2001: Odisea Espiritual

 



I


El último 26 de julio Stanley Kubrick habría cumplido 95 años. 


Confieso que se me hace raro escribir sobre él, ya que nunca he sido su admirador número uno. Hay unos cuantos aspectos de su cine que no terminan de convencerme. Suelo encontrar errático y forzado su manejo del conflicto dramático, así como mal sustanciados los actos y voliciones de sus personajes y pobres las parábolas en que a veces quiere subsumirlos. Su imagen (encuadre, movimientos de cámara) goza siempre de impecable calidad y equilibrio visual, aunque en un sentido predominantemente decorativo y abstracto, con escasa hondura o impacto expresivo. En cuanto al tópico de que cuenta con "un clásico en casi cada género", aparte de que no es realmente así, no sé si represente un mérito creativo o el testimonio de una falta de rumbo estético concreto, pues cuando uno escarba en tan sistemático eclecticismo buscando lo que puedan tener en común sus variados ejemplos, descubre que buena parte de eso reside en los defectos: el drama tórpido, los actores no muy bien dirigidos, las peripecias débilmente sustentadas... 


Pero 2001: Odisea Del Espacio, es un caso aparte en su filmografía. Por ser sin duda la más trascendental de sus películas, la que una mayoría de críticos aclamó (pese a las numerosas voces objetoras), la que mayor controversia ha ocasionado entre el público cinéfilo -seña inequívoca de aspirante a clásico-; y, llamativamente, la que medio millar de prestigiosos cineastas del mundo ha consagrado como su preferida absoluta, por encima de Citizen KaneVertigo Tokio Monogatari, en las dos últimas encuestas de Sight & Sound (2012-2022). Lo cual debe significar algo, por mucho que invite a disentir. Algo que no se zanjará lanzándole el ligero mote de "sobrevalorada", como hacen algunos (algunes) que al referirnos en cambio sus filmes favoritos nos regalan ejemplos de sobrestimación rayanos en el disparate. 


Lo primero que corresponde decir acerca de 2001 es que, guste o no, instituyó unas premisas estéticas que se volvieron referencia insoslayable para toda película de asunto cosmológico, y de ciencia ficción en general, estrenada en las décadas subsiguientes, tal vez hasta el día de hoy. No hubo desde entonces una sola película de temática interestelar que no se viera precisada a dialogar, en buenos o malos términos, con la forma de 2001, ya fuera para confrontarla (Solaris, 1972), rebasarla (Alien, 1979) u homenajearla (montones de ellas, como Gravity, de 2013). Y son incontables las que se han valido de técnicas inspiradas en las que Kubrick y su gente utilizaron allí: por recurrir a un ejemplo bastante reciente, las escenas finales en el teseracto de Interstellar (2013) se lograron por un método de slit scan fotográfico prácticamente idéntico al que se empleó para la secuencia penúltima de 2001, conocida como la del Star Gate, en que el doctor-capitán Bowman, recién llegado con su cápsula a una luna de Júpiter, es traccionado hacia un viaje ultrarrápido y psicodélico con rumbo a un incierto más allá.


El viaje  final de Bowman y el efecto óptico de slit-scan.





II


Quizá intentaré en el futuro una historia exhaustiva de la ciencia ficción en cine y literatura. A cambio, ofrezco aquí su resumen. Hundiendo sus raíces en ciertas manifestaciones del relato fantástico romántico (FrankensteinThe Facts in the Case of M. Valdemar), la ciencia ficción se consolidó y especializó, por decirlo así, a fines del siglo XIX, con la llegada de autores como Julio Verne o H.G. Wells, y luego, en los primeros decenios del siglo XX, con H. P. Lovecraft, Robert Heinlein y otros. El espectro temático del genero es relativamente amplio y no se limita al campo de lo "espacial": Verne soñó viajes al centro de la tierra, Wells los imaginó a través del tiempo. Pero también se han inventado hombres invisibles; experimentos fisicoquímicos y biológicos monstruosos, por malogrados o malintencionados; máquinas inverosímiles; robots y androides que fallan dañosamente o se rebelan contra la humanidad... Kingsley Amis definió la ciencia ficción como "la clase de prosa narrativa cuyo tema es una situación que no podría presentarse en el mundo que conocemos, pero que es hipotetizada sobre la base de alguna innovación en ciencia o tecnología, o seudociencia, sea su origen humano o extraterrestre" [1]. En cuanto al cine, usualmente tributario de las letras, bastará aquí con señalar el camino divergente que fue tomando la ciencia ficción espacial respecto de las demás variantes temáticas que el género conocía. Un sumario repaso indica que, habiendo existido desde los inicios del séptimo arte (Méliès tuvo ya en 1902 su Viaje a la Luna), habiendo producido algún título destacable, en tiempos del cine mudo, por cortesía del expresionismo alemán (junto al clásico supremo Metrópolis, de Fritz Lang, y a otros menores como Orlac's Hände, de Robert Wiene, hubo una Frau im Mond -Mujer en la Luna-, también de Lang), el patente desinterés de Hollywood por el subgénero astronómico de la science fiction le hizo perder impulso frente a sus otras ramas, las cuales siguieron funcionando muy bien, sin duda por su facilidad para asimilarse al horror gótico-romántico (la inmediata correlación entre lo sobrenatural o ultraterreno del relato de horror y lo antinatural o extraterrestre de la ciencia ficción, explica la proclividad de este género a las historias apocalípticas y por ende "terroríficas").


Julio Verne y H. G. Wells


Por múltiples razones económico-sociales y políticas (desde las penurias de la Gran Depresión a las ulteriores angustias de la Segunda Guerra), la sociedad estadounidense de los años treinta y cuarenta no estuvo muy predispuesta a viajes interestelares y maravillas científicas futuristas, ni en las letras ni en las pantallas. Por largo tiempo fue tópico que la ciencia ficción no era un género "popular", que su público se componía tan solo de ingenieros y tecnólogos, que no atraía a la audiencia femenina, que un incorregible temperamento freaky hermanaba a sus seguidores, congregados litúrgicamente en reducidos clubes de culto... De modo que el Sci-Fi cinematográfico, o mejor dicho, su vertiente astronómica, hubo de esperar hasta la década de 1950 para resurgir, tal vez al amparo de la celebridad que a la sazón conquistaba su flamante prócer literario Ray Bradbury, de la reasegurada pujanza económica o de las nuevas formas de miedo y paranoia que trajo consigo el despertar de la Guerra Fría. Pero este renacer se dio en los nada halagüeños términos de una tendencia a producciones que eran o parecían de bajo presupuesto, abundantes en ideas simplistas y obsesivas, inficionadas de todos los recelos y desesperanzas de la posguerra. 


Más allá de las diferencias presupuestarias que trataré a continuación, de las pantallas panorámicas en refulgente color contra el modesto cuadro académico en blanco y negro, la división básica que admite el cine espacial de los cincuenta es de orden temático: relatos de "expedición" versus relatos de "invasión" (dicotomía que ciertamente se remonta a los pioneros literarios: De La Tierra A La Luna, La Guerra de los Mundos...). En 1950 se estrenaron las dos primeras películas influyentes del género: Destination Moon y Rocketship X-M, ambas del subtipo "expedición", o sea, de naves humanas enviadas al espacio. Destination Moon (Con Destino a  la Luna), procesada en Technicolor y con ínfulas de superproducción, contó con el mismísimo Robert Heinlein como coguionista y se esmeró por retratar de manera "realista" una travesía espacial; no se privó, por cierto, de soltar aquí o allá algún inciso paranoide relativo a la URSS. Tuvo copiosa y sagaz publicidad previa y el consecutivo éxito en las taquillas. Por su parte, Rocketship X-M (donde "X-M" iba por "Expedition Moon"), conocida en español como Cohete K-1, fue un producto en blanco y negro de inocultable clase B, realizado con suma celeridad para beneficiarse de la expectación creada en torno a Destination Moon, a la que incluso madrugó con el estreno. Tal vez por su  presupuesto cinco veces inferior, Rocketship X-M, cuya trama partía de un improbable accidente con el combustible que desviaba la nave hacia Marte, se permitió ser más libremente imaginativa que Destination Moon, al tiempo que pudo jactarse de un irrenunciable contenido pacifista. En su guion, repleto de deliciosas ingenuidades, colaboró el ilustre Dalton Trumbo, aunque un achaque terrícola llamado lista negra lo desposeyó del crédito respectivo. Sin llegar a las ventas de su competidora, Rocketship X-M recibió bastante calor en las taquillas.


Una escena de Rocketship X-M.


Pese al triunfo comercial de estas refundadoras, el opuesto subtipo de la invasión no tardó en prevalecer, quizá por calar con mayor profundidad en la fantasía del público de posguerra y propiciar nexos más consistentes con los géneros de horror, bélico y de catástrofe. Sus exponentes fueron por lo común películas de clase B, dirigidas por realizadores novatos de los estudios, con starlets menores, o debutantes, en los roles principales. Mientras que los primeros tanteos entre sus homólogos del tokusatsu japonés vinieron cargados de una dolorida concientización humanitaria contra las bombas nucleares, la ficción espacial invasora yanqui -con la sola excepción de El Día Que Paralizaron La Tierra (1951), obra maestra de inhabitual espíritu antibelicista [2]-, se consagró tempranamente a un barato subgénero de horror, que pretendía servir, ante todo, al minúsculo fin de la propaganda antisoviética. Su ejemplo típico era aquella cinta donde Steve McQueen luchaba contra un gigantesco moco rojo que, alimentado de humanos incautos, no cejaba en ensanchar su masa informe y, con ella, su estúpida alegoría del comunismo [3]. Las películas memorables o siquiera decentes de este estilo fueron contadísimas: solo se me ocurre mencionar La Invasión de los Ladrones de Cuerpos (Don Siegel, 1956, con Kevin McCarthy) y, por supuesto, la "modélica" The Thing (1951) [4].  


Por ser inescindible de los avances técnicos asociados a su época, el Sci-Fi cinematográfico de posguerra conoció, con todo, algunas piezas de presupuesto relativamente alto [5]. No por nada el género floreció cuando la TV empezaba a competir fuertemente con la gran pantalla y los estudios del viejo Hollywood precisaban con urgencia algo novedoso e inimitable que ofrecer. El amanecer de la década de 1950 vio surgir el sonido estéreo, el 3D, un reverdecido auge del color (al engorroso, oneroso y rutilante Technicolor se sumó el amigable, económico y pálido Eastmancolor, que primó entre varios contendientes de peso desigual)... Pero la principal innovación pasó por las pantallas panorámicas: Cinerama, Cinemascope -indiscutido triunfador de la década-, VistaVision, Panavision. Merced a estas herramientas el cine se aseguró de brindar un espectáculo cuya grandiosidad superase con creces a cualquier atracción que pudiera oponerle la incipiente y precaria televisión de entonces. Naturalmente, tamaño despliegue tecnológico reluciría menos en dramas intimistas de estilo ibseniano que en filmes de acción y fantasía con elencos multitudinarios, ambientados en vastos paisajes exóticos y repletos de efectos especiales. La ciencia ficción parecería, por tanto, ideal para albergar y capitalizar aquellos fastos. Sin embargo, westerns y películas bélicas o históricas se beneficiaron de ellos con frecuencia inmensamente mayor. En realidad, durante toda esa década y la siguiente, la ciencia ficción no supo cómo sacudirse su alma de clase B, por así llamarla. Los directores de prestigio, las máximas estrellas y los más solicitados guionistas y productores la rehuían en forma unánime...






III


Vamos, así, llegando a Kubrick.


He señalado ya que, de entre las otras cinematografías del mundo, la de Japón se destacó por explorar el género en sus diversas vertientes y abordarlo con su propia mirada. Ejemplos señalados de ello son las famosas Godzilla (Ishirō Honda, 1954) y, más importante aquí, Uchūjin Tōkyō-ni Arawaru (Alienígenas Aparecen en Tokio, en España llamada Asalto A La Tierra) de Kijo Shima, primera película nipona de ciencia ficción en colores, estrenada en 1956. Este largometraje, en particular, integra un puñado de trabajos cuya influencia sobre 2001: Odisea Del Espacio puede considerarse significativa. Otros fueron el estadounidense Forbidden Planet (Planeta Prohibido -El Planeta Desconocido, en los países hispanohablantes de América-), que Fred McLeod Wilcox dirigió en 1956, pródigo en vestuario y decorados de dudoso rigor pero excéntricos y vistosos; y Universe, de 1960, un documental de la televisión canadiense realizado por Roman Kroitor y Colin Low.


Arriba: Alienígenas en Tokio. Abajo: Planeta Prohibido.


Mención aparte merece otro fabuloso documental: To The Moon And Beyond (Hacia La Luna y Más Allá), que la empresa Graphic Films llevó a la Feria Mundial de Nueva York de 1964, realizado en el formato "Cinerama 360º" para ser proyectado en el interior de un gran domo como el de los planetarios. Al ver ese film -hasta la fecha jamás transcripto a ningún formato "plano" y, por consiguiente, inasequible para nosotros-, Kubrick, que ya bosquejaba su futura 2001, contrató a Graphic Films como asesora artística de su preproducción. Los años siguientes recibió de esta empresa, por correo o en persona, bocetos de instalaciones y decorados, storyboards de viajes espaciales o puntuales piezas de investigación en física y astronomía. Más todavía: en cierto momento el dibujante y escenógrafo Douglas Trumbull abandonó Graphic Films para ocuparse exclusivamente de los efectos especiales en la película de Kubrick. 


Pues si algo distinguió a 2001: Odisea Del Espacio de todas sus predecesoras fue que desde el principio su director quiso imprimirle un intachable realismo, sin monstruos de kaiju japonés o estrambóticos alienígenas, y enaltecerla mediante una meticulosa veracidad científica, evitando al mismo tiempo contaminarla de los géneros que le fueran afines los años previos: terror, catástrofe, guerra. Pero, ante todo, quiso situar o cifrar en su arquitectura intrínseca, en su propia forma y acaecer, la base para una serie de reflexiones cosmológicas, metafísicas y existenciales. Eso explica, tal vez, el trabajo monumental, la enormidad de tiempo, dinero y personal técnico que requirió su factura. 2001 puso en juego un arsenal de efectos asombrosos que jamás se había visto: proyecciones frontales, transparencias, slit scan fotográfico, infinidad de miniaturas y maquetas, rotoscopia, obras de ingeniería tremendas como el formidable decorado apodado "noria centrífuga" (una gran rueda de giro vertical construida ad hoc), y decenas de etcéteras.


La Noria: un decorado giratorio de 12 m de diámetro por 10 de profundidad.
Abajo a la izquierda: un ejemplo de su uso para un efecto "pseudogravitatorio".



(Junto al ya nombrado Doug Trumbull, los otros supervisores de efectos especiales fueron Wally Veevers -veterano del oficio que se había iniciado en el antiguo semiclásico del género Things To Come de 1936, y que venía de colaborar con Kubrick en Dr. Strangelove-, Tom Howard y Con Pederson. Auxiliados por jóvenes asistentes como Brian Johnson -años después supervisor en Alien y Star Wars: The Empire Strikes Back, entre otras-, o Richard Yuricich -futuro compañero de Trumbull para los FX de Close Encounters Of The Third Kind y Blade Runner-, ellos fueron los máximos responsables de que el continuo portento óptico se viese en todo momento natural y creíble. Sin omitir, desde luego, a los directores de fotografía Geoff Unsworth y John Alcott -segunda unidad-).


Arriba: Wally Veevers y Douglas Trumbull -trabajando en el Moonbus-.
Abajo: miniaturas de la nave Discovery One.


La hazaña fundamental de 2001: Odisea Del Espacio consistió, por tanto, en dejar atrás aquel Sci-Fi de los 50 y 60, de tramas elementales y antojadizas, de fantasía ingenua y a veces incongruente o pueril. En elevar su clase B a un nivel A. Lo hizo, ante todo, en virtud de su excelencia técnica, de la cuidada producción, de su escrupuloso diseño y dirección de arte. Acabo de escribir la palabra clave: diseño. Esto es, el arte visual de la película -la confección de escenarios, utilería y vestuario futuristas poderosamente verosímiles- como su primordial razón de ser y justificación de su inapagable ascendencia. 2001 estableció esta primacía del diseño como base formal para un género al que casi refundó por sí sola, casi por ese solo hecho. Pero no se detuvo ahí. Porque además explotó la perfecta conveniencia de dicho diseño, en cuanto dotación artística, a un argumento relativamente parco en acción, que trata sobre la relación entre el animal humano y su inteligencia, una inteligencia que más bien parece llegarle desde una ignota exterioridad. Es lo que viene a representar el famoso monolito (más allá de su connotación totémica -y de otras que trato más adelante-), como mediador del interés y curiosidad del espíritu por las cosas del mundo; como instrumento dador, o, mejor dicho, promotor de entendimiento. En cualquier caso, el desarrollo de la trama sugiere enfáticamente que la inteligencia propiciada por dicho artefacto puede volverse luego, al expandirse, autónoma y artificial, alojarse en entidades, seres y objetos (computadoras, por ejemplo) totalmente distantes a su corporización humana originaria. También, ser eventualmente lanzada al espacio, transportada en monolitos como aquel que primero la trajo al mundo. E independizarse a tal grado que pueda, por su propia cuenta, dialogar y entrar en toda índole de intercambios con otros entes pensantes del universo. La estética de 2001, por su acento en la dirección artística y el diseño, parece hecha a medida para un argumento que imagina el progreso de nuestro intelecto hacia una creciente deshumanización, en un recorrido llamado a eludir, o a exceder, todo sentimentalismo, tensión dramática o conflicto emocional.



 

Llegados aquí, se hacen imperiosas ciertas puntualizaciones relativas a las discrepancias entre la película y la novela homónima, que se publicó el mismo año. El guion de Kubrick y Arthur C. Clarke se basó ante todo en un cuento de Clarke de 1951, llamado El Centinela. Mientras vertían la historia en argumento cinematográfico, los autores decidieron escribir paralelamente una novela de idéntica trama, que incluso pensaron publicar antes de estrenar el film, si bien acabó siendo aplazada por imposición de Kubrick, en el curso de crecientes desavenencias entre los guionistas. (El director venía quitando un diálogo tras otro y exteriorizando una tenaz inclinación a producir una película visual y no verbal). Entonces Clarke continuó por su cuenta el relato escrito, en el que algunas circunstancias oscuras o equívocas que la película dejaba sin aclarar contaron con un desarrollo pormenorizado y recibieron completa elucidación. Gracias al libro averiguamos, pues, que la avanzada civilización de los Firstborn (en la traducción española, Exploradores) deposita en distintos planetas, entre ellos la Tierra, ejemplares de sus monolitos, máquinas pensantes capaces de inducir, registrar y orientar avances en las inteligencias con las que interactúan. Una vez evolucionados en seres totalmente incorpóreos, en inteligencias puras, los Firstborn atraen al capitán Bowman, que llega en su módulo espacial a una luna de Saturno tras haber desactivado a HAL-9000, computadora madre de su expedición, y haber quedado solo. Su cápsula es absorbida por -o a través de- un monolito intergaláctico, que de repente se transmuta, según alcanza a describir el capitán antes de desaparecer, en una cosa "hueca", que "no termina nunca", "llena de estrellas". Conduciéndolo a un sistema estelar desconocido, después de ofrecerle vistas de otras civilizaciones, formas de vida y cápsulas espaciales que siguen rutas distintas a la suya, los Firstborn dejan a Bowman en una especie de lujosa suite de hotel, donde el hombre se queda dormido para luego renacer convertido en un bebé inmortal superinteligente, el Star Child (Hijo de las Estrellas), prometeica regeneración del intelecto humano cuya hazaña inaugural consistirá en detonar una ojiva nuclear que orbita en torno a la Tierra. Confróntese este argumento preciso pero relativamente chato con las indefinidas y más interesantes sugerencias aludidas en el párrafo anterior y se comprenderá por qué, pese a su considerable éxito editorial, la novela no alcanzó la gloria imperecedera de la película. 


Siendo afición común a fans y críticos la de subrayar las diferencias entre libro y filme, sorprende lo poco que se resalta a tal respecto la agónica secuencia que deriva en el nacimiento del Star Child. Mientras que en la novela Clarke pone a dormir a Bowman para simplemente despertarlo más tarde como un nuevo ser, en la película, amén de someter a su protagonista a un declive de duración indeterminada, Kubrick elige desdoblarlo en sujeto y objeto: el propio Bowman se ve a sí mismo recorrer las sucesivas etapas de su decadencia, hasta que por fin, ya reseco y exangüe en su lecho de muerte, se descubre contemplado por el monolito y extiende el brazo hacia él. La sabia decisión de igualar a Bowman, en cuanto observador, con aquellos ignotos entes de inteligencia incorpórea -los Firstborn de la novela que en la pantalla jamás son aludidos-, pero también, especialmente, con el mismo monolito y con el espectador del filme, de escindir su cuerpo de su mirada, denota o augura el presumible destino de su ser y, por extensión, el de su especie; dimensión que nuestro realizador indaga con un vigor y consecuencia faltantes en la novela. 







IV


He mencionado al comienzo algunas deficiencias que atribuyo al cine de Kubrick.  Es en virtud de ellas que valorizo tanto su idea madre para 2001. Su inspiración de proponer la básica insensibilidad, o inhumanidad, de una inteligencia aislada, aun inorgánica, como cosa latente en los entresijos del diseño arquitectónico y artístico, subyacente al recorrido y paso de aparatos e instalaciones. De fijar allí el corazón simbólico del filme, su sentido no explicitado. La preponderancia del diseño supone una voluntad de hacerlo hablar, entregar de sí un comentario visual de la historia cuyo ambiente provee. Hasta cierto punto, toda película habla de lo que muestra mediante el modo en que lo muestra; solo que aquí el carozo de la significación global asoma en el propio movimiento y maquinaria sensorial que atraviesa las distintas secuencias. El acierto que intento definir pasa por ilustrar, o mejor, recrear, mediante la instauración de un ambiente tecnológico impersonal y como foráneo, mediante las premisas mínimas y casi contemplativas de la acción dramática, el mismo desapego y anonimato que una tal entidad puramente pensante insuflaría en la especie destinada a asemejársele. 




Así y todo, 2001 no está libre por completo de momentos y detalles cuestionables. Se caracteriza, especialmente en la primera mitad, por un paso en extremo moroso, una carencia notable de acción y de conflicto, una exhibición ociosa y ornamental de decorados y prodigios técnicos (en efecto, las fortalezas formales de la película engendran la contracara de estas debilidades). La secuencia del Star Gate, aun brillante en concepción y ejecución, aun ennoblecida por la gloriosa Lux Aeterna de Ligeti, acaba por resultar demasiado extensa, máxime si le adicionamos esos tres o cuatro pesados minutos de sobrevuelo, en trávelin aéreo, de terrenos desérticos modificados por un efecto fotográfico de solarizado que ha envejecido realmente mal. Los diálogos de la exigua trama, necesariamente limitados, distan de ser antológicos o siquiera interesantes... 


Pero todo eso, bien mirado, no deja de acomodarse al andar global del film, a su pretendido carácter de "sinfonía visual", a la ambigüedad implícita en la perspectiva de un avance ultrahumano de la inteligencia. La parva acción da pretexto a alardes de virtuosismo como los efectos de "gravedad centrífuga" (alcanzados con ayuda de aquella descomunal y carísima noria). Los diálogos anodinos indican de suyo que las claves interpretativas se esconden en otro lado. El curso parsimonioso y mecánico del drama cuadra impecablemente con la natural ajenidad e indiferencia que acompañarían la postulada evolución del raciocinio, incluso con la disposición especulativa que la percepción de los fenómenos tratados demanda. Nunca como en este film se hallaron tanto en su elemento las habilidades de Kubrick, nunca tuvo un concepto, ambiente y elaboración tan adecuados para mostrar llanamente sus cartas y evitar adentrarse en vericuetos dramáticos y expresivos que le son indóciles. Nunca como en 2001 un director se topó con su tema, con la historia y materia idóneas para optimizar sus modos de hacer creativos disimulando al mismo tiempo sus falencias artísticas. No sé si exista otra película que haya trocado en virtudes los defectos de su realizador como lo hizo 2001.





Para ir concluyendo, dedico unas palabras al consabido monolito, que Kubrick parece haber visualizado como una especie de agujero negro cinematográfico (nueva desemejanza con la novela, que lo describe como de cristal transparente); una concreción de vacío cargada, sin embargo, de energía inmensurable, de potencia indeterminada. Quizá cause extrañeza que hasta hace poco tiempo nadie reparase seriamente en la ostensible semejanza que dicho artefacto guarda con una pantalla rotada a 90º; si bien, por otro lado, se entiende que la similitud no pudiera advertirse con anterioridad a la proliferación de pantallas LED, negras y apaisadas, en los modernos monitores de PC, TV y celulares. ¿Quiso Kubrick representarlo como un espejo vacío, un black mirror, análogo al de la conocida serie televisiva que, justamente, basa su título en la calidad de virtuales espejos atribuible a los monitores omnipresentes en nuestra vida actual? ¿Quiso proponer su monolito como un falso espejo que paradójicamente absorbiese toda imagen sin devolver ninguna, que en el extremo se tragase toda afección humana por el mundo sensible para fomentar aquel desarrollo de una inteligencia pura, aséptica, desligada de cualquier lazo corporal? Lo cierto es que la cara frontal de este emblemático objeto muestra una proporción de 2.2 : 1 (sus medidas son 335 cm x 152 cm), exactamente idéntica a la relación de aspecto que exhibe la pantalla en Cinerama de la película. Como para despejar cualquier duda. 




(Correlativos a esta pantalla negra materializada en el monolito son la profusión de monitores y visores, el semblante de lente fotográfica dado a HAL, sus percepciones subjetivas en ojo de pez, la similitud que portezuelas y corredores de las naves guardan con obturadores, diafragmas y fuelles de cámaras... Como si esos objetos reminiscentes de instrumentos ópticos -de dispositivos auxiliares para la vista-, fueran figuras de alguna transición, de un gradual distanciamiento entre el espíritu y su primitiva raíz sensorial, en la que anidan sus dependencias mundanas).





Kubrick dijo alguna vez que este filme constituía una experiencia "visual, no verbal" que tocaba al espectador en "un nivel más interno de conciencia, como lo hacen la música o la pintura". Palabras que explican la importancia de la música en esta obra: el Ligeti que acompaña la secuencia del monolito en la luna y la del viaje psicodélico de Bowman es contundente en su marca de perplejidad y amenaza; el Danubio Azul adorna las escenas en que aparece con tal gracia y oportunidad que desde el estreno de 2001 volvió a ponerse de moda en el mundo entero... La película toda discurre en un evidente modo (estructura o régimen) musical, que por lo demás realimenta y confirma su intención no propositiva. Conforme suprimía diálogos y conflictos, Kubrick debió de adentrarse en un territorio crecientemente abstracto y de pura forma. Proceso que habrá decantado en el solo y último desafío de retratar esa inteligencia inorgánica, no discreta ni compartimentada, no sujeta a orden "racional" alguno. El exclusivo afán de reflejar la conformación y edificación de ese intelecto invertebrado, que podemos conjeturar más intuitivo y plástico; menos lógico, narrativo o argumentativo. Sobre todo, menos estorbado por demandas viscerales. Pero la gracia peculiar del movimiento hacia una inteligencia así configurada era que la película lo reprodujera en su propio decurso, en su devenir como especie artística, convirtiéndose en un viaje esencialmente perceptivo, despojado de justificaciones argumentales, de lances dramáticos por resolver.

De ahí que la pantalla donde se recrea o escenifica el advenimiento de dicho intelecto replique con tal exactitud las proporciones del monolito que simboliza su origen. 

 



Dejo para el final una pregunta que la película no plantea pero sí admite. La de si deberíamos adjudicar un pleno carácter utópico al estado final de Bowman, a su renacimiento como bebé conformado a imagen y semejanza de los Firstborn, provisto de una inteligencia cuya índole tiene que ser, por fuerza, todo lo que anticipé en los párrafos previos: aislada, aséptica, incorpórea. Un raciocinio despegado del barro mundano, de cualquier apetito o impulso, una pura razón abocada a realimentarse de sus propios circuitos y a complacerse en sí misma, siguiendo unas motivaciones que, mirando desde aquí, desde el lodo y las tripas que todavía conllevamos, cuesta un poco adivinar. Puede aparecer palmario el color optimista, la visión feliz de un espíritu avanzado, sin límites en su saber y comprensión, purificado de toda baja naturaleza. (Corolario expreso en la novela -el Hijo de las Estrellas desmantelando la ojiva nuclear-, no así en el filme). Ahora bien, ¿cómo juzgaría Kubrick la posibilidad un progreso humano en tal dirección? Por lo pronto, a continuación de 2001 acometió una segunda -y última, en rigor- pieza de ciencia ficción, A Clockwork Orange, cuya historia, igualmente futurista, transcurre empero en una muy terrestre Inglaterra y despliega montos exorbitantes de violencia, impulsos crueles y criminalidad caprichosa. Hasta el método terapéutico aplicado a tratar aquellos ímpetus feroces consta de maniobras singularmente brutales. Como si el director se hubiese percatado de los dilemas y espejismos que planteaba aquel futuro idealizado, diáfano y pulcro, que pintara en su odisea espacial. Como si hubiese recordado que los reclamos de nuestro fondo natural no son algo que ninguna inteligencia, presente o venidera, pueda sacudirse con solo proponérselo. 





A modo de coda, una cita del maestro Ridley Scott: 

"En una película debe haber una integración total de todos los elementos, una síntesis completa en manos de un director que está implicado en todo. Incluso en las cuestiones de diseño. Hay momentos de una película en que los elementos del fondo pueden ser tan importantes como el actor que está en primer término, sean esos elementos figuras o paisajes. Porque cada incidente, cada sonido, cada movimiento, cada color, cada decorado, cada actor o elemento de atrezo, forma parte de la orquestación que hace el director con la película. Y, para mí, esa orquestación es la representación. Y la representación lo es todo". 

(Ridley Scott, en The Making of Blade Runner, artículo de Paul M. Sammon en Cinefantastique, Vol. 1, n.º 5 y Vol. 12, n.º 6).









Notas:


[1] "Science fiction is that class of prose narrative treating of a situation that could not arise in the world we know, but which is hypothesised on the basis of some innovation in science or technology, or pseudo-science, whether human or extraterrestrial in origin". (Kingsley Amis. New Maps Of Hell. A Survey Of Science Fiction. Harcourt, Brace & Co., NY, 1960. No hay traducción castellana).


[2] The Day The Earth Stood Still (en México, El Día Que La Tierra Se Detuvo; en España, Ultimátum A La Tierra), dirigida por Robert Wise. Clásico absoluto del género y una de sus cumbres históricas. Su elenco se compuso de estrellas de mediano porte pero sólidamente insertas en la industria del cine: Patricia Neal, Michael Rennie, Sam Jaffe. Klaatu (Rennie) es un extraterrestre humanoide llegado a nuestro mundo con el fin de advertir sobre la amenaza que el desarrollo de armas nucleares supondría para otros planetas y para la Tierra misma, que habría de ser en consecuencia preventivamente destruida por una liga interplanetaria. Asistiéndolo en su misión, un enorme robot de nombre Gort oficia a la vez de guardián y de colaborador técnico. Klaatu halla dificultades para hacer oír su mensaje, los líderes políticos internacionales no se ponen de acuerdo ni siquiera para reunirse a escucharlo, así que prueba suerte convocando a un grupo de más receptivos científicos; al mismo tiempo, procurando llamar la atención de la humanidad, un mediodía interrumpe por un rato el suministro de energía de todas las máquinas del mundo, causando que los vehículos se detengan, las fábricas se paralicen, etcétera. Pero la única reacción que atrae es la persecución policial-militar que no tarda en alcanzarlo y asesinarlo. Entonces su amiga terrestre Helen Benson (Neal), que en vano ha intentado protegerlo, cumple el encargo de ir con Gort a decirle las míticas palabras: Klaatu barada nikto (en seudoesperanto sería algo así como: El camino de Klaatu ha terminado). Gort tendrá que rescatar el cuerpo de Klaatu y resucitarlo dentro de su nave espacial para ponerlo a trabajar de nuevo por la paz universal. Esta fue la única película yanqui de su época en versar sobre invasores extraterrestres que en vez de anhelos destructivos traían al mundo llamamientos a la paz, e inició una minúscula y dispersa tradición de alienígenas no hostiles, que tuvo cultores destacados en Steven Spielberg (Encuentros Cercanos del Tercer Tipo, 1977; E.T., 1982) y, más recientemente, en Denis Villeneuve (Arrival, 2016). (Con paso de comedia pueden apuntarse asimismo el Paul de Greg Mottola -2011- y los robots de la británica The World's End -Una Noche en el fin del Mundo-, que Edgar Wright dirigió en 2013. En tanto, Contact, de Robert Zemeckis en 1997, trata sobre extraterrestres amables, pero no venidos concretamente a la Tierra).


El Día Que Paralizaron La Tierra: Klaatu, Helen y Gort


[3] Me refiero a The Blob (La Masa Devoradora o La Mancha Voraz en países de habla hispana), dirigida por Irvin S. Yeaworth Jr. en 1958. Steve McQueen es el único astro conocido -aunque entonces no lo era tanto: se lo acredita como "Steven"- en esta clase B de autocine, rodada, sin embargo, en color (Deluxe, un derivado del Eastmancolor) y pantalla ancha. Una gelatinosa ameba colorada cae a la Tierra encerrada en un meteorito. Cuando unas personas remueven la piedra, la cosa emerge de ahí para entrar a deglutir gente. Este ser, que gana tamaño con cada cuerpo que engulle, es indestructible, inmune a todo. Excepto al frío extremo. De modo que las autoridades lo neutralizan congelándolo (como se neutralizaba a los malditos rojos de las artes y espectáculos congelándolos en listas negras) y lo envían, dentro de un bloque de hielo, a (un exilio en) cierta isla del Ártico de la que nunca pueda regresar. Créase o no, The Blob ha sido editada en formato digital por Criterion Collection. Es de suponer que su argumento bizarro, sus trucos berretas y sus matices humorísticos y paródicos, en su mayoría involuntarios, harán de ella una divertida extravagancia retro.


[4] The Thing From Another World (El Enigma de Otro Mundo o La Cosa), una clase B producida y semidirigida por Howard Hawks en 1951, inauguró de hecho el subtipo del extraterrestre invasor. Tal como lo haría más tarde La Invasión de los Ladrones de Cuerpos, relataba los estragos que provocaba en la Tierra un organismo alienígena de origen vegetal, y encubría con pareja ineficacia su vocación anticomunista y macartista. Curiosamente, The Thing no aprovechaba el carácter peculiar que la novela en que se basó daba a su villano interestelar, a saber, la facultad de mimetizarse en cualquier forma de vida terrena con la que hiciera contacto -rasgo que sí se confirió, en cambio, a las grandes vainas de La Invasión de los Ladrones de Cuerpos-. Llama la atención que idea tan potencialmente grata al macartismo, la del enemigo en persona camuflado bajo un rostro familiar e inofensivo, fuese rebajada a la mera portación de un virus insidioso y letal. Como muestra del interés que esta clase de material suscitaba en la audiencia de entonces, The Thing fue la cinta más taquillera de su tipo durante el año 1951, pero apenas alcanzó el puesto 46 de la lista general. Décadas después, en 1982, este extraño film devenido de culto conocería una remake muy superior, en calidad y fidelidad a la novela original, a cargo de John Carpenter.


[5] Por ejemplo, Cuando Los Mundos Chocan (When Worlds Collide -Rudolph Maté, 1951-) o La Guerra De Los Mundos (Byron Haskin, 1953), dos superproducciones en Technicolor de George Pal, consecutivas a su primigenia Destination Moon. La primera, basada en la novela homónima de Edwin Balmer y Philip Wylie, mezcló Sci-Fi con disaster -lo que en español solemos llamar cine catástrofe-, al plantear el choque de una estrella intergaláctica con nuestro planeta; su guion derrochaba inconsistencias pero sus efectos le valieron un Oscar honorario, aunque no el favor de la taquilla. Adaptando la celebérrima novela de H. G. Wells, la segunda cultivó fervientemente el modo invasor, con francas alusiones a la Guerra Fría. Al igual que su antecesora, obtuvo un Oscar por sus efectos visuales. A diferencia de su antecesora, fue el mayor éxito de su género en el 53. 


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