Godard. Mostrar la Alienación.






En este mundo despistado que casi nunca se percata de lo que realmente pasa, la muerte de Jean-Luc Godard, que habría cumplido 91 años el último 3 de diciembre si no se hubiera suicidado tres meses antes, pasó casi inadvertida pese a constituir un evento cultural de la más alta relevancia. Evento negativo, por supuesto, pero a fin de cuentas tampoco abundan los de otra especie.


Godard empezó escribiendo crítica de cine en la mítica Cahiers du Cinéma de André Bazin, donde también colaboraban otros jóvenes e inquietos cinéfilos, como François Truffaut, Claude Chabrol y Jacques Rivette. Chicos que no tardarían en pasar a la acción y ponerse a filmar películas en un nuevo estilo radical y osado. La movida se granjeó el apelativo, fácil para la época, de Nouvelle Vague, y se mezcló en diversos grados con otra corriente que animó el cine francés desde los últimos años 50: la Rive Gauche de Resnais, Robbe-Grillet y Marguerite Duras.


Si bien Agnès Varda, con La Pointe-Courte de 1955, dio una suerte de puntapié inicial al movimiento, y Truffaut, con Les Quatre Cents Coups (Los 400 Golpes; 1959), le aportó su primer impacto serio en la cultura, sería sin embargo el largometraje de Godard de 1960, A Bout de Souffle (Sin Aliento -en España rebautizado Al Final de la Escapada-), el que para siempre quedaría identificado como piedra angular estética de la Nouvelle Vague.


A bout de souffle

Desde entonces, y por el resto de su vida, Godard hizo algunas de las películas más locas, disruptivas y a veces indigestas del cine mundial, encarando la experiencia cinematográfica de una manera que Susan Sontag describió con gran detalle y acierto en su texto Estilos Radicales de 1969, del cual tomaré varias observaciones.


De inmediato caracterizaron sus películas las narraciones fragmentarias, entrecortadas, repletas de digresiones (gente que de golpe, en medio de cualquier situación, agarra un libro y se pone a leer en voz alta); de puntuaciones musicales incongruentes, contradictorias (Una Mujer Es Una Mujer acompaña una trama de serios conflictos y engaños amorosos con un afable paso y tono de comedia musical); de títulos, textos manuscritos o carteles callejeros que interrumpen la acción para darnos a leer un comentario o resumen de lo que ha venido pasando, o para proponer sorprendentes y significativos juegos de palabras; de apartes deliberados en los que un personaje se desentiende de la escena y habla o gesticula a cámara; de debates políticos o filosóficos salidos de la nada -pero no tanto- y mechados con toda clase de consideraciones frívolas e inconsecuentes; de pseudoentrevistas, en estilo televisivo, a los personajes; de voces superpuestas -y a menudo contrapuestas- que comentan o describen simultáneamente lo que vemos; de pasajes en que la imagen se pone en negativo; de quiebres bruscos en la continuidad de las escenas o cortes directos anómalos, "incorrectos" y chocantes -esos cortes que saltaban y dolían al ojo mucho más entonces que ahora, puesto que el público se ha habituado a ellos gracias, principalmente, a la influencia del propio Godard-. 


Une femme est une femme


Pero su cine no era mero capricho, no buscaba deslizarse a lo caótico o incoherente. Godard dominaba los principios del montaje, las leyes de la puesta en escena, la lógica de la acción y de la cámara. Y partiendo de ese amplio conocimiento, planteaba ideas estéticas alternativas. Meditaba como pocos lo han hecho acerca del cine, de su lengua, tópicos y dilemas. Solía decir que seguía siendo crítico de películas, solo que "ahora, en vez de escribir críticas, las filmo". Su "introspección constante" acabó por convertirse "en parte constitutiva de la obra de arte" (Sontag). Llegó a sentir, según declaró en 1965, que "el mayor problema de la filmación consiste en resolver por dónde y por qué empezar una toma y por qué terminarla". Y si las respuestas que ensayó para esa pregunta resultaron a menudo arbitrarias, eso se debió, como explicaba Sontag, al hecho de ser sus películas "estructuras abiertas", en las que por fuerza perdía sentido la distinción entre lo esencial y lo accesorio. Por tal motivo era común que presentara sus filmes como "tentativa de hacer cine" (dicho acerca de Pierrot Le Fou, 1965), o "Fragmentos de una película" (en los títulos de Une Femme Mariée, 1964); o "Película en proceso de realización" (subtítulo de La Chinoise, 1967). 


Su obra ha sido una incansable reflexión sobre las posibilidades del cine, sobre la arbitrariedad o falsa necesidad de las retóricas convencionales. Una revisión y elaboración de nuevas y distintas sensibilidades. De ahí que abunden en ella lo reflexivo y autorreferencial, esa pulsión metalingüística inherente a las artes modernas, el insistente recordatorio de que estamos viendo una película (como un afán de destacar el hecho cinematográfico en sí, de permitirle manifestarse), un desafío expreso a las expectativas predigeridas y coaguladas del espectador, el "rechazo irónico de la consagración a un género específico o a una manera específica de encarar la acción" (Sontag).


La heterodoxia formal convergía con la narrativa en el trazo de un relato improvisado, aleatorio e impredecible (culto del azar creativo que era nuclear al ethos artístico de los 60), mínimamente delineado. Un relato carente de desarrollo o sujeto a un desarrollo desarticulado, invertebrado; la diégesis que no se despliega sino que avanza por tumbos y sobresaltos; las digresiones que usurpan el espacio a los conflictos dramáticos; todo eso señala también lo fortuito, arbitrario, incidental y, sobre todo, alienado, de la vida y sociedad que Godard retrataba. Por eso, hasta sus filmes futuristas y antiutópicos -no me gusta la palabra distopía-, Alphaville y Anticipation, discurrían en escenarios indistinguibles del París que les era contemporáneo. La iconoclasia narrativa y dramática implicaba una correlativa imagen del mundo. Godard no solo sentaba una oratoria y una estética del azar, de lo discontinuo y arbitrario; también mostraba un mundo de gente alienada y perdida, incapaz de forjarse una historia, un devenir, de adueñarse de su propia existencia. Los personajes de Godard no tienen evolución histórica, no vienen de ningún sitio ni van hacia uno; son hijos del arrebato, del impulso repentino, del antojo momentáneo, de la violencia imprevista. Son figuras desorientadas, aturdidas, como muñecos a la deriva. 


(Deriva sería otra palabra adecuada para describir el cine de este director).



Alphaville


En ocasiones, sin razón discernible -quizá porque los asuntos e intereses que hasta recién los ocupaban han caído en la fatal obsolescencia de los autos usados, de las revistas viejas, de los zapatos pasados de moda-, los personajes cambian de empleo, de casa, de horizontes; abandonan su vida anterior y entran a otra. No queda claro si lo hacen necesariamente en pos de nuevas andanzas o más bien en busca de un propósito o afirmación, de un rasgo distintivo o asomo de justificación. Su déficit de consistencia los supedita comúnmente a finales abruptos e inesperados. Los matará un choque, un incendio, un azar adverso. No las consecuencias de sus actos, no un hecho que tenga sentido o se relacione con su voluntad o sus culpas, sino algo que sobreviene, que sorprende, que no procede de circunstancias previas -o lo hace muy indirectamente- ni es efecto de causa alguna. Un accidente, un hecho casual, una exterioridad ciega y sin historia que se cruza en el camino. Y cuando los personajes no mueren, todo nos anuncia que seguirán viviendo igual de extraviados, porque nada de lo ocurrido en la película les servirá de enseñanza o les dará materia de reflexión. Los hechos del relato se probarán irrelevantes, inútiles, inconducentes. Inaptos para rescatar y encaminar esas vidas sin rumbo, para dotarlas de significación.


La lógica de Godard es aquí consecuente: su método de yuxtaposición narrativa, de sucesión de escenas fragmentarias y más o menos aleatorias, determina, junto con la incierta entidad de los personajes y de sus motivaciones, la imposibilidad de un final intrínsecamente necesario. La película debe, pues, "ser bruscamente interrumpida o terminar arbitrariamente" (Sontag).

 

Se deja entrever allí cierta herencia romántica, un recurso a los viejos trucos del melodrama: acción de curso mecánico, cambios súbitos e inmotivados, golpes de peripecia, agniciones fortuitas y falsos encuentros o reconocimientos, protagonismo de forajidos, fugitivos, prostitutas... Excepto que en Godard esos elementos están como dislocados. Los típicos desafíos románticos a la lógica y moral burguesas aparecen en su cine, antes bien, como aspiraciones enajenadas o fallidas: sus prostitutas no son mujeres curtidas, complejas y esquivas, dueñas de una vida intensa, oscura y fascinante; sino, por ejemplo, prosaicas madres de familia pequeñoburguesas que buscan hacer un ingreso extra, como en Dos o Tres Cosas que Sé de Ella (cuya protagonista, alternando sus dichos con los de otras personas y con la voz en off del propio Godard, suelta continuas reflexiones existenciales sobre la subjetividad y lo objetivo, la sociedad capitalista y sus emblemas, la conciencia, el lenguaje y otras preocupaciones recurrentes del director; entre ellas, el hecho de la prostitución en cuanto tal). Godard es demasiado racional y concreto -no quise poner materialista- para abrazar un romanticismo serio. Lo previenen de ello su retórica y orientación formal; su mira continuamente puesta en la alienación, en la irrupción, en lo fragmentario del collage o del caleidoscopio. 


Deux ou trois choses que je sais d'elle 


Pues así como hay en su cine algo de neorrealista -dado su gusto por el escenario natural, por la cámara en mano, por la improvisación y apertura al hecho aleatorio-, y pese a ello no puede decirse que cultive un neorrealismo auténtico, ya que nunca renuncia a la complejidad formal, a la estilización y elaboración artísticas, a puestas de cámara y de escenario a menudo mucho más meticulosas de lo que quieren aparentar; así también, análogamente, sus trabajos no rezuman un sentimiento propiamente romántico, a despecho de los múltiples signos de romanticismo que los recorren. El Michel de Sin Aliento no puede ofrecerse como héroe, digamos, stendhaliano, aun cuando asesine a un policía en un rapto impulsivo o exhiba en general esa desaprensiva amoralidad de las grandes almas criminales. Le faltan del romanticismo "auténtico" la motivación a toda prueba, el propósito colosal, la aspiración de lo infinito y de lo sublime, el espíritu elevado, desbordado o apasionado. En vez de un héroe romántico impetuoso, expansivo, psicopático, es un tipo aburrido, inexpresivo, mediocre, que se prenda demasiado corporalmente de una chica y no puede encarar con ella una real historia de amor; que se hace matar por la policía, grotescamente, casi por equivocación, tras haber sido delatado por aquella misma chica, a quien con su último suspiro califica, en forma nada romántica, de repugnante... 


Concurrentemente, en el cine de Godard, los cortes abruptos, los saltos e incoherencias de la historia, de los decorados, de los movimientos y acciones, no son gestos melodramáticos, romantizantes, dirigidos a arrobar los sentidos del espectador, sino incongruencias para despertar su extrañeza y "complicar su participación emocional", como dice Sontag; distanciarlo afectivamente convocando a su inteligencia, invitándolo a deponer su sensibilidad fácil y prescrita y a leer (por algo tanta cartelería) la materia audiovisual que se le ofrece con un ojo más crítico, ponerlo cara a cara con la sustancia más neta y esencial del medio y de la lengua cinematográfica.


Es que, para Godard, aun las ideas -declamadas, leídas o escritas en intertítulos y carteles- valen como elementos formales, como "unidades de estímulo sensorial y emocional" (Sontag). Las ideas no son fuerzas y razones que mueven a la obra y le confieren significado, sino contingencias que aparecen con mayor o menor relieve en el desarrollo del programa, circunstancias que detienen o suspenden la acción, que a veces incluso la desvían -tal como lo harían un tiroteo, una persecución o un beso-. Que se integran, en algún grado, al cuerpo del relato, aunque más bien reforzando su carácter precario y deshilvanado. Propenden, ante todo, a alentar la susodicha distancia crítica en el espectador, a conjugarse con los brincos del pulso dramático, con los cortes que lo frenan, con las vicisitudes imprevisibles que lo empujan, como otro modo de señalar lo ahistórico e inorgánico del mundo que su autor refleja. Y a expresar, en fin, la fugacidad misma de su arte, enclaustrado en ese crudo presente, en esa eternidad del instante que las recurrentes discontinuidades ilustran y escenifican.


Pero esta convicción de la finitud y de lo efímero que anima sus películas, su tendencia a la autodestrucción argumental, apuntan a algo más. Godard era, en efecto, un director que filmaba críticas. Vale decir, que ponía en crisis un estado global del arte y cultura que habitaba. Y cuando en sus filmes contemplamos la abundancia de escenarios impersonales y anónimos, la relación exterior y distante de sus personajes con los objetos que "existen más que las personas" -según dijo alguna vez-; la omnipresente imaginería pop como "moneda simbólica del capitalismo urbano" (Sontag); los anuncios y carteles, publicitarios o no, que se igualan formalmente a los intertítulos y demás expresiones de "ideas", como para extender o contagiar a dichas ideas la enajenación implícita en ellos; cuando reparamos en todo eso, volvemos al sentido último del asunto, que pasa más bien por una básica voluntad artística de mostrar la alienación, exponerla desnuda y sin embozos ante las narices del espectador, e instarlo a mirarla seca y objetivamente. 


Como si la película importase antes que nada por su calidad de vehículo para el fin superior de promover la crítica. Una crítica que sirviese de llave a la reapropiación del sentido y valor de nuestros productos espirituales.


Pierrot le fou



Atravesamos una era de inatacable exclusivismo cinematográfico yanqui, tanto industrial como estético, producido on demand, supeditado desde hace lustros al veredicto de las proyecciones de prueba, crecientemente rígido, cansado, esclerosado. Y cuyos vicios y perjuicios son los de todo poder omnímodo, monopólico: la voz unitaria y excluyente, la potestad de legislar; la estipulación de un específico modo de hacer, de pintar, de relatar, como el indicado, debido y correcto. O como el único posible o aceptable. Una era en que las películas salidas de esa gran choricera parecen cada vez más iguales entre sí, todas iluminadas por el mismo fotógrafo, escritas por el mismo guionista, cortadas por el mismo editor. 


Es en tal contexto que la muerte de Godard supone tamaño mazazo. Con él parece haberse ido la última oportunidad de reflexionar, en serio y hasta el hueso, sobre el cine como medio, como lengua, incluso como industria. De interpelar al espectador, de dificultar su posición frente al hecho artístico, de forzarlo a preguntarse por qué el cine que mira en su pantalla LED de ochenta mil pulgadas tiene que ser como es, por qué no podría ser enteramente diverso. De cuestionar la indiscutida suposición de que el público no toleraría distintos modos narrativos, distintos cortes o usos de la cámara. Ya que eso, justamente, hizo Godard toda su carrera, y la mayoría de sus infracciones acabaron por incorporarse al lenguaje cinematográfico corriente y universalmente aceptado. Por desgracia, artistas capaces de adelantar rupturas que se volverán norma dentro de medio siglo no germinan bajo cualquier enlosado, caso de que no estén derechamente en vías de extinción. Razón de más para deplorar cada pérdida de tan raros especímenes.


Godard se creó una reputación de destructor de la forma cinematográfica. Pero quién querría destruir ninguna cosa como no fuese para recomenzar desde cero, para barajar y dar de nuevo. Para arrancar por otro lado, abrir otro camino, perseguir otras metas. Lo que se perdió con su partida es, por tanto, la simple posibilidad de imaginar otro cine. Vocación o voluntad de la que ya casi (?) no quedan exponentes. 


En tanto, la ubicua estética nétflica se consolida, sus alternativas actuales o potenciales van desapareciendo. Cada día se va haciendo menos probable que algún artista genuino venga a estorbar el sano esparcimiento que nos brinda nuestro smart TV


Bien que conclusión tan apocalíptica suena indigna del corazón crítico godardiano.



Le mépris






No hay comentarios:

Publicar un comentario

Elogio de Columbo

Vuelvo, porque soy hombre de aficiones férreas, sobre uno de mis temas favoritos: el relato policial. Esta vez será para hablar sobre un per...