. No obstante haber comenzado junto a Ray Milland en el 48 y al mismísimo Humphey Bogart en el 49 (Tokyo Joe, de Stuart Heisler), el itinerario yanqui de Florence nunca remontó vuelo. Tal vez la única producción genuinamente relevante de la que participó fue Queen Of Blood, de 1966, un bizarro filme de ciencia ficción, hoy devenido de culto, en que compartió pantalla con John Saxon, Dennis Hopper y Basil Rathbone. Antes de eso, en su primer regreso a Francia tras la guerra, había trabajado en Les Maudits (Los Malditos), de 1947, aplaudido largometraje de René Clèment sobre traidores y colaboracionistas franceses en fuga.



Florence con Bogart y en Queen Of Blood


Que un director de prestigio mundial llegara a nuestras tierras en su cenit artístico debía dejar, por fuerza, alguna huella. Puede que sea exagerado atribuirle el cuidado por la ambientación, por la puesta y movimientos de cámara, que varios directores argentinos empezaron a exhibir desde la década de los cuarenta. Pero es dable suponer que la presencia de Chenal debió influir, al menos parcialmente, en el generalizado gusto por el género policial que pronto invadió a nuestro cine, perceptible tanto por la aparición de "especialistas", como Carlos Hugo Christensen, como por el acercamiento al género de realizadores que normalmente cultivaban otros estilos (Soffici, Viñoly Barreto y otros).


Una última curiosidad. Cuando, al estallar la guerra, Chenal debió interrumpir su carrera como cineasta, planeaba filmar en Francia una adaptación de la novela Brujas, La Muerta, que su compatriota Georges Radenbach había escrito en 1892. Por algún motivo, tras cancelar el proyecto en atención a esas obvias razones de coyuntura, el hombre nunca lo retomó. Pero en su lugar lo hizo nuestro brillante Hugo Del Carril. En agosto de 1955, el gran director argentino inició el rodaje de dicha versión fílmica, si bien a las pocas semanas debió suspenderlo porque la autodenominada Revolución Libertadora -nombre pomposo para una simple y mísera dictadura asesina, apodada popularmente Revolución Fusiladora- lo encarceló durante algún tiempo a raíz de ciertas denuncias infundadas, o mejor dicho inventadas, que en rigor se explicaban por su consabida adhesión al gobierno depuesto. La accidentada y notable película que floreció en medio de tales adversidades, estrenada en 1956, fue Más Allá Del Olvido, que el propio Del Carril protagonizó junto a Laura Hidalgo y Eduardo Rudy. Auténtico clásico y un justo tributo a la gravitación del maestro belga sobre sus pares de la industria cinematográfica argentina. 


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