Películas (no del todo) Clásicas




Mientras lidio con achaques físicos y aguardo materializar proyectadas notas sobre Yasujirō Ozu (bastante avanzada), Ernst Lubitsch (apenas bosquejada) Carl Dreyer y Hugo Del Carril (en carpeta, nomás); mientras me resigno a postergar por segunda vez mi elegía a Burt Bacharach; publico, para no faltar a mi vertiginoso ritmo mensual, unas pocas, modestas recomendaciones de filmes que a mi entender se distinguen por rozar la categoría de "clásicos", pero sin alcanzarla enteramente, por las razones que en cada caso se expresan. 

El criterio de selección, si se me consiente llamarlo de ese modo, no tuvo en cuenta los atributos que habitualmente hacen "de culto" a una película. Ya que esa apreciación suele obedecer a una pluralidad de factores perfectamente desentendidos de la calidad. Un filme es de culto por su dotación camp, por su rareza o bizarría, por ser extremadamente malo... Nada de eso tiene valor en esta lista: las películas que en ella aparecen son buenas. O muy buenas. Tanto como para inspirar la pregunta de qué les impediría ganar la más alta condición de paradigmas o modelos que otras buenas películas ostentan. 

Caracteriza a varios de estos largometrajes el haber tenido un mal desempeño en las taquillas. Lo cual podría constituir una marca o divisa del "clásico que pudo o debió ser". Pero no debemos soslayar el hecho de que muchas películas que hoy reputamos de clásicos indiscutidos, como Blade Runner, de Ridley Scott, o The Thing, de John Carpenter, sufrieron en su hora una relativa indiferencia del público. (Los dos títulos que nombré, estrenados en 1982, compitieron desfavorablemente contra el prodigioso éxito de E.T.). Por lo tanto, la boletería pobre, que además no rige para todos los ejemplos, tampoco sirve como criterio seguro.

Quiero poner en claro que la corta nómina es poco menos que azarosa, improvisada y de ningún modo exhaustiva. Me puse a evocar filmes que, sin haber llegado nunca a ser juzgados como clásicos, me hubieran parecido poseedores de suficientes cualidades para aspirar a tal consideración. Entonces, más o menos inmediata y espontáneamente, vinieron a mí estos títulos. No pretendo con ellos dictaminar ni pontificar. Seguramente estoy omitiendo muchas películas que podrían sumarse al listado -de hecho, nombro unas cuantas en los últimos párrafos- y acaso he incluido alguna que pudo no figurar. Además, no he querido remontarme hasta el cine anterior a 1980, ya que, como sabemos, nada más fácil que asimilar lo modélico a lo antiguo.  

(Las películas que comprende esta enumeración son de exclusivo origen estadounidense. Sería un ejercicio interesante el de armar un registro análogo de dudosos o malogrados clásicos europeos, asiáticos o "internacionales". Y otro de argentinos y latinoamericanos. Quizá lo intentaré algún día).






Body Heat

(Cuerpos Ardientes), Lawrence Kasdan, 1981. 

La más vieja del lote. Revival del film noir, con el componente erótico exacerbado. Kathleen Turner (totalmente irresistible, haciendo una femme fatale de las mejores que se recuerden), William Hurt, Ted Danson, Richard Crenna y un juvenil Mickey Rourke animan este policial lleno de misterio y de suciedad, de tentaciones y de engaños, que no disimula su clara deuda argumental con Double Indemnity, aun cuando estire por todos los costados el cinismo y la perversidad imperantes en aquel famoso precedente. La intriga que sostiene el guion, si bien compleja, no desconcierta ni aburre: contiene el número justo de sobresaltos, sorpresas y vueltas de tuerca para no distraer del relato y justificar un interés continuado del espectador. Pero el atributo quizá más admirable de Body Heat es su forma: su ambientación y narrativa que en verdad apostaban por una puesta al día del viejo cine negro, en un momento que veía decaer el policial de "explotación" preponderante durante la década previa. De ahí el seguimiento obsesivo del protagonista, que no está ausente en casi ninguna secuencia del filme -truco diegético que Roman Polanski había exprimido en su Chinatown y que él mismo atribuía a Raymond Chandler-; el ámbito costero, la vivienda apartada; el calor y el sudor, la nocturnidad; los guiños de reminiscencia noir en las luces contrastadas, en las sombras de cortinas venecianas, etcétera... Por otra parte, la incrementada licencia para tratar y mostrar asuntos sexuales, propia de la época, favoreció de modo casi paradójico la presentación de Turner como mujer fatal arquetípica, una Stanwyck o Crawford hipererotizada -supuesto que aquellas no lo fueran-, pero exenta de cualquier atributo que sugiriese recaída en sexploitation; esto es, haciendo valer su atractivo y sensualidad sin incurrir en innecesarios desmadres de lascivia. (Se dice, con todo, que el corte original contenía el doble de sexo que el definitivo, comparativamente mesurado). La película tuvo un andar bastante venturoso por las taquillas, aunque el vago carácter "derivativo" que la crítica, aun la elogiosa, le achacó, terminó por escatimarle el estatus de auténtico clásico [*]. No obstante lo cual, Body Heat hizo mucho por las carreras de sus estrellas -las de Turner y Rourke principiaron aquí- y ejerció un influjo sensible sobre el cine policial de la siguiente década (v. g., Blood Simple, el debut de los Coen). Por derecho propio se erigió en epítome del neo-noir. Así que en realidad viene a ser un cuasiclásico, uno que por muy poco no franqueó el umbral. Pese a eso, el público de hoy parece conocerlo poco y mal. Una pena, pero, en fin, es para enmendar cosas así que uno escribe estas líneas.


[*] La novela policial negra reflejaba la crueldad e injusticia de una vida desesperada en un sistema orientado a la exclusión social, por algo tuvo su auge durante la Gran Depresión; el tardío film noir le adicionó luego el sobrepeso de malicia y pesimismo que dejó la posguerra. No debería sorprender, pues, que la economía yanqui de los ochenta, orondamente desentendida de sus caídos y relegados, propiciara decididamente un regreso del noir, de sus antihéroes perdedores, vulnerables a tentaciones, traiciones y estafas, entrampados en martingalas que los exceden. Por eso, creo, antes que derivarse de un género o simplemente imitarlo y reciclarlo, Body Heat recuperó un estilo y modos artísticos adecuados al sentir de su hora, a su Zeitgeist, contribuyendo desde el cine a esa vasta propensión retro, posmoderna, de resignificación cultural, que rigió el arte y pensamiento de su década.







Manhunter

(Cazador de Hombres), Michael Mann, 1986. 

Michael Mann cuenta en su haber -o más bien en su debe- con un par de clásicos fallidos, grandes películas grandemente ignoradas por el público, aunque a menudo ponderadas por los críticos: The Insider, de 1999, es tal vez su mayor fracaso, pero no el único. Mucho antes de él (y de un par de éxitos, digámoslo todo, como The Last Of The Mohicans -El Último de los Mohicanos-, Heat -Fuego Contra Fuego- o Collateral), el tipo trastabilló a mediados de los ochenta con este policial complicado y sutil, que hasta señaló la primera aparición en pantalla del más célebre villano del cinematógrafo: el doctor Hannibal Lecktor -deletreado así, contra el Lecter que apellida al personaje en las novelas de su creador Thomas Harris y en otras películas derivadas-. Fue el segundo largometraje de Mann para la pantalla grande (precedido por el magnífico Thief, de 1981, con James Caan). Lo protagonizó William Petersen, actor a todas luces carente del mentado it factor que habita a las superestrellas, y cuyo trabajo es correcto y eficaz en líneas generales, pero también un poco corto de, no sé cómo decirlo, atracción, gancho. De punch. También aparecen Tom Noonan en un buen rol de villano y Brian Cox componiendo un convincente doctor Lecktor -históricamente opacado por la imborrable encarnación ulterior de Anthony Hopkins-. Completan el elenco Kim Griest, Dennis Farina y Joan Allen. Lo llamativo acerca de esta película es que, pese a su ínfima repercusión comercial, se fue constituyendo, con el tiempo, en una especie de clásico de culto -si tal denominación todavía significa algo, insisto, a la luz de la liviandad con que se la aplica a tantas cosas de tan dispar valía-. En su hora, los críticos no la trataron nada bien: le cuestionaron ante todo el exceso de estilización, el acento desmedido en los detalles formales y visuales -tomados directamente, según decían, de Miami Vice, la contemporánea serie televisiva de la que Mann era productor-: la profusión de art decó, de ambientes vidriados, de luces azules... También, la elección de tecno-pop como música incidental y el consiguiente decaer en estética de videoclip. Con todo, abundan en ella los aciertos de puesta y de arte. Por dar un solo ejemplo: el tono gris claro, casi blanco, que domina la celda e indumentaria de Lecktor (sugerencia irónica de limpieza o pureza, pero a la vez de algo descolorido y como de menor entidad que lo vivo y real), luego reproducido en más de un escenario policial -nivelando al malo con los buenos- y en la soberbia escena de Tom Noonan y Joan Allen con el tigre dormido en la sala veterinaria... 

Si uno le presta suficiente atención, descubrirá (es el discreto encanto de la cinefilia) hasta qué punto Manhunter sintetiza la imagen del policial de los ochenta. Y presentirá su natural gravitación estilística sobre cuanto thriller cinematográfico y/o televisivo se haya estrenado en el lustro, o en la década, subsiguiente. La indiferencia del público no se replicó, pues, en la comunidad hollywoodense, que acaso un poco inadvertidamente consagró a Manhunter como el policial modélico de su tiempo. La recomendación, por tanto, es obvia, aunque, como suele ocurrir a las películas que instauran esa clase de canon silencioso, hoy se dificulte un poco calibrar las definiciones y pautas artísticas que en su momento trajo consigo, y pueda aparecer al ojo desavisado como un thriller ochentoso del montón. Muy por el contrario, se trata de un filme que sentó más de un patrón para el género, de contemplación obligatoria para estudiosos y cinéfilos dedicados.







State Of Grace

(Estado de Gracia), Phil Joanou, 1990. 

Para arrancar destaco que esta formidable película viene enaltecida por una música alucinante de Ennio Morricone, en esa línea de "contrapunto de armonías" cuasiatonal que al año siguiente continuó y pulió en Bugsy, aunque tal vez este primer intento, por menos cocido, salió también más vehemente. (Es una de las mejores partituras de Morricone, que abrió en su obra un periodo de predilección por las atmósferas enrarecidas, aptas para policiales duros, escalofriantes y desoladores como el que nos ocupa. En este caso, además, la colisión de divergentes progresiones armónicas refleja cumplidamente el desgarramiento interno del protagonista entre sus opuestos intereses morales y sentimentales). State Of Grace cruza el relato de bandas criminales con conflictos muy serios relativos a lealtades y traiciones, con pesadas cuestiones éticas y afectivas. En una época en que la noción de transgresión era moda, esta historia indaga la infamia extrema de sobrepasar los límites más básicos del amor y del respeto. Puede parecer exagerado decir que por momentos la densidad y ardor dramáticos llegan a evocar un pathos netamente sofocleo, pero esa fue mi sensación en varios pasajes. Excelentes escenas de suspenso, acción copiosa pero hábilmente dosificada, un buen monto de truculencia y de locura, más la indefectible dosis de romance -fatalmente malogrado-, matizan el básico repertorio de simulaciones, trampas y asechanzas que incluso acaban por resultar autodestructivas. Joanou dirige con adecuada urgencia y concisión -puede que de vez en cuando yerre en alguna elección estilística, como la slow motion de la pseudoépica secuencia final-, descansando, claro está, en las interpretaciones sobresalientes de sus fabulosas estrellas: Sean Penn, Gary Oldman (ambos superlativos), Ed Harris, Robin Wright y John Turturro. A los que acompaña una segunda línea de lujo, compuesta por John C. Reilly, Joe Viterelli y el legendario Burgess Meredith. 

Este realizador hizo otras películas muy aceptables; por ejemplo, Final Analysis, un thriller "psicológico" con Richard Gere, Kim Basinger y Uma Thurman. En general, todas ellas se emparejaron en cuanto a su parva repercusión (parece que a State Of Grace la arruinó su coincidencia temporal con la concluyente Goodfellas de Scorsese). Ahora bien, por lo que concierne a calidad, State Of Grace permanecerá para siempre, preveo, como su auténtica y única obra maestra, y, al mismo tiempo, como uno de los policiales más sombríos y desgarradores jamás realizados. Este inmerecido fiasco comercial devino con los años en otro clásico de culto (puf), lo que infortunadamente no le ha deparado mayor penetración entre el gran público.







In The Bedroom 

(En el Dormitorio), Todd Field, 2001. 

Parece que la palabra bedroom apunta en este título a una acepción relacionada con la pesca de langostas y designa un habitáculo en la base de la trampa donde solo caben dos presas, de modo que si se agrega una tercera, todas pelearán entre sí para destruirse mutuamente. (Por otro lado, también cuadra la referencia a una bedroom community, algo muy próximo a barrio suburbano, donde reside gente que trabaja en una ciudad cercana). Es otro drama, o más bien tragedia, de fondo policial. Tom Wilkinson, Sissy Spacek, Marisa Tomei y Nick Stahl animan esta historia desoladora, urdida con férreo sentido narrativo, constructivo -el modo en que van cobrando sustancia las divergentes actitudes de la pareja parental ante los riesgos que sobrevuelan a la familia, la abierta bifurcación posterior tras estallar la catástrofe-, enorme sobriedad y habilidad para la sugerencia -por ejemplo, al tratar las ambigüedades, de connotación apenas velada, en la relación del personaje de Wilkinson con el del Tomei-. Pieza de dramatismo duro, sin atenuantes, sin dispersiones, donde el crimen brutal y el lacerante dolor subsiguiente instauran una demanda de justicia cuya insatisfacción desencadenará la necesaria venganza. Pero a esa armazón manifiesta subyace -he aquí el hueso de auténtica genialidad- una cadena invisible de vacilaciones, de mociones encontradas, de reconvenciones desplazadas, todo un universo alterno de tendencias y sentimientos que solo afloran, solo pueden aflorar, bajo la especie de figuras indirectas, alusivas. Ese mundo de silencios, de voliciones sin formular, de culpas literalmente indecibles, compone la sustancia tácita del filme, como si hubiese una película paralela superponiéndose de manera continua al relato lineal y patente. In The Bedroom ostenta récords singulares. Por ejemplo, fue la primera obra estrenada en el festival Sundance -de cine independiente- que luego obtendría nominaciones al Oscar (un total de cinco, sin ninguna estatuilla) y depararía un Globo de Oro -además del Critics' Choice- a Sissy Spacek como Mejor Actriz Dramática. También llegó a ser, distribución de Miramax mediante, una de las producciones alternativas más taquilleras de la historia. 

Con este primer largometraje y con el que le siguió, Little Children (2007), Field se estableció como uno de los directores más prometedores de la industria hollywoodense. Aunque desde entonces, por motivos que ignoro, ha pasado varios años inactivo -un poco a la manera de Spike Jonze, que ha cumplido una década larga sin estrenar película nueva-. Recientemente, después de tanto tiempo, ha estrenado un buen filme, Tär (2022), con Cate Blanchett. Mientras seguimos el reverdecer de esa carrera que supo entusiasmar tanto, podemos disfrutar de esta soberbia opera prima, que permanece hasta hoy, a mi juicio (compartido por mucha gente), como su logro mayúsculo.







Before The Devil Knows You're Dead 

(Antes Que El Diablo Sepa Que Has Muerto), Sidney Lumet, 2007. 

El título procede de un dicho irlandés usado en brindis, cuyo texto completo, si no me equivoco, va más o menos así: "Puede que tu vaso esté siempre lleno, puede que el techo sobre tu cabeza sea siempre firme, y puede que estés en el cielo media hora antes de que el diablo sepa que has muerto". Fue la última película que su director realizó antes de morir. Menudo testamento. Aquí los ecos trágicos son además singularmente ominosos, cargados de escalofriante atrocidad. Vileza extrema, traición, culpa, resentimientos; todo el repertorio del drama clásico, sazonado de miserias modernas, de una descomposición afectiva y ética que en ocasiones llega a revolver las tripas. Tremebunda historia filmada con pulso agitado, mucha profundidad de campo y persistente luz diurna (prácticamente no contiene escenas nocturnas); una luz saturada, contrastada, entre alucinante y cegadora, como un continuo puñetazo a la sensibilidad. Before the Devil Knows... rebosa de una suciedad moral y visual que Lumet no había cultivado ni aun en sus más feroces policiales del pasado. Octogenario ya y cerca de su final, el ilustre hacedor de 12 Angry Men, The Pawnbroker, Dog Day Afternoon, Network y otros títulos memorables, se despachó con un anticlásico salvaje y excesivo por donde se lo mire, nada apto para estómagos delicados. No tanto a causa de su prodigalidad en muertes y sangre -que no escasean ni mucho menos-, como por su retrato de sufrimientos y abyecciones que oscilan entre lo inconcebible y lo imperdonable. Con gran elaboración narrativa y dramática -saltos temporales oportunos, adecuados para fortalecer el impacto de la historia- y actuaciones excelentes de todas sus figuras: Philip Seymour Hoffmann, Ethan Hawke, Marisa Tomei y Albert Finney. Un plato fuerte, solo recomendado si se tiene a mano un buen digestivo. 

Lumet ha conocido grandes éxitos de público (aparte de los ya nombrados, su multiestelar comedia de misterio Murder On The Orient Express de 1974, por ejemplo; o la célebre Serpico, del 73, interpretada por Al Pacino), así como piezas mayormente frustradas o decepcionantes, no desprovistas, con todo, de elementos rescatables (The Fugitive Kind -1960-, con Marlon Brando y Anna Magnani; o The Offence, con Sean Connery y Trevor Howard -1973-). Pero en lo atinente a clásicos que no llegaron a ser, me permito mencionar otra película suya que por muy poco quedó excluida de este listado: una cinta estupenda de 1988 llamada Running On Empty (Al Filo del Vacío y Un Lugar en Ninguna Parte fueron sus dos más comunes títulos hispanos), sobre una familia que lleva lustros huyendo de la ley y el modo en que tal circunstancia pesa sobre el hijo mayor obstruyéndole toda realización personal. Interpretada por River Phoenix, Christine Lahti, Judd Hirsch y Martha Plimpton, es probablemente el otro no clásico de Lumet. (Habrá tal vez quien desee agregar su extenso policial del 81, Prince Of The City, El Principe de la Ciudad, acerca de un agente de narcóticos que se enfrenta a camaradas corruptos, protagonizado por Treat Williams y a mi gusto muy superior a Serpico -de temática similar-, por mucho que resultara infinitamente menos exitoso).








Paso a recorrer obras que mezclan el relato policial con el universo de la ciencia ficción.


Strange Days 

(Días Extraños) Kathryn Bigelow, 1995. 

Esta realizadora estuvo casada brevemente, entre los ochenta y los noventa, con James Cameron, el famoso director de las dos primeras Terminator, Aliens y Titanic, entre muchos otros bombazos de taquilla. El propio Cameron ideó la historia para la película y fue coautor de su guion, si bien, por algún motivo, no la quiso dirigir y la cedió a su ex. Se la podría describir como policial con un toque de ciencia ficción, que explotaba la paranoia del "fin del mundo" surgida por cierto lapso en las vísperas del año 2000 -o sea, de la efectiva finalización del mundo, vale decir del siglo-. Strange Days me infunde alguna vacilación: aunque me ha gustado mucho, no estoy seguro de que jamás haya llegado a merecer un efectivo rango de clásico, como sí sucede en los casos, mucho más inequívocos, de State Of Grace o de Minority Report (admito que también dudo acerca de Source Code). Es que, antes que nada, envejeció muy pronto; su futurismo de corto plazo, acotado al mero tracto de un lustro, no le jugó a favor; tampoco sus gadgets cibernéticos consiguieron esquivar una rápida obsolescencia. Es un filme de acción típico de los noventa, con cámara, iluminación y montaje que no se apartan demasiado del estándar. Sin embargo, su ritmo policial es óptimo, la intriga es de lo más cautivante, la ambientación y factura técnica son de primerísima calidad. El improbable elenco aúna a Ralph Fiennes con Angela Bassett y Juliette Lewis; combinación que, de algún modo y contra toda previsión, funciona muy bien, supongo que merced a la reconocida pericia de los involucrados. De modo que, clasicismos aparte, vale la pena darle un vistazo. 

Hacia el final, temí que la realizadora no pudiese con el peso de la tradición y que el prejuicio y la autocensura le impidiesen cerrar la historia de la manera esperable y debida; esto es, siguiendo el ejemplo del viejo y glorioso Sam Fuller, que en The Crimson Kimono (1959) nos chantó, sin melindre alguno, un apasionado beso interracial de mujer blanca con hombre japonés, en tiempos todavía relativamente cercanos a la Guerra del Pacífico -cf. Bad Day At Black Rock, de 1955-; y siendo la mentada mujer, para colmo, novia saliente del compañero policía blanco, anglosajón y protestante del asiático. Puedo aseverar que, por fortuna, Bigelow no me decepcionó. A fin de cuentas, asumo que aún no estaríamos enteramente listos para las salacidades que unos años después nos prodigaron Billy Bob Thornton y Halle Berry; y quién sabe si a lo mejor esta película no allanó un poco el camino en tal sentido. Puede que también haya influido en la estética, hoy masiva, del point of view (las repetidas escenas en cámara subjetiva, si bien funcionales al argumento), aunque creo más dable atribuir ese dudoso gusto adquirido a la proliferación de smartphones y a su desventurada provisión de cámaras.







Minority Report

(Informe de la Minoría, rebautizada en la América hispánica como Sentencia Previa), Steven Spielberg, 2002. 

Como Body Heat, un semiclásico, no consagrado del todo. Es acaso una de las películas de ciencia ficción más grandes de la historia. Y sería imposible afirmar que el público y la crítica la hayan desestimado: la recaudación en su país de origen apenas superó su costo, pero en el resto del mundo tuvo un éxito considerable; los críticos la elogiaron en general. ¿Por qué, entonces, nadie parece haber pensado nunca en ella como obra mayor, por qué jamás la nombran quienes se largan a enumerar expresiones inolvidables del cine fantástico? De Spielberg no hace falta decir nada, no por casualidad es el director archifamoso que sabemos. Tampoco es preciso abundar en su proverbial aptitud para el Sci-Fi, aunque por desgracia no la haya desplegado tanto, en su prolífera carrera, como hubiéramos deseado. De no ser por su tenaz desatención a los más profundos vericuetos del alma humana -o por las simplificaciones en que a tal respecto suele incurrir-, se podría tener a este gran realizador por algo muy cercano a un Stevenson del cine. Stevenson Spielbergson. De cualquier modo, siempre podremos agradecerle el no abandonarse a vanas y absurdas ínfulas de auteur como las que sistemáticamente arruinan a un Christopher Nolan. Hablando de honduras, esta intrincada y brillante historia, basada en un cuento casi homónimo escrito en 1956 por Philip K. Dick (autor de la novela que inspiró Blade Runner), además de ofrecer a nuestro querido maestro del blockbuster la oportunidad de lucir sus innumerables armas para pegarte los ojos a la pantalla y no dejarte apartarlos hasta el último fotograma, parece haberle despertado cierto espíritu abismal, un ánimo de asomarse a esa clase de oscuridades que normalmente prefiere evitar. A la par de incontestable y de atrapante, como acostumbra, el de Minority Report es un Spielberg raro, distinto, serio, aun considerándolo en su veta fantástica: hasta echamos en falta esa siempre lista cuota de humor que campeaba en Jurassic Park o en E.T.; respiramos, al contrario, una atmósfera negra, siniestra, que raramente se relaja. Uno tiene la sensación de que el elemento "distópico" al que tan caro es el Sci-Fi de todas las épocas, lejos de reducirse aquí a este o aquel cariz de un porvenir imaginado con aprensión, se ramifica y derrama en tal grado que acaba por copar la esencia y existencia toda de los personajes que lo recorren. Spielberg da muestras de advertir ese sentimiento en el relato y de no rehuirlo. Resulta así una película repleta de suspenso y acción, sí, pero no la acción espectacular, divertida y magnética de Indiana Jones, sino una acción movida por recelos y miedos, plagada de certezas faltantes, incluso de melancolía. Claro que el bueno de Steven no puede con su genio, o con su costumbre de cumplirle expectativas a la audiencia, y se obliga a cerrar esta maravilla pesadillesca con el mandatorio happy end que reconduce al orden, desactiva toda amenaza o sombra apocalíptica y renueva esperanzas, contrariando la mucho menos alentadora perspectiva del relato original... Causa altamente probable para la postergación de Minority Report como auténtico clásico. (Aunque admito que análogos finales optimistas nunca obstruyeron la gloria de la mentada Blade Runner, de Alien y de tantas otras). 

La iconografía futurista es extraordinaria: fría, árida, amenazadora -salvo los coches, que parecen salidos de un parque de diversiones-; los usuales tics de Tom Cruise no alcanzan a estropear su buen desempeño global y el resto del elenco (Max von Sydow, Samantha Morton, Colin Farrell, Kathryn Morris) se desempeña con la mayor idoneidad. Por las cualidades antedichas, este gran filme prevalece a cómoda distancia sobre el resto de la serie fantástica que Spielberg entregó en los primeros años del siglo (A. I., Artificial Intelligence -2001- y War Of The Worlds -2005-). Y recibe un punto extra por la Sinfonía Inconclusa de Schubert que acompaña la secuencia inicial -cierto que ya la había usado Billy Wilder, pero siempre es bienvenida-.







Source Code

(Código Fuente -aka Ocho minutos antes de morir-). Duncan Jones, 2011. 

Ciencia ficción a la vez compleja, inverosímil y fascinante. Otro argumento policial, con la obligatoria carga de acción condimentada por una subtrama amorosa que pone interés allí donde la tensión y el suspenso amagan flaquear -más abajo explico el porqué-. No sabría decir qué repercusión concreta haya tenido, en términos de influencia sobre productos del mismo género, pero sin duda salió muy redonda. Encuentro raro que me haya gustado, considerando que es otra de esas historias de tiempo detenido, invertido o reanudado, que por lo general detesto; nuestra cultura, empecinada en negar por todo medio a su alcance el paso del tiempo, la fugacidad de nuestro ser y la inevitable zozobra de nuestra corta, incomprensible, irrelevante vida, viene propugnando desde hace algunos lustros ficciones basadas en espejismos u obnubilaciones como la de un tiempo que pudiera "circularizarse", invertirse, recomenzar, bifurcarse en variaciones o universos paralelos -para lelos- a lo Schrödinger, y tonterías afines. Queriendo aplicar, estúpidamente, modelos teóricos de física cuántica y relativista al muy newtoniano drama terreno de la existencia humana. Source Code no escapa, en principio, a esas ilusas puerilidades, pero su desarrollo la va llevando por nuevas vías y la mantiene a resguardo de la zoncera: incluso hay al final una salida aceptable a la explicación fantasiosa de los fenómenos involucrados, que preserva a toda la historia de quedar en ridículo. Jake Gyllenhaal, en sus felices mocedades de omnipresencia hollywoodense, Michelle Monaghan, Vera Farmiga y Jeffrey Wright pusieron el cuero para sostener esta original y cuidada expresión de Sci-Fi postmillennial; notable, además, por su relativa sencillez y austeridad (pocos y bien escogidos decorados, un número reducido y constante de actores, truca y efectos visuales mínimos y justificados). 


Pese a la indiscutible calidad de este trabajo, Duncan Jones -a cuyo famosísimo padre no haré alusión alguna- parece seguir siendo mejor apreciado por su opera prima, Moon, de 2009, película que con igual facilidad pudo haberse añadido a nuestra lista de clásicos postergados...


En análoga línea pseudocuántica de morir y renacer mil veces, aunque en modos quizá peor fundados y ejecutados, Doug Liman hizo en 2014 el film Edge of Tomorrow (Al Filo Del Mañana), con Tom Cruise y Emily Blunt, basado en una novela japonesa. Producción onerosa de alienígenas y soldados, se caracterizó por un tono más ligero y acusados toques de comedia. A propósito de esto vuelvo al tema del suspenso inviable: qué suspenso puede sostenerse cuando uno sabe que el héroe resucitará de cada muerte que sufra, cuando se lo sabe predestinado a sobrevivir cualquier peligro. (Es, como se ve, una lógica menos "cuántica" que de videojuego: ningún game over mata realmente al protagonista, el juego siempre puede reanudarse o recomenzar) [*]. Entonces, sagazmente, Source Code se escabulle por el lado de la "rectificación del pasado", de encuentros y hasta fusiones posibles -que por cierto no lo son- entre universos múltiples, y, sobre todo, del interés amoroso. Así como Edge of Tomorrow lo hace, a su turno, por la ruta del humor y de la acción frenética, en pura vena PlayStation.


[*] Si alguien se metiese a escribir un ensayo que indagara la influencia o dominio de una lógica de videojuego en la construcción del realismo artístico contemporáneo -empresa semejante excede mis posibilidades actuales o, con más exactitud, mi tiempo disponible-, seguramente encontraría en la idea del game over como negación de la muerte una noción principal para su elaboración teórica. 







Para concluir, un breve paso por dos películas de género más indefinido.


Synecdoque, New York

Charlie Kaufman. 2008. 


Philip Seymour Hoffmann vuelve a deslumbrar en esta pieza magistral, alegórica de nuestra opresiva sujeción por el universo simbólico, y que desmenuza la fantasía y engaño en toda reivindicación de subjetividad, las quimeras y espejismos en cualquier idea de creación o expresión personal -la básica mentira, en suma, del arte confesional-. Un filme sobre la inhabilidad del arte para reproducir o recrear la realidad, más que nada en virtud de los correlativos montos de ilusión y artificio que nuestra realidad nos impone de suyo. Corrían los años en que la genialidad de Kaufman parecía en crecimiento constante y carente de límites (al acometer este proyecto venía de escribir los tres mejores guiones originales del último cuarto de siglo: Being John Malkovich, Adaptation y Eternal Sunshine Of The Spotless Mind). Tempranera gloria que empezó a cojear con Anomalisa y se desbarrancó con I'm Thinking Of Ending Things. Pero esa debacle era todavía imposible de prever cuando dirigió esta obra maestra, que también fue su debut como realizador. No recuerdo nada en el cine de entonces tan auspicioso como el trabajo de este excelente guionista y director, que exhibió en Synecdoche todas sus virtudes y enmascaró con tino, o con suerte, varios de sus defectos: en retrospectiva, los diversos lastres de Ending Things (a saber, propensión a la explicitud, tosquedad en el manejo de los simbolismos, recurrente caída en modo puzzle, inadecuación dramática de los recursos formales, pasión anal-retentiva de controlar sus significaciones) podían presentirse en este largometraje inaugural, siquiera a guisa de tendencias o peligros, salvo que aquí ocuparon un lugar secundario y prácticamente no se hicieron notar. O mejor dicho, que el esplendor y majestad de la historia y de la puesta los empequeñecieron por entero. Sería imposible hacer un apropiado y cabal encomio a los portentos estéticos que redondearon esta joya fílmica, por lo que me limitaré, simplemente, a subrayar la inmensa pericia que Kaufman evidencia a nivel iconográfico: muchas de sus "duplicaciones" escénicas gozan de un gusto pictórico y de una eficacia significativa que asombra. Además de Hoffmann hay diestras apariciones de otras figuras: Catherine Keener, Samantha Morton, Tom Noonan, Michelle Williams, Emily Watson y un nutrido contingente de estrellas menores. 

En punto al "eje temático" que anima el presente escrito, Synecdoche, New York quizá sea la única candidata a la dignidad de clásico que conserve intactas sus chances de alcanzarla cualquier día de estos, o de aquellos. Efectivamente, si alguien te dice que esta es la mejor película que se ha producido en lo que va del siglo, no lo tomes a la ligera: solo algo tan inmenso como Mulholland Drive (David Lynch, 2001) podría negarle la razón.







Concluyo, tal como empecé, con una añosa.


The King Of Comedy 

(El Rey De La Comedia) Martin Scorsese, 1982. 

Aunque últimamente ha empezado a beneficiarse de un revisionismo favorable, esta extraña tragicomedia que unió a Robert De Niro y a Jerry Lewis ha sido por décadas la obra menos apreciada de Scorsese. En lo personal, siempre experimenté una debilidad especial por ella; por la forma tensa, insistentemente ingrata, en que plasmaba y ordenaba sus lóbregas peripecias, que en vano querían pasar por humorísticas. Se la podría calificar como una anticomedia desapacible, enojosa, ardua de soportar. No por sus cualidades artísticas ni, desde luego, por ninguna torpeza del director, sino por los hechos penosos o irritantes del argumento, por esa cosa psicopática del protagonista que lo empuja a situaciones incómodas, bochornosas, aun peligrosas. Eran los años en que Scorsese ensayaba metódicas variaciones de su genial Taxi Driver. Y ponía a su Travis Bickle a tocar el saxo junto a Liza Minnelli, o lo mezclaba en la biografía de Jake La Motta. Por supuesto, siempre dando a cada variante los rasgos definitorios de su psicopatía peculiar (muy notoriamente en Raging Bull, donde se agregaban temas de la serie 'homosexualidad-incesto-paranoia-celotipia' que no habrían encajado en Taxi Driver). Pero entre los varios émulos de aquel taxista violentado, enloquecido por su entorno -por sus frustraciones, por su predestinada pequeñez e irrelevancia-, decidido en consecuencia a actuar drásticamente sobre la multiforme adversidad, jamás ha habido ninguno comparable con este Rupert Pupkin, que no trepida en traspasar cualquier límite, incluso el del delito, en pos de su sueño, no ajeno a la vesania, de equipararse a su ídolo y convertirse en estrella. Personaje diferente y de enorme atractivo dramático, ideal para las efervescencias de un De Niro, Rupert aparece extravagante al principio, incluso risueñamente ridículo, pero enseguida entra a manifestar gestos torcidos que delatan un temperamento antisocial, y a provocar toda clase de escenas tirantes, de encontronazos con terceros, de infracciones a elementales normas de convivencia, moviéndonos así a dudar entre considerarlo con cierta compasiva vergüenza ajena o repugnarlo con franca antipatía. Poco a poco comprendemos que Rupert es, ditto, un nuevo taxista Travis, parejamente triunfante: su conducta y disposición asocial acabarán por entrar en perfecta sintonía con la brutalidad e insania que lo rodean y, como es lógico, obtendrá al fin, lo mismo que su antecesor, el premio de un pleno reconocimiento público. The King Of Comedy comparte con las demás producciones de su autor la magia expresiva, la composición del encuadre y movimientos de cámara que relatan lo que está ocurriendo antes de que las acciones y los diálogos nos lo expliciten. Lo que nunca compartió con ningún otro título en la filmografía que integra es el rotundo, inigualado desastre de taquilla. 

Otro modesto anticlásico de Scorsese en la misma onda paranoide y tenebrosa, pero con más nítido espíritu de comedia negra (quizá porque no aloja la locura en el protagonista sino en los personajes con que él topa), es After Hours, de 1985. Ambas películas forman parte de las gemas perdidas en el cine del maestro -si bien After Hours anduvo sensiblemente mejor en las boleterías-, y son absolutamente brillantes e insoslayables.









Sin motivación precisa, incluyo a continuación títulos de películas que, junto con las mencionadas arriba, bordean la calidad de clásicos o, por lo menos, merecen una oportunidad de exponer sus pretensiones.

Being John Malkovich, Adaptation y Her, de Spike Jonze, todas espléndidas postulantes. Hago constar la difundida opinión, que no osaré controvertir, de que las tres tienen ganada ya, largamente, la jerarquía consabida. (Adaptation es asimismo seria contendiente para "mejor del siglo"). 

25th Hour, de Spike Lee. Mandan los Spikes. Una pieza distinta del hacedor de Do The Right Thing (clásico consolidado). Sin planteo racial esta vez; un original drama "ético" con pinceladas policiales, pero fundamentalmente pensativo y atravesado por un lánguido patetismo.

Arrival, de Denis Villeneuve. Sci-Fi sobre bucles temporales -sí, de nuevo-, homólogos a una escritura extraterrestre "circular" que la protagonista es convocada a descifrar. Se diferencia del rutinario volver al futuro en el hecho de que la anticipación de una pérdida afectiva inconmensurable en el porvenir no retrae a nuestra heroína de repetir los actos que a ella conducen, en homenaje a las dichas del amor que antecede al duelo. Atípico relato de alienígenas que influyen positivamente en el espíritu humano. 


Bad LieutenantThe Master; Gone, Baby, Gone; Frances Ha; A Simple Plan; It's Time To Talk About Kevin... Un sinnúmero de nombres se agolpan en la memoria y reclaman su sitio en una lista seguramente vastísima, a lo mejor inagotable. Porque varios de ellos designan clásicos frustrados; otros, clásicos desconocidos. Y otros, aun, clásicos en espera...

Será tal vez mi pretexto para una venidera Parte Dos.


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