Scorsese y la tensión moral: Killers Of The Flower Moon




Quién sabe si Killers Of The Flower Moon será la última escala en la carrera de Martin Scorsese, que hoy, justamente, está cumpliendo 81 noviembres. Lo seguro es que representa una relativa rareza en su filmografía, por el ambiente pueblerino y hasta campestre (apenas visitado en trabajos anteriores); por la puesta "monumental", de superproducción -a un costo de 200 millones de dólares, pujando con The Irishman como su película más cara-; por una temática con aspectos infrecuentes en su obra; por un argumento basado en sucesos estrictamente reales, algo que tampoco abunda en los antecedentes del director. Hace siglo y pico, las tierras de los indios Osage, confinados por décadas a una reserva en Oklahoma que se había creído yerma e inhóspita, se revelaron ricas en petróleo. Los Osage se volvieron entonces opulentos terratenientes, entraron a adquirir gustos y veleidades de blancos. Y los blancos empezaron a acercarse a ellos, a trabajar con ellos y para ellos. Hasta que se desató una serie de muertes inexplicables y sospechosas en el seno de esta comunidad; crímenes, algunos comprobados y otros presumibles, que nadie se molestó en investigar y que dieron lugar a un estado de cosas que llegó a conocerse con el nombre de "Reinado del Terror".


La película se estrenó en los cines hace menos de un mes y tal vez haya quienes aguarden a verla vía streaming, por lo que, aun sin contarme entre los fetichistas del spoiling, trataré de no anticipar demasiado sobre su argumento, desarrollo dramático y despliegue técnico. Pero no puedo omitir una referencia a la atmósfera árida, como de foto vieja, que domina buena parte de las escenas, ni a la atinada oscilación entre fuertes contrastes, sobre todo en las caras, para sugerir doble intención o inseguridad moral, y luces más parejas, uniformes, en los rostros "inocentes". Mérito del iluminador mexicano Rodrigo Prieto (inamovible desde Wolf Of Wall Street), que invariablemente pone la luz y el color que cada secuencia pide, siempre buscando realzar el factor dramático y siempre consiguiéndolo. Una de las mejores fotografías que hemos visto en bastante tiempo.




Otra virtud, clásica ya en Scorsese, tiene que ver con el manejo del espacio, con la aptitud de su cámara para instalar, seguir o abandonar a los personajes en su ambiente, haciendo visibles los modos típicos en que cada figura interactúa con su entorno. Es uno de los pocos directores que, en vez de meramente recorrer o atravesar el espacio con sus trávelin, lo crean, lo van cargando de sentido y de gravitación, lo erigen en componente indispensable de la escena. Quienes adoran esa marca del maestro tendrán en este filme más de una ocasión de regocijo.


En cuanto a la trama, lo que "adelantaré" no es nada que no circule desde hace semanas por la web. De lo que trata en esencia Killers Of The Flower Moon es de la rectificación incompleta o fallida de Ernest Burkhart (DiCaprio, solvente -la mayor parte del tiempo- en un papel bastante difícil de interpretar) en lo concerniente a sus lealtades y afectos. Me limitaré a decir que, movido por sórdidos intereses económicos, condimentados de un no menos sórdido y explícito racismo, el tío de Ernest, William Hale (De Niro haciendo su clásico De Niro que por alguna razón siempre funciona), perjudica gravemente a la familia Osage de Mollie (encarnada por Lily Gladstone, octava maravilla del séptimo arte), esposa del propio Ernest. El tío Bill cuenta para eso con una no precisamente inadvertida complicidad de su sobrino. En esa compleja constelación familiar, la mezcla de inmoralidad y sumisión imbécil de Ernest al encubrir o facilitar la comisión de crímenes contra buena parte de su familia política, lo hacen fácilmente antipático a nuestros ojos, si bien lo redime -solo un poco- la evidente devoción que depara a su esposa. Hasta que su estupidez invade también ese territorio y entonces se vuelve obligada una reacción abierta contra su tío y otros de los suyos. Reacción tardía y, como anticipé, flaca e insuficiente. 






Por supuesto, tres horas y veinte de película no se agotan en estas pocas líneas, pero tales son los trazos básicos. Hablando de no espoilear, debo dejar sentado que, apartándose de la novela que lo inspiró (Killers of the Flower Moon: The Osage Murders and the Birth of the FBI, de David Grann), el guion del film no avanza como una historia detectivesca. Casi desde un principio sabemos quiénes son los asesinos y por qué. Eso sin duda se debe a que Scorsese quiere poner el acento en otro lado.


Como en otras películas de su madurez, Scorsese indaga aquí cierta oscura fluctuación moral, de desgarro entre la "obediencia debida" a fidelidades familiares y amistosas, a favorecedores de toda una vida, y un disruptivo sentido del bien y de lo justo, animado a su vez por el amor conyugal y paternal. El seguir adelante con un programa criminal contra toda aprensión o remordimiento, como si una inercia de las circunstancias impidiera correrse de la mugre y obligara incluso a hacerse el distraído, el tonto, a oponer quizá una mínima resistencia en la forma del error o de la torpeza (porque Ernest cumple puntualmente lo que le mandan, pero tiende a incurrir en descuidos u omisiones que acaban por entorpecer los planes). El cariño a todas luces genuino que Ernest desarrolla por su esposa pone el condimento anímico decisivo a la repentina crisis moral de un tipo que hasta entonces no exteriorizaba escrúpulo alguno. La cuestión para nosotros pasa por tratar de entender cómo puede Ernest conversar distraídamente con la hermana y cuñado de Mollie, por ejemplo, a sabiendas de que existe un plan en curso para matarlos de un momento a otro. O cómo luego, perpetrado ya el crimen de una manera excesiva y horrenda (la voladura de la casa), Ernest puede recorrer la escena con genuino espanto en el semblante, pero aun así persistir apegado a los designios asesinos de los que se ha hecho parte. El director juega a mantener, y a tensar, nuestra incertidumbre en cuanto al peso relativo del amor y de la codicia en el vínculo de Ernest con Mollie; una codicia coloreada, como dije, de subordinación a la voz rectora del tío Bill. Esa tensión se incrementa con la creciente conciencia de los costos involucrados en las respectivas opciones. La culminación llega cuando Ernest mezcla en su trago la mitad de la ampolla con que ha venido envenenando la medicina de su esposa -por indicación del tío Bill- y se la bebe, a modo de autoflagelación.






Debió ser allá por fines de los años ochenta que Scorsese entró a explorar, no continuamente quizá, pero sí con bastante frecuencia, este tema, que llamaré el de la irresolución o indeterminación moral, el desgarramiento entre opuestas tendencias espirituales y éticas. A indagar el conflicto interno al individuo y, sobre todo, a estudiar modos de expresarlo en pantalla. Es tópico el recurso, narrativo y dramático en general, de desdoblar mociones anímicas o afectivas antagónicas y adjudicarlas a personajes distintos y enfrentados; entonces, el conflicto deja de ser interno al alma de un personaje para escenificarse como una lucha entre dos enemigos con sus respectivos caracteres e intereses. Pero Scorsese, como dije, empezó un buen día a trabajar esta idea de personajes menos delineados por un propósito que por el conflicto entre afanes encontrados e incompatibles. Y buscó depositar esa turbulencia en los silencios, en gestos suspendidos o indefinidos, en actos erróneos o malogrados, aun en los contraplanos -como reflejos de esa pugna proyectados sobre el entorno y los prójimos- o en ciertos huecos narrativos. A veces la primacía de la acción le impidió ahondar un poco más en este aspecto de sus personajes (Bill "The Butcher" Cutting en Pandillas de Nueva York); otras veces pudo desplegarlo mejor (Colin en Los Infiltrados). A veces tuvo que confinarlo a momentos específicos de la fábula, en especial a la hora de las traiciones y delaciones (Buenos Muchachos, El Lobo de Wall Street). Como sea, a partir de La Última Tentación de Cristo, diría yo, se instaló para siempre, en más o en menos, esta atención a la fractura interior causada por anhelos o mandamientos en conflicto. 

(El tema admitió variaciones y diversificaciones: en Silence, por ejemplo, el jesuita Rodrigues se debate en punto a abjurar de su fe cristiana, siguiendo el ejemplo de su propio mentor, para evitar la prisión y tortura de otros conversos en el Japón hostil del siglo XVII; cuando por fin lo hace, como medio de recuperar su libertad y salvar a los otros, el acto resulta a la vez una forma extrema de caridad cristiana y un testimonio, que se confirmará posteriormente, de que en su interior jamás apostató).  




Por el contrario, es llamativo lo poco que se ve esta cualidad en los filmes anteriores: el Travis de Taxi Driver, Rupert Pupkin en El Rey de la Comedia, Jimmy Doyle en New York, New York, incluso el más errático Jake LaMotta en Toro Salvaje, son personajes dominados por un designio preciso, concreto, o bien, en cualquier caso, personajes que llegan a adquirir y abrazar tal designio con la más férrea convicción (lo que sería el caso del tío Bill Hale en Killers...). Las obras de Scorsese de los setenta y primeros ochenta son acerca de personas que alcanzan o consolidan una determinación granítica, inamovible e irrevocable, que rige sus acciones. No por nada la mayoría de sus protagonistas bordean la psicopatía -o derechamente se zambullen en ella-. Ni los criminales de poca monta de Boxcar Bertha o de Mean Streets faltan a esta regla. En cuanto a la Alicia que ya no vive aquí, su misma condición trashumante, originada en la dificultad y los peligros de ser madre soltera en una sociedad tan violenta y abusiva, justifica por sí sola sus actos y desplazamientos: ella opta por esa vida en defensa propia, no hay ninguna hesitación en eso. 


Clásicos de Scorsese: Taxi Driver, Raging Bull, King Of Comedy, New York New York.
El inapagable don de contarte la película entera en un solo encuadre
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A diferencia de aquellos viejos filmes que exhibían personajes movidos por una determinación a toda prueba, varias obras recientes de Scorsese (desde los noventa en adelante) abundan, reitero, en protagonistas signados por la indeterminación, personajes que se vuelven cada vez más desdibujados e indecisos en cuanto a sus fines. Lo cual no les impide ser duros, crueles o violentos, matar sin contemplaciones o afrontar peligros. Sus titubeos no pasan por ahí, sino por el sentido de lo que hacen, de la vida que llevan; por esa pregunta ya instalada desde Taxi Driver: en qué te convierten las cosas que hacés, el trabajo que tomaste, las vías que elegiste seguir. Qué resulta de todo eso para tu propia integridad o constitución subjetiva.


Y así como las películas de los setenta reflejaban sin tapujos la violencia, abuso e injusticia que atravesaban las relaciones sociales incidiendo en la misma edificación del carácter individual -de ahí la recurrente psicopatía de los personajes-, las posteriores han realzado los atolladeros morales a que aquellas determinaciones empujan al individuo, y, consecuentemente, la previsible invalidez y anonadamiento de cualquier disidencia frente a la implacable inercia de las cosas.


Killers Of The Flower Moon roza el límite de esa tensión ética. Si de veras será la última película de Scorsese, parece pues que el hombre ha querido legarnos, como regalo de despedida, al "personaje más inmoral atormentado por conflictos morales" de todos los que ha urdido en su carrera. Malo, insensible, aprovechador, pero también influenciable, pueril, abyecto, pusilánime, el "héroe" de este largometraje no parece bendecido por ninguna virtud. Lo único que puede salvarlo es su amor, sus buenos sentimientos para con su esposa y sus hijos. Pero al final ni eso tendrá la fuerza suficiente para rescatarlo de sus miserias. Es interesante esa idea de una parcela separada, aislada, de bondad y decencia, que el protagonista intenta en vano resguardar y que poco a poco va siendo invadida, contaminada, por la ruina imperante en el resto de su universo. 




El director despliega con absoluta inteligencia y maestría el progresivo hundimiento, así como la ansiedad y opresión asociadas a él, subrayando la básica imposibilidad de encaminar la duplicidad moral de Ernest hacia cualquier salida redentora; evidenciando que la sola captura en esa vacilación es de suyo condenatoria. Tan certero manejo de este conflicto intrapersonal se logra, todo hay que decirlo, a costa de algún desorden en la narración, de algunos elementos mal justificados, de saltos y abandonos diegéticos o de digresiones poco procedentes. No es nada grave, la historia se comprende y su concentración dramática no se resiente por esos ligeros deslices, pero puede que de ellos proceda la sensación (y la consiguiente queja de los detractores) de que la película se hace un poco larga, de que unos cuantos eventos de la trama pudieron haberse suprimido o compendiado, mientras que otros se habrían beneficiado de un mayor desarrollo; lejos de aparecer como complementarios al núcleo dramático-argumental, varios lances se ven como carentes de peso o de relevancia en relación con la historia principal. Insisto, no es que sea un problema; además, converge con una tendencia general de nuestra época a cierta dispersión narrativa en beneficio de un énfasis sobre lo expresivo y sentimental. 


A tal respecto, una peculiaridad muy notable en el reciente Scorsese ha sido la crudeza e irrenunciable vocación trágica de sus relatos. Como en buena medida sucedía a sus filmes de los setenta, Killers... no da respiro en cuanto al tono afectivo. No hay uno solo de aquellos matices de humor negro que atenuaban el núcleo sombrío en filmes como Casino o Goodfellas y los revestía, mediante esa relativa banalización, de una gracia siniestra que los hacía más ligeros y "digeribles". En las últimas películas, y particularmente en la que nos ocupa, todo es grave, duro, desolado, como en Taxi Driver, Alicia Ya No Vive Aquí o Toro Salvaje.




Junto con la duración, los objetores han protestado también esta especie de homogeneidad, uniformidad o, si se prefiere la connotación negativa, monotonía dramática. 


Otro objeto de polémica es el abrupto final, por su corte directo a un epílogo en la cual se narran las secuelas de toda la historia bajo la especie de una presentación radiofónica, ante un auditorio, con locutores hablando a un micrófono y contando qué sucedió a cada partícipe. El principal de tales narradores es el mismo Martin Scorsese. Personalmente, me pareció bien: son los presentadores blancos de la radio, no los indios Osage, quienes cuentan estos hechos, así como el escritor blanco David Grann los investigó y publicó en primer lugar (enfatizando de ellos su efecto en el nacimiento del FBI). Scorsese juega con la ironía de que la "justicia" que se ha hecho a los Osage siga privándolos de su propia voz: su intervención concluye insistiendo en el silencio que nunca dejó de rodear esos asesinatos. Además, usarlos como base para una especie de "crónica radioteatral" abre algunas cuestiones, incitantes desde un punto de vista estético-teórico, sobre la transfiguración de una lacerante realidad en fábula de entretenimiento... Así y todo, por lo que he leído, este giro argumental parece haber disgustado a unos cuantos.


Me da la impresión de que los rezongos provienen de gentes que no frecuentan el cine del maestro. Sus admiradores, en cambio, después de tantos placeres que nos ha regalado, le perdonaríamos incluso la improbabilísima eventualidad de que hiciera una mala película. Circunstancia que con toda seguridad no ha estado siquiera cerca de verificarse aquí.





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