Vértigo, de Alfred Hitchcock. El encuentro con el vacío.

 



Los demoradísimos resultados de la última encuesta de Sight & Sound sobre las películas "más grandes de la historia", publicados poco antes de servir el pavo navideño de 2022, arrojaron la ingrata novedad de que Vértigo, obra maestra de Alfred Hitchcock, ha perdido el cetro que conquistara en 2012. Según toda evidencia, se la cargó el aluvión de progresismo testimonial que dominó la votación.


Aclaro, por si las moscas, que admiro mucho a Chantal Akerman y que tengo a su Jeanne Dielman por una pieza magistral (de hecho, en vista de su nuevo estatus, me propongo dedicarle algunos párrafos próximamente). Pero no dejo de preguntarme si la incuestionable excelencia de esta película habría bastado para catapultarla al primer puesto sin el concurrente envión de una agenda cuyos mandamientos exceden largamente cualquier juicio artístico. Peor aún: no puedo dejar de sospechar la respuesta.


En todo caso, volviendo a Vértigo, las líneas siguientes, que debieron ser de homenaje, serán más bien de reivindicación. A los ojos de una cinefilia auténtica y no inficionada de criterios tangenciales, Vértigo conserva la majestad y esplendor que la constituyeron en la única película capaz de destronar, después de medio siglo de reinado inexpugnable, a Citizen Kane, nada menos. Cómo no consagrarle, por tanto, una merecida apología, a despecho de lo peliagudo que pueda resultar escribir sobre obra tan compleja y vasta, de tan diversos y no excluyentes niveles de análisis, en la cual casi cada secuencia parece demandar su monografía particular.


Mencionaré brevemente, para pasarlo rápido, un punto sobrestimado por audiencias medianas y despistadas: el referido a los presuntos problemas de verosimilitud (plausibilidad, en tilingués), de que adolecerían distintos hechos y circunstancias de la trama. Esas objeciones solo pueden sostenerse ignorando el carácter onírico, casi alucinatorio, que envuelve la película desde el inicio, su escarbar en un hueso desconocido de lo real, incluso sus estridentes alusiones a la compulsión de repetición freudiana (que también es modelo de lo improbable y, sin embargo). Supuesto que concediéramos alguna entidad a tales fallas -complementadas, para decirlo todo, por errores de continuidad a veces muy notorios-, no podríamos menos que asimilarlas a aquellas "inestabilidades de estructura" debidas a "la excitación provocada por el hallazgo" de las que habló alguna vez Umberto Eco (Apocalípticos e Integrados, 1984), a la firme precedencia de un "núcleo central" que concita "todas las energías del autor". En otras palabras, que al autor le importó tres reverendos bledos la verosimilitud banal que desvela al pochoclero promedio; tenía en sus manos una materia más imperiosa e insoslayable que la mera observancia del ejercicio narrativo correcto.


Muchos y variados son los factores que contribuyeron a la consideración de Vértigo como la película más grande de la historia (cuando dicha consideración se fundaba en valores puramente cinematográficos): el debut del sorprendente, si bien hoy manido, efecto óptico conocido como dolly zoom [1]; la soberbia dirección artística e increíble manejo del color, créditos a buen seguro compartidos entre el fotógrafo Robert Burks y el consultor de Technicolor, Richard Mueller; la legendaria música, a cargo, como de costumbre, del genial Bernard Herrmann; más los infaltables, sublimes toques de cámara, magia y humor del maestro: el gran beso en el cuarto de Judy, por ejemplo, rondado por un trávelin circular que de golpe "resucita" el ambiente del último beso entre Scottie y Madeleine...  




Pero lo esencial acerca de Vértigo es que ninguna otra película que yo recuerde ha indagado con igual insistencia y hondura los azares de la construcción del objeto, en su más elemental materialidad. Construcción del objeto amoroso por el protagonista, que refleja la del objeto estético por el realizador. Construcción frágil, amenazada o directamente malograda (por razones que a continuación expongo), cuyo proceso Hitch monta, sabiamente, sobre el precario, resbaladizo suelo del vértigo, concebido como especie de angustia en estado puro, como bastidor o prototipo de toda fobia. El básico, universal terror de caer al vacío. De sumirse en el vacío que desde su origen aqueja al propio impulso desiderativo, a cualquier cosa que le prometamos como su objeto, su meta, su destino. Desolado fondo de ausencia que en definitiva nos causa y nos crea, lo mismo que a nuestros amores, pese a la infinidad de máscaras con que intentamos camuflarlo.


Me explayo. La acrofobia de Scottie, su vértigo, no es cualquier fobia, no se trata de un miedo excesivo a los gérmenes, a los perros, a los espacios abiertos o cerrados. Se ha elegido una fobia primordial, que favorezca nuestra ligazón con el protagonista en el registro de lo que se denomina un tipo, un personaje "universalizable". En cuanto forma arquetípica de la angustia, su pánico, variante del ancestral horror vacui, resuena en un nivel anímico profundo, que cualquiera puede compartir, aun quienes nunca lo hayan padecido como trastorno específico. Es curioso que este factor estuviese presente ya en la novela que inspiró el film (De Entre Los Muertos, de Boileau y Narjenac, 1954), donde cumplía una función parejamente crucial con respecto a la muerte de Madeleine, bien que limitándose a sustentar la coartada criminal, sin convertirse en rasgo o vector unificador de la trama, en nodo de todas las ramificaciones. Por su parte, al poner el vértigo en el centro de la escena, Hitch se agencia nuestra empatía con Scottie, nuestra compasión por su cojera, nuestros votos por su recuperación. Cuando luego vemos la grave incidencia de este mal en los acontecimientos que lastiman hasta casi destruir al protagonista, sabemos que el desarrollo narrativo y dramático debía pasar por ahí.


Pero lo que sobre todo da relieve a la centralidad del vértigo es aquello que he apuntado: su natural correlación con el trasfondo hueco del deseo, con la originaria hechura de ausencia y vacío de sus objetos. En eso reside el auténtico núcleo del argumento.




La mujer que Scottie ama y desea, Madeleine, representa, sin duda, un ideal amatorio, con algo de inalcanzable in se, de cierto componente platónico por el cual el amor se resuelve en un "mirar hacia arriba" -equiparable pues a aquellas alturas desde donde sería posible, y temible, precipitarse, salvo que en este punto aún no nos hemos despegado del suelo-. Madeleine es el objeto amoroso en su fase de franca idealización, captado aquí en una primaria calidad de espectáculo. Que se concreta, en lo formal, mediante su asimilación a lo pictórico. [2]


Ahora bien, por fuera del enaltecimiento amoroso, Madeleine también encarna, o sobrelleva, la falla constitutiva de todo objeto de amor, su base de ausencia, de intrínseco no ser -no ser predestinado, no ser seguro, no ser este, no ser ninguno-, que sucesivas idealizaciones y fantasías están llamadas a recubrir, a disimular, para dar consistencia a una ilusión levantada alrededor de un foso. (Aquí deberíamos sumar los acentos que marcan en este objeto particular, Madeleine, una específica connotación de más allá, a la luz de su participación en lo espectral, ultramundano, sobrehumano, de la muerte, donde el susodicho foso se vuelve, en rigor, una tumba). Sobre esa inmanente carencia se asienta el vínculo más radical con el vértigo, entendido como angustia de hundirse, disolverse, desintegrarse, en el mismo vacío que habita nuestros objetos amorosos, su núcleo desierto que continuamente se confunde con el nuestro. 

 

Sombras, nada más: Madeleine, Scottie, Judy...


Cualquier lectura alternativa de la trama, sea que verse sobre algún "complejo de héroe", sobre ideales masculinos o estereotipos patriarcales de femineidad (la clásica damisela en apuros, que aquí opera en realidad como señuelo), sobre lastres sexistas en el ejercicio de control e imposición pigmaliónica por un Scottie obsesionado que "arrasa la subjetividad" de Judy (subjetividad de una mujer cómplice y encubridora de femicidio, detalle que varios análisis pasados de progres omiten celosamente), no será completa ni certera mientras no se atenga a esta premisa fundamental. Incluso ese Scottie antipático y controlador que sobreviene en la segunda mitad del film no es sino un tipo desesperado por taponar, mediante los disfraces adecuados, el pozo abismal en que se le diluyó la anterior encarnación de su amor. Ese abismo es el gran tema de esta obra. El vacío al que el sujeto teme caer, que es a un tiempo el que subyace, o más bien constituye, a su amada. Y que instaura el indefectible desencuentro en que desmayan todos nuestros amores.


En tal sentido, se podría decir que Vértigo es un film romántico hasta el tuétano, por tratar del amor como inasequible o imposible, en la línea tradicional que conduce, desde la poesía trovadoresca provenzal y de la Minnesang en la Edad Media germánica, hasta el romanticismo hecho y derecho de amores inviables, desahuciados o destruidos, que acaso principió con el Werther de Goethe y cuyos ecos, tanto estéticos como culturales, nos acompañan todavía, quién sabe por cuánto tiempo. Pero antes habría que señalar ese elemento moderno, posromántico, sobre el que descansa la orientación trágico-existencial de la trama. Porque el amor imposible del romanticismo es alentado y hasta creado, deliberada y tormentosamente, por un alma que lo enarbola como oscura figuración de lo sublime y trascendental. Mientras que el amor roto de Vértigo lo es por naturaleza o fatalidad, contra cualquier voluntad de sus actores, y resulta del súbito encuentro con una rajadura de la realidad que ha dejado expuesta su trastienda baldía. 


La conocida afirmación de François Truffaut, según la cual Hitchcock fue el director capaz de "filmar mejor que nadie el miedo" (El Cine Según Hitchcock, 1966), puede complementarse aquí con esta otra: ha sido también, en Vértigo, el único director capaz de filmar la médula de ausencia, de oquedad, que late en todo objeto de amor y deseo humanos. Tanto como en la propia esencia de quien los ama.





Cualidad que basta para explicar la poderosa (si bien no siempre consciente o reconocida) influencia de esta película en la historia "moderna" del séptimo arte. Por su vocación de traspasar el velo en la superficie de la imagen para asomarse a los despeñaderos de su trasfondo, Vértigo abrió el camino a todo un universo de cine metafísico y metalingüístico insospechado hasta entonces; un cine de franco aliento Jenseits, de empuje al más allá de la pantalla, que enseguida cultivaron, con suerte y consecuencia desigual, artistas tan dispares como Godard, Bergman, Antonioni, Resnais o Tarkovsky. 






Notas:

[1] El dolly zoom, apodado a veces trombone shot, consiste en la ejecución simultánea de dos movimientos de cámara "opuestos": en este caso, trávelin adelante -dolly in- y zoom out o hacia atrás -apertura de teleobjetivo a gran angular-. (Su inversa, zum adelante con trávelin atrás, ha sido usada con pareja frecuencia para producir otro efecto óptico). La impresión visual que arroja esta forma originaria de dolly zoom es la de estirar el cuadro en profundidad, alejando más aún los objetos distantes, al tiempo que los elementos en primer término aparentan acercarse a la cámara. Este recurso hace su debut en la secuencia inaugural del film, cuando Scottie queda colgando de una canaleta y mira espantado hacia abajo. Reaparece luego durante las dos secuencias en la escalera de la torre que lleva al campanario. Significativamente, cada ocurrencia del dolly zoom antecede en pocos segundos o minutos a cada muerte que tiene lugar en la película. Esto es, que toda ocasión en que alguien se disuelve en el vacío (en especial las dos mujeres, como objetos de amor ilusoriamente encontrados y pronto caídos, pero también, desde el inicio, un colega policía, un igual de Scottie) se hace preceder de esta deformación cuasialucinatoria del espacio, que actúa a guisa de señal, o de mal augurio, como si esa repentina vista anamórfica viniese a anunciar la revelación de otra realidad, hasta entonces encubierta. 


El vano de la escalera en la torre

Hitchcock, primer realizador en valerse de esta herramienta, la reutilizó por única vez en Marnie (1964), aunque allí la probó en sentido inverso, aunando zum adelante con trávelin atrás, de suerte que el vano de la puerta del dormitorio al fondo de una sala parecía aproximarse a nosotros. Este segundo dolly zoom incluyó, por primera vez, figuras humanas. 

El truco fue pronto explorado por otros directores, como los franceses François Truffaut (Jules et Jim, 1963) y Jean-Pierre Melville (Le Samourai, 1967); pero hubo que esperar hasta 1975 para ver que se lo aplicase a un primer plano del protagonista, atrayéndolo a primer término mientras el fondo retrocedía despegándose de él. Esta novedad tuvo lugar en el filme Jaws (Tiburón), de Steven Spielberg, donde el doble movimiento de cámara, un carro que avanzaba conjugado con apertura de zum, acontecía hacia los 17 minutos del film, momento en que el jefe Brody (Roy Scheider), obligado a abrir la playa a los turistas por orden del alcalde pese a saber de la amenaza de un tiburón, se daba cuenta de que el animal estaba atacando a un chico en el mar. El efecto óptico nos lo mostraba a un tiempo atraído hacia adelante, hacia ese presagiado horror, y separándose de su entorno, de su fondo o backgroud, para enfatizar su aislamiento y desesperación. 

En años subsiguientes, los ejemplos de uso del dolly zoom en películas de todo género se hicieron innumerables. A menudo se apartaron de su empleo original en dos aspectos fundamentales: casi siempre incluyeron la imagen de alguna persona -en Vértigo se mostraba un mero escenario- y, tal vez por lógica consecuencia, raramente constituyeron un plano subjetivo, el punto de vista de un personaje -el de Vértigo consistía en una cámara subjetiva que reflejaba la visión horrorizada del protagonista-. Esta "regla" ha conocido algunas excepciones notables, como el plano general de un barrio visto desde lo alto de una colina en E.T. (nuevamente Spielberg, 1982), o la visión subjetiva de Jake La Motta cuando Sugar Ray Robinson se apresta a molerlo a golpes en Raging Bull (1980), de Martin Scorsese.


 


[2] En el blog Capricho Cinéfilo, de Fernando Usón Forniés, se encontrará una aguda lectura sobre tal integración de Madeleine a un universo pictórico, un recorrido exhaustivo por las muchas instancias en que su figura aparece enmarcada de distintas maneras, ofreciéndose como ad-mirable, por lo general ocupando el centro de vastos panoramas, sensiblemente inspirados en los paisajes románticos de un Friedrich o de un Corot; landscapes que, al contener esa imagen fascinante de Madeleine, pintan obviamente el anhelo de consumación y plenitud amorosa de Scottie, la escena perfecta a la que querrá incorporarse. El análisis que del "hecho pictórico" hace Usón en su blog, y que aquí no podríamos siquiera resumir, es impecable, en especial al señalar el modo en que la pintura ofrece la expresión más idónea, más elocuente, de los atributos que definen todo ideal: la plasmación en una imagen de completud, belleza y armonía; la fijeza y eternización de sus promesas e imperativos; la sustracción a las coordenadas espacio-temporales... El presentarnos a Madeleine sistemáticamente estilizada a manera de cuadro sirve, pues, como cabal símbolo de la idealización, de la adoración fascinada con que Scottie la contempla.


Por supuesto, el espejismo de maravilla cristalizada así erigido es en última instancia intocable, por estar hecho de mero vacío. Solo se lo puede circundar o rodear; de ahí que en cuanto Scottie accede físicamente a esta mujer, ella no tarde en desvanecerse. 

(O también, en los términos de Usón, que en cuanto Scottie atraviesa el plano del lienzo y ve a Madeleine desde el fondo o interior del cuadro -la escena del establo en la misión de San Juan Bautista-, ella se vuelva una sombra; véase arriba la primera de las tres imágenes que llevan el epígrafe "Sombras, nada más").




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