Elogio de Columbo




Vuelvo, porque soy hombre de aficiones férreas, sobre uno de mis temas favoritos: el relato policial. Esta vez será para hablar sobre un personaje que acaso no haya recibido el debido reconocimiento por su portentoso y duradero influjo sobre la evolución del género, en su caso aplicado a la televisión.


En entradas precedentes he comentado las diferencias entre el policial detectivesco clásico, o "de misterio", creado por Edgar Poe en 1841, y el hard-boiled, luego noir, introducido por Dashiell Hammett y otros maestros desde finales de los años 1920. A ese fin me han sido útiles numerosos conceptos del enjundioso examen que Ricardo Piglia hizo de ambos estilos en el prólogo a la colección Cuentos de La Serie Negra publicada en Buenos Aires por el Centro Editor de América Latina en 1979.


A riesgo de sobreabundar, quisiera retraer algunas de las oposiciones básicas que Piglia propone para justificar su distinción entre esas dos vertientes esenciales del policial. 

En el policial clásico, de "enigma", el crimen aparece como simple reto para la inteligencia, carente de motivación social visible, como un puro juego racional, lógico y deductivo, sujeto a una fibra que pudiera llamarse "ajedrecística", por ser ante todo -me inspira aquí Ferdinand De Saussure- susceptible de un abordaje transversal: como quien con solo mirar la disposición de las piezas en el tablero puede inferir el estado de la partida y hacerse cierta idea de su desarrollo, el detective, observador perito e imparcial, aborda una escena criminal cristalizada, ya inmutable y de fácil escrutinio, para que su inspección apunte a "reconstruir" los movimientos que instauraron el escenario presente. Este detective, tal como originariamente lo concibiera Poe, es en esencia aficionado -a la lógica, al raciocinio-, por lo cual sus sucesores, bien que profesionalizados, seguirán no obstante manteniendo la impronta "ingeniosa y artificial", al decir de Borges, que distingue su modo de obrar: habrá "especialistas" Holmes o Poirots, pero permanecerán supeditados a esa misma vocación de análisis casi lúdico, pesquisando indicios, eludiendo las pistas falsas y las figuras distractoras plantadas por criminales sutiles, refinados, que han tramado sus asesinatos con todo cuidado, con un espíritu casi deportivo, y lo han hecho por móviles "aristocráticos": prestigio, despecho, desafío intelectual. El horizonte que este héroe persigue es el descubrimiento, el develamiento del crimen -y solo secundariamente, digo yo, de su autor-, mediante una deducción animada por un espíritu que no sería exagerado calificar de lógico-matemático.

De otro lado, el policial tardíamente apodado negro se aparta sensiblemente de estos parámetros para plantear un modelo de relato completamente diverso. Sus crímenes son causados por dinero, codicia, tentación, celos... Pero sobre todo dinero. Su mundo dista mucho del ambiente seminobiliario que tanto abunda en la otra variante: aquí campean gentes de mal vivir, corrupción, negocios turbios, abusos, traiciones y trampas, una violencia seca y brutal. El detective -ya indefectiblemente profesional, que trabaja por un salario y se ha fogueado en los gajes del oficio- emprende aquí un ejercicio más empírico que racional, de investigación "de campo", en un eje longitudinal donde su propia acción como investigador genera continuos cambios sobre el escenario examinado: nuevos indicios y con suma frecuencia nuevos crímenes. La tarea propiamente analítica de este detective no remonta por lo común un vuelo muy alto, dado que los crímenes que enfrenta tienden a ser más bien apurados, improvisados, faltos por entero de la meticulosa planificación que distinguía a los que acometían Dupin o Holmes. Las tapaderas y ocultación de huellas son toscas, torpes, las maniobras delictivas son brutales, lo que cuadra con su ambiente general de marginación: son asesinatos propios de "bajos fondos".



Arthur Conan Doyle y Dashiell Hammett, maestros de estilos disímiles


Pero hay un punto de contraste formal que Piglia señala y sitúa en el centro de estas diferencias. Se trata del manejo de la evidencia. Mientras que el detective clásico descubre o revela quién ha sido el culpable (recolectando los indicios, recompone el camino que condujo al asesinato de un modo contundente e incontestable), el detective negro se resigna en cambio al mucho más largo y arduo procedimiento de la producción de prueba: él debe no solo reunir y clasificar la evidencia, sino también facilitarla, propiciarla, aun regenerarla si se ha perdido; acumular elementos de sospecha para fundar la acusación. Pronto retomaré esto.


Lo llamativo de esta dicotomía tipológica es que, sin perjuicio de algún que otro matiz, se mantuvo incólume a lo largo de décadas, y los dos estilos de policial siguieron sus respectivos cursos casi sin chocar el uno con el otro (Tzvetan Todorov nos provee una somera reseña de la evolución intrínseca de cada cual en su Typologie du Roman Policier -Tipología de la Novela Policial-, primer estudio de Poétique de la Prose -Poética de la Prosa, Éditions du Seuil, 1971-1978-).


Esa circunstancia tampoco fue alterada con el pasaje de ambos subgéneros al cine, primero, y a la televisión, después.


Quien observe las películas y series policiales de los últimos años sesenta, advertirá un movimiento interesante en las preferencias del público, o de los estudios. Mientras que en la gran pantalla languidecen, o más bien han desaparecido, las películas de detectives holmesianos, para abrir paso al género llamado exploitation (y entre la comunidad africano norteamericana, su pariente el blaxploitation) en la TV, siempre un tanto rezagada con respecto al cine, los policiales de estilo clásico mantienen su presencia hasta cierto punto, según su antiguo formato largamente sedimentado; desde Perry Mason -que venía de los años cincuenta y era abogado- hasta Ironside -un expolicía que ha quedado lisiado y pasa a trabajar como "asesor"-, ambos protagonizados sucesivamente por Raymond Burr. La década trae empero alguna innovación: Los Vengadores matizan su trabajo con humor surrealista y aventuras inverosímiles, psicodélicas; El Santo se desliza al romance ligero y a lances movidos, desatendiendo en el camino las virtudes propiamente investigativas... Por su parte, el sesgo negro desembarca en la TV a través del relato llamado "de acción", prefigurado desde la década previa por Los Intocables y cultivado a fines de los 60 y comienzos de los 70 por infinidad de otras series: Mannix (un detective privado, "playboy" californiano émulo de El Santo, pero con mayor carga de tiros y persecuciones), Kojak, Baretta, Las Calles de San Francisco (las tres últimas protagonizadas por policías y donde las tareas de investigación resultan opacadas por los lances violentos).


Series detectivescas de los 60: Ironside, Los Vengadores, El Santo.


Esos productos sostienen sin fisuras la separación entre las dos clases de investigador: el policía o detective "profesional", que arriesga el cuerpo en su trabajo, cuyas dotes de investigador jamás son puestas en duda pero raramente son puestas a prueba, porque lo fundamental de su faena es la persecución y el encarcelamiento de criminales con los que ante todo debe luchar; y, de otro lado, el "analista", que por lo general es abogado, detective privado, pero nunca policía activo -cf. Ironside-, trazado según el molde dupiniano y que por obvias razones no se trenza a golpes o a tiros con los criminales.



Series de acción: Mannix, Baretta, Calles de San Francisco, Kojak.



Entonces, aparece Columbo. 


Una serie policial que, sin llegar a ser por entero identificable como "híbrida" entre los dos estilos básicos de relato policial (por ser su héroe, a fin de cuentas, principalmente un detective de impronta holmesiana), combina, con todo, numerosos componentes, a veces incluso contradictorios, de ambos tipos. 


Veamos hasta qué punto Columbo aúna rasgos significativos de los dos universos detectivescos. Es un trabajador de pinta ordinaria, no especialmente pudiente -maneja un viejo, desvencijado Peugeot 403 modelo 59 que se le avería de continuo-, rasgos de afinidad con el héroe negro. En tanto, su carácter es calmoso y no violento (no usa arma de fuego, por ejemplo, cifra todo su poder en su placa) y su estilo es altamente deductivo, como sabemos, al modo del viejo Holmes. Columbo llega a un crimen muy bien urdido, de tintes enigmáticos "clásicos", ya perpetrado; pero buena parte del ambiente general que afronta y del movimiento ulterior de la investigación evoca rasgos de novela negra: por ejemplo, el móvil de los asesinatos es casi siempre el dinero, algo inconcebible en el relato de misterio tradicional [*], y el abordaje del detective tiende a ser, siguiendo los ejes planteados más arriba, una mezcla de transversal y longitudinal (su intervención suele forzar al asesino a un segundo homicidio que encubra el primero o distraiga de él: Murder By The Book en la temporada 1, Double Exposure en la temporada 3). 

[*] En la novela policial inglesa "los crímenes tienden a ser gratuitos porque la gratuidad del móvil fortalece la complejidad del enigma (...) en esos relatos se trabaja con el esquema de que a mayor motivación menos misterio. El que tiene razones para cometer un crimen no debe ser nunca el asesino: la retórica del género nos ha enseñado que el sospechoso, al que todos acusan, es siempre inocente. Hay una irrisión de la determinación que responde a las reglas mismas del género. El detective nunca se pregunta por qué, sino cómo se comete un crimen" (Piglia, op. cit. La cursiva es mía).


Any Old Port In A Storm (octubre de 1973), con Donald Pleasance



Ahora bien, es la sorprendente inversión formal por la que conocemos al criminal desde el inicio de la trama -caso único [*] en la historia del relato policial- lo que nos da el punto distintivo de su lógica: la producción de prueba. He aquí su elemento "incongruente" y negro, ausente por completo del género de "misterio" que en tantos otros respectos Columbo cultiva o imita. Es su diferencia primaria con Dupin, Holmes, Poirot, Wolfe, Vance, Queen, el padre Brown, a los que tanto se asemeja su modus detectivesco -incluyendo la ocasional teatralidad del develamiento, la puesta en escena, a veces, del momento en que expone al criminal frente a testigos-. Columbo no nos descubre nada, pues ya hemos visto el crimen, conocemos sobradamente al homicida. Pero hay un detalle que lo distingue: siempre acierta desde el principio en su asesino o asesina, a quien empieza a asediar en su singular estilo. Entonces, nuestro interés se desplaza desde la averiguación de quién es el culpable hacia los medios por los que el detective probará esa culpabilidad

[*] Explico el adjetivo "único": la lógica narrativa del "misterio invertido", por la que sabemos quién lo hizo desde el comienzo pero ignoramos cómo se le atrapará (el paso del "whodunit" al "howcatchem") no fue inventada por los creadores de Columbo, Richard Levinson y William Link: reconocía diversos antecedentes, pero todos ellos ejemplos puntuales y aislados, que nunca se habían constituido en el esquema regular de las historias detectivescas relativas a un héroe particular. Nunca llegaron a ser tópico o leitmotiv del relato policial de ningún detective específico hasta que llegó Columbo. Con anterioridad no eran sino rarezas, excepciones, desviaciones estilísticas: no el plan argumental privativo e inconfundible del personaje y de sus narraciones.



Hay algo esencial que determina en alto grado, creo, el encanto peculiar, irresistible, del personaje. Es precisamente lo que llamé su estilo. Su estilo calmoso, deductivo, su actitud de detective dupiniano a veces tan incongruente con el terreno que recorre, con los criminales que acosa, con la sociedad en que se mueve. Es cierto que los crímenes que él investiga no se ajustan al molde de la novela negra; siguen el patrón de la sutileza, del plan minucioso; se producen en ambientes aristocráticos o de burguesía acomodada; no hay tipos plebeyos, literales malvivientes, entre sus asesinos: más bien se trata de prósperos empresarios o profesionales, ricos herederos, gentes de buen pasar. Lo cual no les impide llegar al crimen por ambición o codicia (la motivación económica, un elemento impropio del policial clásico pero indefectible en el noir, es constante aquí, como he dicho). Pero así y todo. La seducción del popular teniente se funda ante todo en su rareza, que no pasa solo por su mala traza, su gabardina arrugada, sus zapatos polvorientos, su cigarro barato -señas que cuadran al investigador privado empobrecido-; su facha desaliñada de detective hard boiled, poco habituado al trabajo intelectual, venida a alentar vanas esperanzas en el burgués culto que ha planeado su crimen puntillosamente. Mediante esos toques escénicos y de vestuario, llamados en cierta forma a disimular, a embozar su raigambre dupiniana, Columbo redobla la intrínseca extrañeza de personificar una especie de anacronismo en esa sociedad precisamente creadora y heredera del género policial que medio siglo antes abjuró de los detectives como él...




Piloto: Ransom For A Dead Man (marzo de 1971), con Lee Grant



He escrito sobre el dinero como el móvil fundamental -si bien no excluyente- de los crímenes que Columbo esclarece. Es logro mayúsculo de la serie el haber podido apartarse tan netamente de la tradición de la novela detectivesca convencional en este punto. Se lo permitió, desde luego, el desplazamiento del "misterio policial" del whodunit al howcatchem. Al no tener los guionistas de Columbo la preocupación de ir soltando indicios que apunten en dirección al culpable, ni de proponer falsos sospechosos para alimentar el enigma, quedan libres de dar a sus crímenes la motivación más usual, razonable y verosímil, haciendo de paso más creíbles las tramas: después de todo, aun entre aristócratas y rozagantes burgueses, siempre el mejor motivo para un asesinato será el dinero... Lo que abre además una discusión accesoria en lo concerniente a la oposición que plantea Piglia: Columbo trae historias de enigma policial que "no subliman las relaciones sociales", en las que, más que nunca, "no hay en el fondo nada que descubrir", y donde las determinaciones socioeconómicas no quedan encubiertas de ninguna manera, aunque sí, en cierta forma, idealizadas, o estilizadas, por efecto de su universalización. Los asesinos ricachones son metódicos, flemáticos, sagaces: no son desesperados que matan en un arrebato, ni obviamente por imperio de necesidad alguna; sin embargo, sus móviles son en esencia los mismos que en el otro caso. Columbo recupera para la policial de estirpe clásica al dinero -ausente sistemáticamente en ella y omnipresente, por el contrario, en la novela negra- como causa dominante. Y al testimoniar que su determinación rige por igual a todos los estratos sociales y guía las razones y conductas de todos ellos,  lo eleva a signo inequívoco de las estructuras sociopolíticas que subyacen al crimen.


Desde luego, Columbo no se aparta de la divisoria de aguas moral que el policial negro establece en torno al dinero, tal como el Philip Marlowe que rehusaba venderse a aquellos 15 mil dólares en The Big Sleep... El detective negro puede ser despiadado y brutal, decía Piglia, pero se mantendrá incorruptible en ese rubro, en ese hueso de decencia; imperativo ético que vale como reflejo negativo de la importancia decisiva que los crímenes por dinero cobran en este subtipo de novela policial. Al abrigo de su posición, nuestro hombre elude el problema por ambos flancos. El dinero es el móvil casi exclusivo de los asesinatos que él resuelve, pero él es difícil o imposible de tentar, por su condición de funcionario público. En cuanto a su carácter incorruptible, queda fuera de toda disputa, solo que no tiene que hacerlo explícito dado que nadie osa tratar de corromperlo. Muy ilustrativo a este respecto es el jocoso epílogo de Ransom For A Dead Man (Rescate Para Un Hombre Muerto): atrapada ya la asesina, Columbo queda solo, sentado a la mesa de un bar en el aeropuerto. Tiene consigo un maletín con la evidencia del delito: 100 mil dólares de un fallido soborno. La camarera acude con la cuenta de su orden: $1.10. El teniente rebusca billetes en todos sus bolsillos, pero no los encuentra. Pregunta si puede firmar la cuenta para pagarla después, muestra su placa para acreditar fiabilidad. La camarera opina que no habrá problema. Todo ese tiempo ha permanecido sobre la mesa, abierto e intacto, el maletín con los cien mil dólares a la vista...



Death Lends A Hand (octubre de 1971), con Ray Milland y Robert Culp



Cuando, unos párrafos arriba, aludí al estado de las series y películas policiales en los días de Columbo, tenía en la mira una noción que encuentro fundamental para entender el valor y trascendencia de este personaje; me refiero a la viabilidad que Columbo confiere al detective policial. Recapitulemos: observando las series policiales que la precedieron y aún sus contemporáneas, notaremos que el detective policíaco -o sea, un detective de herencia dupiniana, analista deductivo de indicios y pruebas, pero encarnado en un policía-, personaje que se volvería común en décadas posteriores, no abundaba, ni mucho menos, en su época: todos los policías del cine y de la TV eran, insisto, de "acción". Si en el cine primaban los relatos de exploitation (que "explotaban" fáciles recursos al sexo y la violencia), donde los policías, lejos de ocuparse en atar cabos y pistas, andaban a las patadas y a los tiros con gánsteres de los barrios bajos, la TV entregaba de su parte una versión abaratada, levemente atenuada de lo mismo, en las series ya referidas: Kojak, Las Calles de San Francisco y demás. El fuerte de cuyos héroes no era el trabajo detectivesco propiamente dicho, dado que a lo sumo extraían, de cuando en cuando, conclusiones sencillas de indicios bastante simples y claros: los delincuentes no planeaban ni encubrían sus crímenes con ningún grado estimable de eficacia, y la trama hacía pie indefectiblemente en persecuciones y enfrentamientos.


Con lo antedicho pretendo indicar que en tiempos de Columbo ningún policía era jamás un detective deductivo y analítico, pues aquellos héroes de policiales que no animaban las historias de acción dura o hard boiled seguían atados al clisé del "mal detective", el policía torpe y mal preparado para la inteligencia que la resolución de los casos exigía. Lo que abría las puertas al reingreso del aficionado, un escritor de novelas criminales, abogado, lo que fuera... con tal que no fuera policía. Todavía en los años de auge de Columbo, la tele seguía probando suerte con esta clase de detectives. Uno de tantos ejemplos fue Ellery Queen, una serie de 1976 con Jim Hutton y David Wayne, basada en el famoso personaje literario: Ellery es un autor de novelas policiales que ayuda a su padre, inspector de la policía de Nueva York, a desentrañar complejos asesinatos que este buen hombre, por las limitaciones que le impone la rigidez de su oficio, no puede tramitar por sí solo. Este intento de revivir en la tele a un detective añejo no concitó lo que se dice un gran interés del público y la serie fue cancelada al cabo de solo dos temporadas. Pero, por otro lado, no es improbable que el triunfo de Columbo como inusitado policía profesional de linaje holmesiano coadyuvase al éxito mundial del filme británico Murder On The Orient Express, basado en la novela homónima de Agatha Christie (1934), que Sidney Lumet dirigió en 1974 con Albert Finney en el papel de Hércules Poirot. Comoquiera, allende el contrapuesto favor de los espectadores, tanto Ellery Queen como Poirot difieren por igual de nuestro héroe en el hecho de que dilucidan sus enigmas observando a rajatabla el obligado esquema whodunit -quién lo hizo-.




En otro lugar propuse el concepto de novela negra como una imposible novela de misterio. El detective negro entra a su investigación a la usanza de la policial originaria, intentando recolectar pistas, relacionar piezas de evidencia, atar cabos, pero pronto su tarea se hará inviable y se verá envuelto, desplazado de su propósito inicial, por la mera inercia del material objetivo y humano con que se ha liado. Su propia investigación lo apartará del trabajo detectivesco tradicional, lo hará exponer el cuerpo, arriesgar su propia vida, poner en peligro muchas otras, adentrarse en lo que he llamado una lógica de acción. La escena del homicidio no quedará petrificada, susceptible de continuo examen en el susodicho eje transversal, sino que se extenderá en el opuesto eje longitudinal que incorporará al propio detective como causa y agente primario. Lo que sin excepción ocurre al detective negro, y a su heredero inmediato el detective de acción del policial de exploitation, es que por fuerza se desvía, o es desviado, de sus fines o planes investigativos originarios, es arrastrado por la armazón criminal; y parte del interés ulterior del relato, y hasta de su valor en suspenso, pasará por el empeño que el héroe deberá poner en desligarse, limpiarse, redimirse, de su mezcla y contaminación por el universo criminal. 


Pues bien, Columbo no se desvía, no es empujado por la trama delictiva, aunque pueda dar tal impresión, especialmente al sospechoso que se ilusiona con manipularlo. Intachable rasgo de detective "inglés", pero matizado por una sutil modificación que no carece de importancia. La incólume voluntad de nuestro teniente no es mera impasibilidad dupiniano-holmesiana, no hay en él tan solo flema y contemplación: Columbo es insistente, implacable. No sobrevuela la investigación a la manera en que lo hacen los detectives clásicos; se mete de lleno en ella, al igual que el héroe del hard boiled; tal como el Continental Op de Cosecha Roja, pongamos. Pero, a diferencia del detective negro, no se deja llevar por la "acción" y las insidias criminales, jamás se aparta un ápice de su fin único e irrenunciable, que es atrapar al asesino. Claro, él es un policía de homicidios; eso es lo que debe hacer. El detective privado puede sentirse atraído en diversos grados por cierta seducción del crimen, por alguna vía alternativa y no del todo legal para alcanzar sus metas. El policía no. Salvo que antes de Columbo nunca se nos habría ocurrido plantear esto, porque el policía nunca había sido al mismo tiempo un detective que aunase tantos modos del aficionado y del trabajador.


Y eso se incorporó de alguna forma al heroísmo propio de Columbo, quien a su vez lo trasvasó a su sucesión: él se mantiene firmemente atornillado a su deber; es un detective a la vez analítico y en pugna con la mugre de su entorno social; no renuncia jamás a este doble imperativo intelectual y moral. Sin esa convicción el detective-policía televisivo que proliferó después de él y que se fue haciendo común, un detective con algo, o bastante, de acción, pero sobre todo con una cuota cada vez mayor de "inteligencia", no habría sido posible.


Étude In Black (septiembre de 1972), con John Cassavetes



Otro factor que nutre esta constancia de Columbo, y la robustece desde una óptica formal, es el repertorio de rasgos típicos, y tópicos, de carácter. Arbitrio propio de las historias de detectives seriadas. Todo detective, Holmes, Wolfe, Vance, Poirot, tiene sus manías, y cada cual las recorre en sus novelas para que el público recuerde que ahí están; son guiños a los lectores. En una serie de TV se hace casi mandatorio replicar y amplificar este recurso: el detective despliega sus excentricidades prácticamente a pedido de la audiencia. Salvo que, en el caso del teniente Columbo, eso propende a fortificar su sentido de compromiso, su resistencia al desvío. Las peculiaridades del detective no solo atestiguan que nunca deja de ser quien es; funcionan a un tiempo como vestigios de semblanza narrativa tradicional y como expediente para afirmar la voluntad del héroe. Porque en su caso la mayor parte de estas curiosidades de carácter resultan instrumentales, operativas, funcionales. Son ante todo un modus operandi. Intentan -y consiguen- provocar exasperación en sus antagonistas de turno. Su célebre "Solo una cosa más" desde la puerta que estaba a punto de trasponer para irse y dejar en paz al sospechoso; los infinitos papeles que extrae de sus bolsillos antes de dar con el que estaba buscando; las apariciones inesperadas en las cercanías de su presa, generalmente en mal momento; sus señalamientos como al pasar de pequeños detalles que no encajan y que, lejos de consistir en trivialidades, son sumamente inquietantes y significativos... 


Todo en este estilo, repleto de rodeos y de circunloquios, sigue el modelo del asedio, o, mejor aún, de la obsesión; es como si Columbo encarnase la mala conciencia del culpable aguijoneándolo incesantemente, recordándole que pese a todos sus recaudos siempre pudo haber dejado un cabo suelto. Es en efecto una batalla de nervios, que no se libra tanto entre el detective y el sospechoso como en el interior de este último, por su pugna con la aprensión del crimen falible que el detective corporiza para él, por la creciente ansiedad que dicha preocupación va edificando en su mente. Este factor obsesivo no conoce ascendencia en el relato detectivesco clásico, ya que ningún predecesor de Columbo entró jamás en una relación tan estrecha y exclusiva con el criminal (además, al detective convencional le toma algún tiempo descartar otras pistas y otros posibles culpables, pero Columbo da con su asesino inmediatamente). 



Swan Song (marzo de 1974), con Johnny Cash



Así, la "personalidad" de este detective acaba por ser enteramente indisociable de sus modos de investigador; de ahí la conveniencia y eficacia de sus extravagancias a la hora de cercar y atrapar a sus sospechosos.

 

Pero la personalidad de Columbo no se limita únicamente a este factor, ya que él ha puesto en el universo del relato policial lo que hoy se denominaría un modelo de masculinidad, que fue por cierto inaudito en su época y todavía sigue apareciendo por demás inusual. Columbo es al mismo tiempo firme y vulnerable, estrictamente no violento: no abusa de su placa y jamás porta un arma -hasta hace trampa en sus periódicos exámenes de tiro, mandando a un compañero a que los rinda en su lugar-. Afable y suave pero al mismo tiempo seguro e incansable. Dueño de un perro al que a menudo lleva consigo a su trabajo, cultor de una fidelidad a toda prueba para con esa esposa que siempre nombra y que nunca vemos -como tampoco vemos en ningún dedo de sus manos una sortija de casado-. Sin duda una masculinidad rotundamente opuesta a la del policía duro que imperaba en sus años, e infinitamente más adecuada a los estándares actuales.

(Entre los diversos herederos parciales del gran teniente, algunos recogieron puntuales atributos de esta masculinidad "alternativa": notoriamente, el Patrick Jane de The Mentalist; aunque claro, sus autores no se atrevieron a hacerlo policía -ni siquiera un detective privado, sino un inverosímil "colaborador espontáneo" de la ley, movilizado por el doble asesinato de su esposa e hija-. Tampoco se atrevieron a hacerlo petiso y con un ojo de vidrio. Pero sí lo concibieron renuente a la violencia y las armas; desarreglado y de higiene personal dudosa; usuario de un coche viejo, de zapatos sucios, de un solo y único traje, etc. Excepto que el tipo es lindo, rubio, de ojos claros... The Mentalist  testimonia simultáneamente el legado insoslayable de Columbo y los temores minúsculos y convencionales que aquejan a la TV de hoy y de siempre). 



Playback (marzo de 1975), con Gena Rowlands



Esta legendaria serie se destacó, en su tiempo, por el renombre de sus realizadores y estrellas invitadas. Grandes directores y guionistas trabajaron en ella: Steven Spielberg, Jonathan Demme, John Cassavetes; el conocido escritor de policiales Jonathan Latimer, el guionista y productor Steven Bochco... 

Enumero solo algunas de las numerosas celebridades que la engalanaron: Lee Grant, Anne Baxter, Janet Leigh, Gena Rowlands, Vera Miles, Faye Dunaway, Ida Lupino, Ruth Gordon, Leslie Ann Warren, Ray Milland, Donald Pleasance,  John Cassavetes, Robert Culp, Oskar Werner,  Leonard Nimoy, Richard Basehart, William Shatner, Martin Landau, Jack Cassidy, George Hamilton, Dick Van Dyke, José Ferrer, Roddy McDowall, Richard Kiley, Lawrence Harvey, Robert Vaughn, Leslie Nielsen, Gene Barry, Ricardo Montalbán... Y, en papeles de reparto, Diane Baker, Jessica Walter, Julie Newmar, Honor Blackman (la chica Bond de Goldfinger), Anne Francis, Mariette Hartley, Jeanette Nolan, Vincent Price, Mel Ferrer, Patrick McNee, John Williams...

Hago mención aparte del magnífico episodio 7 de la temporada 3, Swan Song (El Canto del Cisne), con el mítico cantante country Johnny Cash.

Otro amigote de Falk, Ben Gazzara, nunca protagonizó ningún episodio pero a cambio dirigió dos: A Friend In Deed (1974) y Troubled Waters (1975). El propio Peter dirigió Blueprint For Murder (final de la primera temporada), además de escribir It's All In The Game para la temporada 10. Nicholas Colasanto realizó dos entregas especialmente memorables: la citada Swan Song y Étude In Black.




Un Columbo veterano ligando con Faye Dunaway
(
It's All In The Game -octubre de 1993-)


Columbo vivió su apogeo en las siete temporadas iniciales de los años 70, que concluyeron en 1977; la octava no comenzó por las previsibles diferencias económicas entre el protagonista y la emisora que transmitía el show. Una segunda etapa, que empezó en 1989 y se prolongó por otras cuatro breves y esporádicas temporadas, vio a la serie perder algo del antiguo brillo. Algunos de sus episodios incluso se apartaron del característico esquema howcatchem que era como su divisa narratológica. Además, no ha faltado quien señalara que aquel pintoresco Columbo distraído y olvidadizo de los 70 empezó a parecer, en los 90, alguien cuya edad por sí sola podía justificar tales singularidades y subsumirlas en la categoría global del achaque.

Inopinadamente, a medio siglo de su estreno, la serie conoció un renovado favor del público: durante la reciente pandemia, entre los años 2020 y 2021, una nueva generación la descubrió y creó para ella una remozada base de fans. Mentes analíticas que intentaron explicar el fenómeno ponderaron distintas razones: una vuelta a tiempos más simples y fiables, a otro pulso en la velocidad de las cosas; o el amparo de un misterio cuya respuesta se sabe desde el inicio. O bien, la exhibición de cómo un hombre común pero intelectualmente dotado consigue desbaratar cualquier trama ilegal de falsas pistas y coartadas plantada por personas de vastos recursos... Este último factor admite, sin embargo, un origen mucho más antiguo: Columbo resucita, en su rara mezcla de everyday man y detective extraordinario, a aquel "hombre común pero no corriente" -a common man yet an unusual man- que pedía Raymond Chandler al final de El Simple Arte de Matar. [*] (Una vez más el espíritu noir metiéndose en nuestro homenaje).


[*] RAYMOND CHANDLER, The Simple Art Of Murder. Ensayo publicado primeramente -1944- en Atlantic Monthly, integraría luego el homónimo libro de relatos editado en 1950 por Houghton Mifflin Co., y desde 1988 por Penguin Random House. La filial española de esta casa publicó en 2014 la traducción castellana, El Simple Arte de Matar. 






El actor Peter Falk quedó, naturalmente, ligado para siempre a la imagen y presencia de este célebre héroe de la TV. En qué grado se le mezclaron, durante la composición de este personaje, cualidades y aspectos de su propio carácter o temperamento, permanece incierto para nosotros, pero algunas amistades o gentes allegadas han asegurado que hubo una considerable asimilación e integración entre Peter y su detective. Por ejemplo, el vestuario del teniente Columbo -gabardina, traje, corbata- procedía del guardarropa de su intérprete; los toques peculiares de personalidad (olvidar cosas en distintos sitios, extraviar lápices, anotadores o fósforos en los bolsillos de sus abrigos) correspondían tanto a Columbo como al actor. Falk no tardó, según parece, en adueñarse de la serie: empezó a tomar toda suerte de decisiones escénicas o de guion; a improvisar líneas de diálogo y movimientos -se ha llegado a aseverar que las exasperaciones de sus antagonistas ficticios frente a las rarezas de su personaje reflejaban una correlativa ofuscación de las estrellas invitadas por las muchas arbitrariedades que imponía en el set-, a elegir o vetar actores y actrices. Y así.

Tal identificación entre el actor y su rol no ha contribuido a que se justipreciaran las dotes actorales genuinas de Falk, que era en realidad un artista de vasta formación y habilidades histriónicas. Hizo unas cuantas películas, por desgracia no todas suficientemente famosas, en las que luce su calidad; como un matón serio en Murder, Inc. (1961) y otro de comedia en Pocketful of Miracles (1961, último filme de Frank Capra), o como socio delictivo de John Cassavetes en Mikey And Nicky, de Elaine May (1976). Compuso asimismo al esposo de Gena Rowlands en A Woman Under The Influence (1974), dirigida por Cassavetes, bajo cuyas órdenes también actuó en Husbands (1970), Big Trouble (1986) y -en forma de cameo- Opening Night (1977). Hasta actuó en una adaptación de Vargas Llosa: Tune In Tomorrow, de 1990, junto a Barbara Hershey y Keanu Reeves, basada en La Tía Julia y el Escribidor y dirigida por Jon Amiel. Y con el director alemán Wim Wenders participó, en 1987, de Der Himmel über Berlin (El Cielo Sobre Berlín o Las Alas Del Deseo), haciendo un poco de sí mismo y otro poco de su legendario detective...


Hoy, 16 de septiembre, habría cumplido 97 años, de no ser porque el irónico Alzheimer, hecho de olvidos y de objetos extraviados, lo abatió en 2011.







Libertad Lamarque y el "tango diegético"

 




La presente nota podría venir a engrosar esa serie virtual que inicié hace unos meses con el título de Historias de Cine Argento. Hoy, 26 de agosto de 2024, se cumple un aniversario del estreno de Ayúdame A Vivir (1936), película que en su época abrió a la industria fílmica argentina las puertas de una audiencia internacional y que erigió a su protagonista, Libertad Lamarque, en una superestrella continental a la que apodaron "La Novia de América".

Pero existe otra razón de mayor peso, quizá no conocida de mucha gente, para considerar a este filme como un raro hito en la historia del cine. Y hablo del cine mundial. 

Razón cuya humilde artífice fue también, precisamente, nuestra homenajeada.



La carrera de Libertad Lamarque mostró desde temprano las señas de la predestinación. Ya en su Rosario natal y siendo apenas una niña empezó a actuar y cantar en público, primeramente  en eventos vinculados a la militancia anarquista y sindical de su padre. Cuando contaba con solo quince añitos (hacia 1923), salió de gira con una compañía teatral por el sur de la Provincia de Buenos Aires. Se dice que una interpretación suya del tango El Huérfano motivó tal ovación del público que tuvo que salir a cantarlo una segunda vez. En 1924 fue contratada por Pascual Carcavallo, dueño del teatro El Nacional, donde los cuatro años subsiguientes participó de unas quince obras y empezó a sobresalir como cantante. En 1926 debutó en radio y grabó su primer disco para la RCA Víctor. Su registro de soprano ligera, con potentes agudos, se adecuaba muy bien a las precarias grabadoras y micrófonos de esos días. Integró el elenco que el 5 de abril de 1929 estrenó el sainete El Conventillo de la Paloma de Alberto Vacarezza. Para 1930 ya había aparecido en alguna película muda y actuaba en una revista del teatro Maipo junto a Florencio Parravicini. En 1931, invitada por la Municipalidad de Buenos Aires, participó de un concurso benéfico en el Teatro Colón, donde el público la eligió "reina del tango". El año 1932 emprendió una gira por el Paraguay y algunas provincias argentinas para celebrar sus "mil presencias escénicas". Tenía 24 años de edad.


Izq: con Mario Parpagnoli en el filme Adiós Argentina (1930). Der: Foto de los años 20.



Después de consagrarse así como cantante y figura del espectáculo, después de obtener el crédito más alto en el clásico ¡Tango! (1933), de Luis Moglia Barth (primer largometraje argentino "realmente" sonoro [*], debut de Argentina Sono Film), Libertad se convirtió en una estrella de tal magnitud que en la encuesta organizada en 1934 por la revista Sintonía resultó ampliamente ganadora como Miss Radio, con el voto de casi 60 mil oyentes. A continuación hizo un protagónico muy relevante en la opera prima de Mario Soffici, El Alma del Bandoneón (1935), donde se lució como actriz melodramática junto a Santiago Arrieta e interpretó tangos de Enrique Santos Discépolo (en esa producción se estrenó el estatutario Cambalache).


[*] Se debe decir que el primer filme argentino enteramente sonoro fue Muñequita(s) Porteña(s) (1931), de José Agustín Ferreyra, pionero de quien bastante se hablará en estos párrafos. Salvo que, por haberse practicado con el entonces ya obsolescente sistema Vitaphone -un sistema de sincronización en vivo por discos que se ejecutaban en simultáneo con la proyección, en vez de pegar la banda de sonido en el mismo celuloide que contenía la imagen-, la sonorización de esta película se halló desde el comienzo expuesta a fallas y peligros como el que finalmente se verificó, a saber: la pérdida del sonido completo del filme, que hoy existe parcialmente restaurado en imagen (con algunos actos faltantes), pero más mudo que todo el cine mudo, por no contar siquiera con intertítulos para los diálogos que vemos y que no oímos.






Con todo, es en 1936 cuando Libertad entabla una o dos movidas artísticas que van a cimentar su pronta celebridad internacional. Fundamentalmente, encara el primero, y crucial, de tres míticos largometrajes con José Agustín Ferreyra, Ayúdame a Vivir, para el cual escribe además el guion -no sobraban a la sazón guionistas de nota predispuestos al primitivo cine sonoro local-. Siendo su propia argumentista, Libertad se benefició de un texto perfectamente acomodado a su estilo, inflexiones y "personalidad" (Atilio Suparo colaboró con los diálogos y con  la letra del tango que sirvió de título, cuya música compusieron Alfredo Malerba -futuro esposo de la estrella- y Héctor Artola). El filme fue producido por una empresa llamada SIDE, creadora del sistema sonoro Sidetón -operado por Alfredo y Fernando Murúa, dueños de la compañía-, y fotografiado por Gumer Barreiros. La crítica e historiografía del cine local coinciden en que Ayúdame a Vivir  fundó "algo así como la ópera tanguera" en cine (Estela Dos Santos). Por cierto, recibió un concluyente desprecio de la crítica -Lamarque opinaba que la prensa "no le perdonó" haber escrito el guion-, pero un rotundo favor de público, y, según el director Ferreyra, por su intermedio Libertad obró "el milagro de conquistar el Pacífico para la cinematografía argentina". El día del estreno, en el cine Monumental, la multitud que se había apiñado a las puertas de la sala se puso a sacudir el coche en que llegó la estrella (¿será exagerado hablar de Lamarquemanía?). 


Respecto de este exitazo, escribió Libertad en su autobiografía que "el público es irrefutable, él no sabe de entretelones ni de intereses, es imparcial y aplaude lo que le gusta. Así vimos por toda América durante varias décadas Ayúdame a Vivir, iluminando las pantallas cuando los dueños de los cines necesitaban fondos urgentes para levantar algún pagaré". (Libertad Lamarque: Autobiografía. Ed. Javier Vergara, Buenos Aires, 1986, pp. 180-181).




Entro ahora al meollo de estas líneas. Esos críticos que, unánimes, fustigaron la película, ni por un instante cayeron, no digamos en la cuenta, sino tan solo en la sospecha, de estar presenciando un avance decisivo en la historia del cine argentino y universal. Pues entre los fáciles espumajos sensibleros de un drama folletinesco algo improvisado y desflecado, de golpe y porrazo acontece, hacia los 57 minutos de su curso, algo completamente inaudito y que sentó un precedente indeleble y de consecuencias inagotables para la industria del cine musical; incluyendo, muy particularmente, a la estadounidense. La idea fue de la propia Lamarque y consistió en algo que, visto en retrospectiva, podría parecer poca cosa. Lo que hizo la actriz y cantante, en una escena crítica del drama, fue prolongar una línea de diálogo en el verso inicial de una canción, para desde ahí proseguir cantando. Esto es, pasar, en el mismo parlamento, de hablar a cantar. Acto que asimismo puede definirse como un empleo enteramente diegético de una pieza musical, o sea, que una canción venga a completar y redondear el diálogo, con pleno efecto narrativo y dramático. 


Como suelo decir, mejor verlo (y oírlo) que leerlo:

 

Secuencia del "tango diegético" en Ayúdame a Vivir (desde 1:02 minutos).



Este sencillo pero ultraemotivo acto constituyó una verdadera revelación y muy prontamente se lo imitaría en toda comedia o drama musical o acompañado de canciones que se produjese en nuestro país o en cualquier otro. Lo cual implica, reitero, la inversa obviedad de que, antes de esta pequeña y asombrosamente influyente ocurrencia de Libertad, ninguna otra película había continuado rectamente un parlamento en una canción ni la había incorporado como estricto componente diegético en medio de una escena, integrándola a una línea de diálogo; los "cuadros musicales" funcionaban como entidades agregadas, más o menos desconectadas del resto del argumento, como pausas o escenas explicativas o descriptivas de un ambiente o situación, como digresiones o divertimentos, consentidos y anunciados, de los personajes. Por eso era común que de una u otra manera los viéramos venir. Una canción podía responder o suceder a un diálogo o monólogo, pero nunca se había vuelto parte de él y lo había completado. Nunca antes de Ayúdame a Vivir una canción se había insertado, inesperadamente, en el dicho de un personaje y pasado a encerrar su núcleo dramático-narrativo. La innovación fue de tal efecto que, unida a la frescura y gracia de la protagonista, bastó para consagrar a la película en toda la América hispánica y convertirla en la gran avanzada de lo que seguidamente sería un dominio de nuestra industria fílmica, disputado cabeza a cabeza contra el mismísimo cine yanqui, en las taquillas continentales. Sí, la tan manida era dorada del cine argentino fue en altísima proporción obra exclusiva de Libertad Lamarque.


Tampoco vamos a negarle su parte al gran Negro Ferreyra, que no solo tuvo la sana intuición de abrir cancha a esta y otras espontaneidades y aprovecharlas para su trabajo, sino también dignificó el filme con muchas de las herramientas formales que ya eran sellos de su estilo -abundantes exteriores, escenas cortas y concisas, primerísimos planos, trávelin y profusión de movimiento-, en concurso con otras que, aun lejanas aquí a su habitual estudio de tipos porteños e inigualados retratos del suburbio, dotaron a la obra de un atractivo visual innegable -los paisajes cordobeses, los amplios interiores de escuelas, casonas, alcobas y clubes- y alimentaron esa especie de curiosidad "aspiracional" [*] con que las masas empobrecidas se asomaban por entonces a la buena vida de quienes habían logrado eludir la crisis de los años treinta. (Estoy tentado de añadir que, mientras inauguraba la repercusión internacional de nuestro cine, Ayúdame a Vivir prefiguró en alto grado numerosos aspectos de la comedia burguesa y de "teléfonos blancos", que primaría en la década siguiente como vehículo expresivo de las tensiones generadas por la irrupción simultánea de nuevos actores y valores sociales. Pero me abstendré de hacerlo, no sé muy bien por qué).


[*] Libertad sintonizaba como ninguna otra actriz y cantante de la época con ese rasgo aspiracional del público: su tipo y presencia rehuían abiertamente los de la arrabalera o cabaretera de los años 20 -siempre recordó lo incómoda que se había sentido haciendo la Doce Pesos de El Conventillo...-. Ella corporizaba lo que Horacio Salas (en su libro El Tango, de 1986) llamó el "arquetipo femenino" de la "segunda generación inmigratoria": la chica que quiere adoptar maneras de "clase alta", y que canta, no desde los yerros de una vida licenciosa, sino "desde los sufrimientos de la mujer casada".



José Agustín Ferreyra. Libertad y Florén Delbene en Ayúdame a Vivir.



Ahora bien, como habrá quedado sugerido, no es que estemos aquí ante una obra maestra ni mucho menos. Los críticos no andaban tan descaminados. La trama que imaginó Libertad decae en una adición abigarrada e inconexa, típicamente melodramática, de lances dirigidos a un impacto llano e inmediato: secreteos de alumnas pupilas, romance juvenil entorpecido por autoridades familiares adversas, triunfos temporarios del amor, enfermedades que lo ponen en peligro, adulterios a medias involuntarios o inducidos, debacles morales, accidentes fatales, imputaciones de homicidio, prisión, esclarecimientos más o menos oportunos... En todo lo cual resulta imposible encontrar un mínimo hilo conductor o enlace lógico, una razón de ser. Los personajes entran y salen de la fábula sin mayor coherencia que la de justificarle el decurso; los trances simplemente suceden, se presentan únicamente para empujarnos al siguiente salto más o menos inmotivado del relato. Aun así, la película rebosa de un encanto sustentado en la figura fascinante de su estrella, en la buena pinta y oficio de su coprotagonista (Florén Delbene), en la excelente labor técnica y artística de su director, en la óptima calidad de su imagen y sonido. Y en esa módica revolución del tango diegético...


El crítico Domingo Di Núbila conjeturaba que la situación personal de la actriz por esos tiempos pudo contribuir a una mayor identificación del público con su personaje. Me explico: Libertad venía atravesando un divorcio sumamente tormentoso con un exesposo ludópata, alcohólico y golpeador, circunstancia que incluso la había conducido a una tentativa de suicidio en un hotel chileno; asimismo, bregaba por recuperar a la hija del matrimonio, virtualmente raptada por el exesposo en Montevideo, objetivo que lograría al fin con cierta ayuda operativa de su abogado. Cuando Ayúdame a Vivir llegaba al punto en que la protagonista Luisa topaba con el adulterio semifortuito de su ebrio esposo ficticio, pecado quizá menos imperdonable que los del esposo real, la reacción del público al tango subsiguiente pudo haberse nutrido de aquellos antecedentes... [*]


Con su hija Mirtha y su indeseable primer esposo


[*] No podré asegurar que esta identificación entre la actriz y su personaje fuese enteramente espontánea: allá por los 19 minutos de película, en el curso de un picnic que Luisita y Julio (Delbene) comparten con otra pareja amiga, Julio pone un disco en un fonógrafo portátil. Luisa pregunta de qué música se trata y él lee la portada: es un tango llamado Tu Cariño, compuesto por Alfredo Malerba, que contiene un "estribillo por Libertad Lamarque". A la mención de la estrella responde Luisita, jocosamente: "Yo canto mejor que ella", y procede a demostrarlo...


Luisita canta mejor que Libertad...

 

A partir de Ayúdame a Vivir, la ya sólida fama de Libertad se ensancharía a gloria y se propagaría, tal como adelanté, por toda América Latina. Sus ecos retumbarían en Europa (actuaciones suyas fueron muy elogiadas en Francia y en el Festival de Venecia y hasta le ganaron algún premio a Mejor Actriz en Yugolasvia), tanto como en Estados Unidos: la Paramount Pictures llegó a ofrecerle un contrato para rodar en Hollywood, que ella rechazó en atención al éxito de sus producciones argentinas. Por estos años nació su apelativo de Novia de América, así como la curiosa historia de que en Cuba se hiciera corriente llamar "un Ayúdame a vivir" al pocillo de café cortado con leche (!).

(La película puede verse en el sitio Cine.Ar Play, cuya membresía no acarrea costo ni riesgo alguno:   https://play.cine.ar/INCAA/produccion/12).




Puesto que la historia de nuestra heroína no concluye aquí, recorramos algunos otros de sus logros.


Libertad robusteció su penetración continental con las siguientes dos películas realizadas bajo la dirección de Ferreyra. Besos Brujos, de 1937, devino otro taquillazo que apenas si le fue en zaga a la gran iniciadora Ayúdame a Vivir. Su argumento era cuando menos singular: una cantante de éxito en Buenos Aires acepta una oferta para presentarse en algún local del norte argentino, cuyo dueño la "entrega" a un poderoso y rústico hacendado que la rapta y mantiene cautiva bajo la extraña pretensión de que ella se enamore de él y acepte desposarlo. Por increíble que suene. El novio de la mujer (de nuevo Delbene) acude desde Buenos Aires a rescatarla, pero en el monte sufre la mordedura de una serpiente. Casualmente es asistido por el captor de su novia, quien lo lleva a su rancho. Ahí se producirán algunos cruces de bonhomía, chantaje y lealtad, que conferirán su tono dramático a la historia. Desde luego, no falta el clímax anticipado mediante diégesis tanguera cuando Libertad se pone a entonar, en medio de la escena pertinente, la canción que da título al filme.

 

Besos Brujos (1937)

(Esta película también está disponible en Cine.Ar Play: https://play.cine.ar/INCAA/produccion/13).



La Ley Que Olvidaron, de 1938, tuvo una repercusión levemente inferior, pero también se vendió en buena forma. Aquí, la pujante estrella encarna a una sirvienta a quien sus patrones encajan una bebé, habida accidentalmente por la señorita de la casa, para que la críe como propia; luego, cuando los acontecimientos cambian de cariz, pretenden expropiársela, lo que motiva la huida de la protagonista con la hija que reivindica como suya y da pie al consecuente folletín: persecución policial, cárcel, abogado defensor galán, etcétera. Con un toque de "entonación antiburguesa" como dijera el crítico Jorge Miguel Couselo, el guion del célebre José González Castillo favoreció la exhibición de recursos dramáticos de Libertad y afianzó decididamente su prestigio y popularidad.


La Ley Que Olvidaron (1938)



Cuando en 1938 concluye el contrato de Lamarque con SIDE -una empresa pequeña y sujeta a altos riesgos productivos-, los hermanos Mentasti aparecen con una mejor oferta para ella, que pasa así a trabajar para Argentina Sono Film, con la que realizará un número de clásicos: Madreselva (Luis César Amadori, 1938), Puerta Cerrada (Luis Saslavsky, 1939), La Casa del Recuerdo (Saslavsky, 1940). Sin embargo, Cita en la frontera (Mario Soffici, 1940), Una Vez en la Vida (Carlos Borcosque, 1941) y Yo Conocí a Esa Mujer (Borcosque, 1942) no tuvieron el desempeño esperado en las boleterías y Atilio Mentasti llegó a decirle a Alfredo Malerba que Libertad estaba "acabada". Los inefables hermanos quisieron renovarle el contrato por menos dinero y ella optó por mudarse a los Estudios San Miguel, muy dinámicos en aquel momento, con los que reflotó su fama. Allí rodó En el Viejo Buenos Aires (Antonio Momplet, 1942), Eclipse de Sol (Luis Saslavsky, 1943) y El Fin de la Noche (Alberto de Zavalía, 1944); la segunda de ellas, una comedia para la cual Libertad se tiñó de rubia platinada; la tercera, un drama de la concurrente guerra mundial que causó algunas fricciones con la embajada alemana y bajó pronto de cartel, pero donde ella redondeó una actuación brillante.



Puerta Cerrada, Madreselva, Cita en la Frontera, Eclipse de Sol, El Fin de la Noche.



Llegamos así al famoso rodaje de La Cabalgata del Circo, siempre para Estudios San Miguel, dirigida por Soffici, con Hugo del Carril, Orestes Caviglia y José Olarra completando el reparto estelar, más apariciones secundarias de Armando Bó y (¿alguien lo ignora?) Eva Duarte. Esto aconteció en los últimos meses de 1944, cuando la escasez de combustible obligaba a todo el mundo, incluidas las máximas estrellas del filme, a trasladarse en tren a los estudios. A todo el mundo, con una excepción: Evita Duarte, quien por lo que se cuenta llegaba al set bastante tarde, demorando el trabajo general, y lo hacía en el coche oficial de la Intendencia de Bella Vista. Según Felipe Pigna, la producción observaba una tolerancia a toda prueba para con Eva, porque el dueño de la compañía, Miguel Machinandiarena, aspiraba por esos días a retener la concesión del Casino de Mar del Plata, y especulaba que complacer a la novia del coronel Perón habría de resultar conducente a ese objetivo. (Para entonces, todo debe decirse, Eva ya se había comprometido plenamente con su actividad política y social, y muchas de sus tardanzas se explicaban por las horas que cada día pasaba trabajando en esa misión). Fue en tales circunstancias que se produjo lo que la leyenda urbana ha transmitido como una bofetada de Libertad a Eva, pero que en realidad parece no haber pasado de una reverencia irónica, en una ocasión puntual, que la destinataria procuró disimular con parejas dosis de embarazo y premura.






En vez de regodearme en el morbo del pleito, yo preferiría destacar, como lo hace Alejandro Ojeda en su blog LAS VEREDAS, la magia y belleza del filme creado por el maestro Soffici, pletórico de toques costumbristas y aun autorreferenciales. Su homenaje a los pioneros del espectáculo criollo, desde la pantomima gauchesca circense, el sainete y el cuadro musical hasta el mismísimo cine, concebido como ese "teatro que es más que teatro" con que los protagonistas sueñan; su suave y como no intencionada habilidad para plantarse sobre el vaporoso equilibrio entre la representación y la autenticidad; o mejor, para plantear la representación como ladrillo de identidad (adelantándose unos cuantos años, de paso, a ese Fellini que también se remontaría del cinematógrafo al circo en busca de verdades). Lamarque y Del Carril, a la sazón en la cumbre de sus respectivos estrellatos, así como en la de sus talentos histriónicos y carisma, encarnan a dos hermanos muy unidos que en todas sus actuaciones aparecen como pareja, lo que entre otras cosas motiva los celos y la ruptura sentimental y laboral de la esposa de él -Duarte-. Aparte del cariño fraternal, el lazo indisoluble que los liga hasta el final es su amor interminable por el espectáculo. 




Más allá de sus demoras y litigios, de una pantomima quitada entera del corte final, del vestido de novia usado por Evita y desaparecido para siempre, de los percances de transporte y de provisión de celuloide, y de otros etcéteras que, por supuesto, contribuyeron no poco a engordar su fama, la película es una sencilla y redonda pieza de sentimiento por el arte escénico. La única pena es que no contemos todavía con una copia restaurada de alta calidad genuina, si bien la que puede verse por el sitio Cine.AR Play es bastante decente y se deja recorrer sin espantar la vista... 

https://play.cine.ar/INCAA/produccion/78 



Bueno, sí, acá te doy también una foto de Eva...



El resto de la historia ha sido trillado, socorrido y resobado. A partir de 1946, después que Perón gana la presidencia, Libertad empieza a encontrarse carente de propuestas laborales. Descarta cualquier ánimo vengativo por parte de nadie, así que se entrevista con varias personas (¿incluso con Eva Perón?) tratando de averiguar qué pueda estar pasando. El problema es que todas sus indagaciones arrojan el mismo resultado: no está pasando nada. Productores, funcionarios, gente del espectáculo, todos porfían en asegurarle que no pesa sobre ella prohibición o restricción alguna. Nosotros no seremos tan ilusos como para comprar el buzón que ciertos autores pretenden vendernos, y alegar que la "verdadera razón" del exilio de Lamarque fueron las dificultades vinculadas al corto suministro de celuloide. Sencillamente porque eso no impidió que muchas otras estrellas del cine nacional siguieran trabajando o incluso florecieran en ese mismo contexto. Además, se sabe de la combinación de favoritismo y censura oficialista que imperó en nuestras pantallas durante el periodo y que perjudicó a tantas otras figuras establecidas, desde Niní Marshall hasta Francisco Petrone.




Cuando Libertad comprende que la falta de contratos en su tierra puede poner en peligro su carrera, decide probar suerte con una gira por el extranjero. La Novia de América sale pues a cantar por varios países centroamericanos, con el previsible triunfo, y no tarda en recibir una oferta para protagonizar una película en México. En 1947, bajo la dirección de Luis Buñuel, nada menos, y con Jorge Negrete como coestrella, filma Gran Casino, obra que no conocerá sino un "modesto éxito". Así lo expresaba en su autobiografía el propio Buñuel, extrañado de que una producción con semejantes astros continentales no hubiese funcionado en las taquillas (Buñuel, L. y Carrière, J. C. (1982). Mi último suspiro. Barcelona: Plaza & Janés. pp.170 y ss.). 


Una curiosidad para nosotros respecto de este filme es que en él Libertad interpreta el inmemorial tango El Choclo, con nueva letra escrita ad hoc por Enrique Santos Discépolo, quien mucho lamentaría luego ver como tamaño clásico criollo pasó a ser virtualmente reconocido por esos versos que él solo había escrito a pedido de su amiga y para uso exclusivo en la película [*].


Libertad canta El Choclo (minuto 2:43) en Gran Casino (1947). 
[El vídeo está disponible, pero solo en YouTube, después de hacerte fumar la publicidad].


[*] "Con este tango que es burlón y compadrito / Batió sus alas la ambición de mi suburbio / Con este tango nació el tango, y como un grito / Salió del sórdido barrial buscando el cielo"... 

Si bien la orquestación de El Choclo pertenece a Ángel Villoldo (1903), la melodía y acordes originales se atribuyen al violinista africano-argentino Casimiro Alcorta (también autor de "Cara" Sucia), que las habría compuesto hacia 1898. La primera letra difundida, igualmente obra de Villoldo, se refería al choclo -voz de origen quechua que designa a la mazorca de maíz- como componente del puchero criollo. Más tarde, una segunda letra de Marambio Catán asoció el nombre al apodo de un compadrito. Los versos de Discepolín, por último, ponderan el tango en general como forma de sentimiento o de cultura, y su vigencia se explica por el hecho de que las cantantes más populares, como Libertad Lamarque o Tita Merello, incorporaron esta versión a su repertorio de manera inmediata. Pero en la concepción originaria del Negro Casimiro, imbuida del ambiente prostibulario en que sabemos el tango fue engendrado, el choclo respondía a la muy obvia significación de un "gran falo" (válganos aquella dolorida niña de Faulkner)...



Otro punto de interés en Gran Casino consiste en que, para matizar su convencional tono melodramático, Buñuel se obliga a imprimirle alguna pincelada de humor surreal en su mejor vena picaresca. En cierta secuencia, los personajes de Lamarque y Negrete, cuya relación hasta poco antes ha sido conflictiva, profundizan su reconciliación y sostienen un diálogo muy amistoso, convenientemente nocturno, en las tierras donde él posee sus pozos de petróleo; cuando al poco rato asoma entre ellos esa vacilación con que la mutua simpatía anuncia su inminente pasaje al beso, en vez de llevarnos hacia allí, el siempre indisciplinado maestro aragonés hace que Negrete tome una vara o rama y la hunda en un charco de petróleo para ponerse a revolver con ella, en el subsiguiente plano detalle, la materia oscura y viscosa, fuertemente evocadora de un, cómo llamarlo, grumus merdæ... 

(Chupate ese latín, si sos coprófilo).

 




Una vez advertida, por sus contactos en la industria, de que en el cine argentino de fines de los cuarenta ya no hay sitio para ella, Libertad resuelve afincarse en México, donde proseguirá su derrotero cinematográfico, con numerosos filmes de diverso éxito e interés. Entre ellos destaco Soledad (1947), La Loca (1952), Ansiedad (1953) y Escuela de Música (1955), todos ellos dirigidos por Miguel Zacarías, y La Dama del Velo (1949), Otra Primavera (1950) y Huellas del Pasado (1951), de Alfredo B. Crevenna; amén de distintos dramas musicales, como Cuando Me Vaya (Tito Davison, 1953) en que recreará la biografía de María Grever. Desde los últimos años 60 encontrará un nuevo y fecundo ámbito laboral en la televisión, particularmente en las telenovelas. En tanto, regresará a la Argentina, ocasionalmente, para hacer algún que otro trabajo en teatro, cine o TV, si bien mantendrá para siempre su residencia en México.


Dos famosos filmes de Libertad en México: Soledad (1947) y La Loca (1952)


Su carrera posterior a 1970 no se sostuvo en títulos memorables ni en interpretaciones brillantes, sino fundamentalmente en su inapagable carisma y en el cariño incondicional de las audiencias continentales. Siguió trabajando de manera continua hasta sus últimos días, ante todo por la razón más potente y elemental que forja a las leyendas: el público no quería dejar de verla...


Tras el deceso de su primer esposo en 1945, por fin pudo casarse con el amor de su vida, el músico Alfredo Malerba, con quien tuvo un matrimonio tierno y duradero que se prolongó hasta la muerte de él en 1994. Nunca tuvo más hijos que Mirtha, quien le dio cinco nietos (y estos a su vez doce bisnietos). 



Libertad y Alfredo Malerba


Libertad Lamarque falleció a los 92 años, por complicaciones de una neumonía, en el Hospital Santa Elena de la Ciudad de México, el 12 de diciembre de 2000. A su pedido, sus cenizas fueron arrojadas al mar frente a su casa en Bahía Vizcaína, Miami. Su hija declaró entonces que "a ella no le gustaba estar encerrada. Como su nombre bien lo dice, la libertad siempre fue muy importante para mi madre. ... Ella decía que después de algunos años de que alguien fallece nadie lo visita en el panteón. En cambio, al mar toda la gente acude".


Ella tampoco quería que el público dejase de verla.




*           *           *           *           *




P. S.: Como es costumbre, traigo un añadido. Libertad nos regala esta bellísima interpretación de Tal Vez Será Su Voz (de Homero Manzi  y Lucio Demare, autores de Malena), tangazo cuya letra fue alcanzada por la censura en junio de 1943 y su escritor obligado a modificarla, empezando por el título original, que era Tal Vez Será Mi Alcohol. Raúl Berón cantó con la orquesta de Demare las dos primeras versiones, la censurada y la admitida. Poco después, Libertad Lamarque lo grabó con la letra adaptada a una enunciación de mujer. Y en dicho proceso se las compuso para mantener, o retraer, muchos de aquellos versos suprimidos, que en su caso, por alguna razón, los censores pasaron por alto (en especial, el recuperado "Tendrán que ser nomás fantasmas del alcohol" contra el inexpresivo: "Tendrá que ser nomás mi propio corazón"). 





Con esto me despido hasta la próxima, si nadie tiene nada que agregar...















Johann Sebastian Bach. Fuga al Siglo XXI



(El retrato más famoso de Bach, por Elias Gottlob Haussmann -1746-).



Hoy, 28 de julio, se cumple un nuevo aniversario del día en que este gran músico, uno de los mayores de todos los tiempos, se hizo inmortal. Confiamos en celebrarlo sin temor a que ocurra alguno de esos sordos, burros y/o estúpidos siempre listos para descalificar tontamente a gigantes que les son incomparables en todo respecto, quizá ilusionándose así un poco menos incapaces de habitar las mismas alturas espirituales. Hostigado por mi sino tenazmente adverso, más de una vez hube de topar con gente así, capaz de permitirse, por ejemplo, tachar de "calesiteros" a los magníficos, señeros contrapuntos de Bach, sin siquiera vislumbrar el vasto y multiforme universo musical que se edificó sobre ellos: una entera forma de concebir, de sentir el arte sonoro, que, tras permanecer en una suerte de semilatencia por ciento cincuenta años, explotaría con pleno brío en el siglo XX, tanto a través del jazz -música contrapuntística por excelencia- como de distintas expresiones "atonales" en las formas apodadas cultas, las cuales adoptaron el básico recurso a esa superposición de voces melódicas (el nombre técnico es polifonía) para generar, mediante la simultaneidad de las respectivas escalas, armonizaciones originales, a menudo inesperadas, libres de cualquier tonalismo academicista y convencional.  


No fue por azar que el genial Beethoven lo llamó el "padre de la armonía". (Ni fue azar, naturalmente, que lo redescubrieran justamente los románticos: cómo podía escapárseles el goticismo implícito en su agregación de elementos muchas veces heterogéneos). Bach, en efecto, engendraba armonía con sus contrapuntos; no seguía meras reglas prescritas de combinaciones armónicas -reglas que en su época todavía no completaban su desarrollo-, sino que las creaba en el mismo movimiento de su polifonía, en la coincidencia de sus melodías, incluso al costo de alguna que otra disonancia o rareza; "infracciones" que, desde luego, no venían sino a sumarle puntos en materia de maravilla y de originalidad. 



Monumento a Bach en su natal Eisenach, Turingia



Todo artista, grande o pequeño, es hijo de su tiempo. Y el tiempo en que nuestro hombre practicó su arte trajo consigo lo que en la historia de la música se conoce como el paso del sistema modal al sistema tonal. Siendo imposible explicar en pocas palabras estos conceptos a los no iniciados, me limito a decir que ese cambio de un sistema dominado por la escala -o modo- a otro basado en el tono, supuso, en lo concerniente a la composición (y a la misma concepción musical, en suma), un correlativo cambio de primacía: de la melodía al acorde, del contrapunto a la armonía. También, el gradual declive de géneros contrapuntísticos, como la fuga, a favor de otros eminentemente "armónicos". Los estilos francés e italiano de principios del siglo XVIII, representados por la suite y el concerto respectivamente, eran ya tonales, y Bach se nutrió de ellos en alto grado para sus composiciones de madurez, pero no sin realzarlos incorporándoles sus complejos, privativos contrapuntos. Los contemporáneos del maestro abrazaron con fervor el sistema tonal y se desentendieron para siempre de los anteriores modos en pos de esa nueva idea de "armonía". Pero don Johann, no obstante haber sido impulsor destacado del nuevo orden, decidió en cambio que sería deseable, necesario, preservar y seguir cultivando lo esencial del régimen modal, a saber: la polifonía encarnada en el contrapunto; en especial, su aptitud para mantener indefinidamente abierta la generación de nuevas armonías. La última década de su vida, particularmente, compuso una música que su entorno histórico, ya "preclásico" e inclinado a la homofonía de vocación tonal, consideró rara, ardua y anticuada, sobre todo por su excesiva carga polifónica y contrapuntística.


Ese aliento "barroco" que Bach rescató cuando su época se volcaba a un clasicismo que parejamente empezaba a primar en otras artes, la preeminencia que siempre dio al concepto de adición y combinación de "voces", llegaría a resonar más que nunca, como dije, en el último siglo, con la aparición del jazz, un estilo -mejor que género- musical que, pese a haber conocido muchas variantes y vicisitudes, en todas sus formas se caracterizó por librar un ancho campo a la improvisación; es decir, a la expresión espontánea de la voz individual, hasta el punto de llegar a producir en algunos casos -el llamado free jazz- auténticas composiciones colectivas. Con esto pretendo señalar que el contrapunto de Bach, su fundamento en la "convergencia armónica" de líneas melódicas, además de adelantar en casi dos centurias el sentimiento musical moderno, ha resultado, y aún resulta, tan inspirador para la creación propiamente académica y personal (sean las obras de Schönberg, Ligeti, Xenakis y otros autores cultos, o bien piezas de raíz más popular: la excelsa Fuga y Misterio de nuestro Astor Piazzolla, por dar un único ejemplo) como para la generación de una música de espíritu "comunal", congruente con los afanes democratizantes y de expresión subjetiva que signaron el arte de las décadas recientes. 


Prueba contundente de vigencia, y renovado triunfo del maestro sobre la torpeza, ignorancia y sordera de sus detractores.




Leipzig, donde Bach trabajó por décadas, en un grabado de 1735. La
Thomaskirche (Iglesia de Santo Tomás), con la Thomasschule, escuela de música de Bach -hoy desaparecida- al fondo.  



Adenda:

Puede que un par de ejemplos sirvan a ilustrar en qué medida, aun a la distancia, la concepción musical instaurada por Bach con su rescate del contrapunto ha influido e influye decisivamente en creaciones modernas, llegando incluso hasta los barrios más apartados de la música popular.

En el jazz son frecuentes los casos de artistas que, como Miles Davis o Dizzy Gillespie, generan novedades musicales combinando su voz peculiar como ejecutantes, su sonido singular e intransferible, con acompañamientos instrumentales de diversa especie y conformación; acoplando sus tópicos, sus preferencias, sus obsesiones, su voz con todas sus inflexiones, su manera única de tocar, con variados entornos, para crear en cada ocasión nuevos universos sonoros. Así, la trompeta de Miles Davis con la orquesta de Gil Evans difiere muchísimo de su trompeta con el jazz modal de su segundo quinteto; tanto como de su trompeta metida al jazz-rock ácido psicodélico de Bitches Brew o al pseudofunk desaforado de On The Corner. Pero es siempre la misma, inconfundible trompeta de Miles, su voz privativa, intrínseca. Ese movimiento es de inspiración "bachiana": meter melodías muy semejantes o emparentadas en distintos contextos armónicos (y rítmicos y tímbricos, para el caso), con los cuales puedan concertar o chocar en más o en menos, pero siempre resultar en una creación original y diferente, es una idea que se remonta al maestro de Turingia. No sería posible sin las posibilidades que abriera Bach con sus contrapuntos y fugas.

En un par de películas de los primeros años noventa, el formidable compositor Ennio Morricone exploró una rara, curiosa forma de "contrapunto armónico" (escribí sobre eso hace poco, en la entrada sobre películas "casi clásicas", a propósito del filme State Of Grace). Intentaré explicarlo: en vez de combinar melodías más o menos heterogéneas en contrapunto, el músico propone una superposición de "bloques armónicos"; toca simultáneas progresiones armónicas divergentes, cuya concurrencia produce un sentimiento de rareza y suma tensión -pues además el autor escoge que al menos una de tales progresiones sea altamente disonante en sí misma, no solo con respecto a la otra-. He aquí otra no tan aparente pero efectiva derivación de aquel "rescate de la fuga" por el viejo Bach: si se ha podido hacer contrapunto de melodías, por qué no probarlo con acordes enteros.

Esta inspiración de Morricone -obviamente alimentada de la práctica corriente en compositores clásicos como el genial Ligeti- empieza a encontrar cierta réplica un tanto inesperada en el campo de la música "pop", donde se van haciendo más comunes, junto a las "citas melódicas" entre canciones -o sea, la incorporación de fragmentos de melodías externas, generalmente tomados de terceros e integrados de manera más o menos orgánica y lícita a nuevos contextos melódicos-, enteras citas "armónicas". No lo amplío ahora ya que planeo escribir sobre el tema más largamente en algún tiempo, pero lo dejo asentado porque el que avisa no traiciona...







Si llegás a ser lo bastante grande, un día te convierten en estampilla
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P. S. : Mucho me habría gustado escribir in extenso sobre este músico tan admirable, y examinar con mayor detenimiento algunas nociones tratadas aquí de manera por demás sumaria. Pero lamentablemente he debido conformarme, por razones de fuerza mayor, a esta nota menos sintética que reducida, cuya inhabitual brevedad obedece a serias dificultades personales y de salud que me hallo tramitando en estos mismos momentos. Si todo va bien, publicaré artículos de más largo aliento los meses de agosto y septiembre, pero muy probablemente se me impondrá una pausa en octubre y/o noviembre. Por si a alguien le interesa, informaré oportunamente de cualquier novedad.







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Elogio de Columbo

Vuelvo, porque soy hombre de aficiones férreas, sobre uno de mis temas favoritos: el relato policial. Esta vez será para hablar sobre un per...