Anatomía de una Caída. El peso de la letra.




A diferencia de otras entregas, donde apenas si sobresalía algún que otro título por sobre la chatura del resto, la inminente ceremonia de los Oscar verá competir unas cuantas candidatas de buen nivel: no tendremos tal vez una específica producción por la cual ponernos a hacer juramentos, pero habrá cuatro o cinco bastante interesantes. Y una peculiaridad inusual será la presencia de un par de piezas de tema "literario" (American Fiction, Anatomie d'un Chute), más una historia de profesor-estudiante con un sello "intelectual" (The Holdovers).


American Fiction es una aguda y entretenida tragicomedia -o comedia dramática, en moderna y peor nomenclatura- repleta de ingeniosas observaciones sobre la literatura "afrodescendiente" en Estados Unidos, sobre la estupidez y prejuicios que una mezcla de mercantilismo a ultranza y racismo encubierto puede provocar, sobre el modo en que un escritor africano-norteamericano llega a sacar un provecho más o menos involuntario de esas circunstancias. La distinguen, además de la infatigable ironía, los abruptos, anchos saltos dramáticos (y de género cinematográfico), los numerosos pasos instantáneos de lo penoso o inquietante a lo desopilante. 


Anatomie d'un Chute, por su parte, propone abordar la temática literaria en un plano, si se quiere, más radical, que intentaré desarrollar en lo que sigue.


El cine y las letras guardan entre sí, por lo común, una relación superficial y, podría decirse, tan solo funcional. Esto es, trivialmente, que muchísimos argumentos de películas se originan en novelas (menos frecuente, en cambio, aunque a veces sucede, es la novela inspirada en un filme). En tales casos, la película traspone el universo retórico del libro al universo de imágenes y sonido del cine, convierte prosa en habla, acción y movimiento. Pero el arte fílmico no acostumbra indagar la ligazón de sus herramientas narrativas con los efectos que de ellas intenta obtener; el lazo de su significante imaginario, según lo denominara hace milenios el semiólogo Chistian Metz, con su producción de significado. Consecuentemente, tampoco suele tomar su inspiración en novelas que entrañen planteos de índole tal, "metalingüística".




Por eso resulta tan raro encontrar una película que meta el dedo en la llaga de un problema tradicionalmente literario y que el cine ha heredado sin haberse hecho nunca auténtico cargo de él: lo llamaré la cuestión de las referencias. Quiero decir, de la "realidad" a la que apunta y remite todo texto y que daría una base presunta a su sentido. 


Tal es la materia nuclear al guion de Anatomía de una Caída (ganadora del último festival de Cannes y postulante de cierto peso al Oscar, no en calidad de película en "lengua extranjera" ya que la mitad de ella se habla en inglés). Obra cuyo principal logro artístico es el de suministrar un sobrio entorno visual y escénico al desarrollo especulativo-argumentativo que constituye su carozo, favoreciendo la interacción discursiva que es el fundamento de su impacto y atractivo. 




El artículo a que conduce este enlace, en el sitio theconversation.com, toca algunos temas que también trato aquí, si bien mi aspiración ha sido la de franquear la básica disyuntiva entre "ficción y realidad", apuntar a la intrínseca estructura de significación de todo relato. Pese a examinar con detenimiento los ejes de la autoficción -autobiografía novelada y semificticia- que cultiva la protagonista, los cruces semánticos entre discursos correspondientes al ámbito jurídico-forense y los de orden estético-literario (por no hablar de los psicológicos o periodísticos), los errores y falacias a que puede conducir una extrapolación ligera o mecánica de unos en otros, el artículo que menciono no llega a cuestionar hasta su fondo, creo, el vínculo caprichoso, distante o sencillamente roto entre el texto y su sustento significativo, asunto que justamente subyace a esta historia.




Sandra Voyter es una escritora de éxito que vive aislada en las montañas de Grenoble con su esposo Samuel, profesor de escuela y literato postergado, y su hijo Daniel, ya púber, quien a consecuencia de un accidente sufrido años atrás ha quedado casi invidente. El comienzo del film nos muestra a Sandra siendo entrevistada en su casa por una joven estudiante, eludiendo las preguntas sobre sus recursos a lo autobiográfico -sobre los montos relativos de realidad y de ficción en sus escritos- y flirteando, coqueteando con la chica, hasta que desde el ático baja una música a todo volumen -por cortesía de Samuel-, tan molesta que de hecho obliga a suspender la entrevista. La chica se va en su auto, Daniel sale a su vez a caminar por allí con su perro guía Snoop, el matrimonio permanece en la vivienda. Un rato después, el chico regresa para encontrarse con su padre muerto en la nieve, junto a la entrada, como si hubiese caído, o hubiese sido lanzado, desde la ventana del ático. Tiene un fuerte golpe en la cabeza, que pudo recibir durante la caída o con anterioridad. La escena abunda en elementos de sospecha. Y todos ellos recaen instantáneamente sobre Sandra.




De modo que su abogado defensor -que por lo visto es también un buen amigo ansioso de ascender a un siguiente nivel- se abocará a hacer valer la tesis del accidente, o del suicidio. Florecerán a continuación atisbos reconstructivos de una vida familiar compleja y no exenta de conflictos: la culpa de Samuel, porque un retraso suyo en buscar a Daniel a la salida de la escuela propició el accidente que lo dañó; sus celos o envidia por el triunfo de su esposa, a quien acusa de haberle robado la mejor idea para un libro... Nada que alcance, con todo, la categoría de información decisiva.


Entonces, cuando el fiscal del caso entrevé en pasajes de una novela escrita por la acusada planes tal vez difusos pero reconocibles del asesinato que ahora le imputan, los defensores juegan la carta de la básica distancia entre la realidad y la ficción. Esa carta resulta sin embargo infructuosa, por débil o insuficiente, e instaura el giro que prolonga, ramifica y complica el debate. Porque en efecto, no se trata, como dije, de ficción versus realidad, sino de las coordenadas de la realidad perdidas para el relato. En adelante asistiremos a numerosos ejemplos de palabras, argumentos, razones, que no logran hacer pie en lo real; antes que por su dudosa adecuación a los pormenores de la muerte de Samuel, por su incapacidad de sostenerse en cualquier forma de objetividad, por no manifestar otra cosa que la insalvable lontananza entre el texto y su referencia factual, la radical separación entre ambos. 




No son solo los escritos de Sandra. También habrá lugar, en lo atinente al peso de la letra, para la psicoterapia del occiso, cuyo psicoanalista trae material que supuestamente apunta a señalar un abismal extrañamiento afectivo entre los cónyuges; será la propia Sandra quien le achaque reduccionismo y simplificación, el recorte arbitrario de una relación mucho más rica y vasta en la que primaba el afecto, pero que el profesional reduce a los dichos de Samuel en sus sesiones; dichos que, evidentemente, debían versar sobre conflictos o dificultades de la pareja, pero que no agotaban ni con mucho la relación en todo su alcance y verdad. O mejor, que no reflejaban su esencia, no la definían.


El fiscal presenta asimismo una grabación subrepticia, realizada por Samuel, de una discusión entre los esposos que desemboca en gritos, objetos rotos por la mujer, golpes confusos; la clase de arrebato violento que cabe esperar de una inminente homicida. Pero es ahí cuando la defensa recuerda que Samuel intentaba retomar la escritura de una novela pospuesta y que, imitando el estilo "autoficcional" de Sandra, perfectamente podía estar alimentando o provocando estos incidentes -que se aseguraba de registrar- a efectos de procurarse material para su obra. El defensor ataca a la fiscalía, simétricamente, en su propio terreno.




(Para eso tiene que hacer una cantidad de reflexiones y recuentos que le valen un comentario burlón de la jueza, consistente en advertir al jurado que, contra toda apariencia, aún no han oído el alegato final de la defensa. Este fervor argumentativo de ambos letrados no es, empero, vicio profesional, sino efecto de la vacuidad y bruma de los hechos. Se nos exhibe un proceso en que apenas hay margen para discutir la escasa evidencia: la cosa pasa por aducir, razonar, interpretar; postular el escenario probable más admisible. Dicho de otro modo: por inventar la más creíble realidad, imaginar los hechos más convincentes. Naturalmente, surge en el acto la pregunta de si no será eso mismo lo que ocurre en todo proceso de esta clase, salvo que la prueba física y documental sea abrumadora, situación más bien inhabitual). 


En forma paralela, la televisión discute el caso, poniendo en debate los argumentos de ambas partes. Un comentarista observa: "La idea de una escritora que asesina a su marido es inmensamente más interesante que la de un profesor que se suicida", aportando un condimento adicional a la incertidumbre respecto de lo que aconteció realmente: el factor de la preferencia del público, la "ficcionalización" de lo real en cuanto construcción sociocultural mediatizada por la consabida venta de jabón. Algo así como una oferta de realidad on demand. A fin de cuentas, si es más interesante la opción de la escritora asesina, por qué no ir tras ella. Se dirá: porque podría no ser la verdadera, o sea, la que condice con la realidad. Sí, pero se ve la clase de problema que enfrentamos cuando, entre diversas alternativas hipotéticas -o ficcionales-, la más interesante no es forzosamente la más real. ¿Cuál de ellas elegiría, por ejemplo, la TV? ¿O esa otra sentina del pensamiento y de la moral que conocemos con el nombre de redes sociales?




El título de la película, Anatomía de una Caída, parece remitir en forma inmediata, y obvia, al clásico de Otto Preminger Anatomía de un Asesinato (Anatomy of a Murder), de 1959. Sin embargo, hay otra dimensión probable en que el nombre podría hallar su razón, si se entiende la tal caída por la declinación o pérdida de las referencias que tradicionalmente sostuvieron todo relato desde una sólida, soberana y externa objetividad. En la literatura, este declive de la remisión a lo real viene siendo objeto de atención privilegiada desde hace, fácil, dos siglos, con especial énfasis en el siglo XX. En cuanto al cine, como sugerí más arriba, su lengua propia, compuesta por imágenes y sonidos de tan alta verosimilitud, ha impedido hasta hace poco concebir seriamente una correlativa disipación de las referencias objetivas y el paso a otras entidades como base significativa para nuevos discursos (previsiblemente, el cine acabó por buscar tales entidades en su propio campo; o sea, por convenir en que la "realidad" a que alude una película resida a su turno en otra u otras películas).


La caída que se estudia en este filme parece ser la de toda posible objetividad como soporte de un relato. Una caída que dejaría al texto desvalido, flotando en su propio aliento, carente de ancla en el mundo real; desposeído de cualquier sentido que no pudiera darse a sí mismo, de no ser porque su habilidad peculiar es precisamente la de "autosignificarse", por muy arduo que después se le haga superponer su recorrido propio a la marcha exterior de lo real, que es como su muro infranqueable de imposibilidad. Esto significa que el desajuste, la desconexión de lo discursivo con lo real no es eventual, sino ineludible, necesaria. En otros años se habría dicho estructural


(Hoy, como nunca antes, advertimos que ningún relato consigue apuntalarse en una base real, por varias razones. Por la creciente depreciación de la palabra -a partir de su imperfecta correlación con lo fáctico-, que sume en descrédito aun a las voces más veraces y fiables, o, lo que es igual, las nivela con otras mendaces y chillonas; por la aumentada complejidad, fragmentación y atomización en los procesos concretos, materiales, de la realidad sociopolítica, que los vuelve impredecibles, inasimilables y en último extremo inefables; por la costumbre, o pasión, típica de la época, de ficcionar la vida en su conjunto, el artificio y fabulación que de continuo aplicamos a nuestras experiencias, a buen seguro en irónica obediencia a las existencias enajenadas que llevamos).


De ahí que en cierto punto el filme decida probar a invertir los términos y presentar al texto como objetividad prexistente al hecho criminal. No es que el texto se asiente en un hecho sino al revés: el asesinato se explica y justifica por el texto. El fiscal lee en la novela de Sandra el homicidio por el que la acusa. Ante el reclamo de la defensa de que se juzguen los hechos en vez de los libros, la fiscalía contragolpea alegando que, tal como se ha visto respecto de otros indicios no concluyentes pero sugestivos esgrimidos por la acusación, es la misma escritura de Sandra la que alimenta la sospecha. Los libros son los hechos.




Como sea, cuando la directora y coguionista Justine Triet tensa la cuerda y hace que en algún momento el defensor reproche al fiscal estar "engañándose con un detalle" o no estar "contextualizando", demuestra intuir que cualquier contexto que se quiera conferir a los signos, al relato, solo traerá más de lo mismo. Lo que en verdad surge de esta varia rumiación especulativa es que la referencia de toda especulación es otra especulación. Las remisiones se desdibujan y no se hallan los ejes factuales que sustenten lo que se narra, lo que se describe, lo que se discute. Continuamente se intenta ligar el texto a los hechos y continuamente se falla. La realidad que sostendría el andamiaje argumentativo se escurre, se oculta, se evapora. No es alcanzada por esas palabras, se cierra sobre sí misma y deja a los debatientes chapoteando en el vacío. La causa criminal se torna un caso de interpretación. La interpretación viene a ponerse en el lugar de lo que no se ha podido aseverar o establecer. Es una intervención significativa cuya eficacia residirá exclusivamente en su aptitud para crear sentido, dotar de sentido a lo que venía sin él, o vacilando entre varios sentidos posibles. O sea, conferir al texto ayuno de significación cierta falsa objetividad, una realidad previa artificial. Eso ocurrirá en el filme: Sandra será declarada inocente o culpable, pero habrá faltado una prueba tangible, fehaciente, contundente, que inclinase la balanza a un lado o al otro; la sentencia deberá componérselas con meros elementos de interpretación.


Antes de eso, asistiremos al crucial testimonio de Daniel, cuyo contenido da a entender que unas frases de su padre en ocasión de llevar al perro al veterinario presagiaban su suicidio más o menos deliberado, o quizá "inconsciente". La declaración es incómoda para la fiscalía. El chico parece saberlo: ha insistido en ofrecerla, se ha sometido sin chistar a todos los recaudos que funcionarios judiciales han estipulado para que su madre no pudiera influir en sus dichos; de hecho, él mismo ha extremado esas precauciones. Como sombra de una impugnación que sabe impracticable, el fiscal destaca en ese testimonio algo que hasta ahora no parecía preocuparle: es extremadamente subjetivo (destaca lo subjetivo como ajeno y contrario a la "objetividad" que él ha venido intentando edificar sobre las producciones no menos subjetivas de Sandra). Para nosotros queda, esta vez de un modo particularmente radical, la renovada incertidumbre de si Daniel ofreció una relación de algo "realmente ocurrido", o un ejercicio de autoficción, de autobiografía semiinventada como los que ha reivindicado Sandra. (Es magnífico aquí el recurso de la directora a un primer plano de Samuel hablando como si hiciera un lip sync de las palabras que simultáneamente oímos enunciar a su hijo). En cualquier caso, se debe subrayar que es a todas luces esta intervención de Daniel la que torcerá el proceso en su dirección definitiva y orientará la sentencia. 


Dando de paso una tardía e inútil diestra al fiscal, quien no ha cejado en defender la teoría del texto precursor de la realidad y ha esgrimido la autoficción de la acusada como indicio de culpabilidad. El testimonio de Daniel es capital porque su propia entidad, probablemente "autoficticia", expone la tesis fundamental de la película, desplegando a un tiempo esta ironía última: el fiscal estaba en lo cierto, la letra precede a la realidad y la determina. A menudo, ciertamente, la origina




Aunque no de cualquier manera. El filme expone sistemáticamente el fenómeno de una realidad material "en construcción", como inconclusa o no realizada por entero: los ejercicios pianísticos de Daniel, sus testimonios contradictorios sobre los ruidos y voces de sus padres en los minutos previos a la occisión, el afecto genuino pero de expresión trabajosa entre los miembros de la familia, los gestos indecisos del abogado y las medias palabras en sus diálogos con Sandra, las aprensiones de ella sobre si su propio asesor legal cree en su inocencia. Y el lance más notable, cuando, en la proximidad de su exposición ante la jueza, Daniel exige a su madre que abandone la casa, como expresión de un aparente rechazo (así lo vive ella, dolorosamente) que luego se revelará movido de una intención muy distinta... Todo ese entorno o marco real, "factual", de las sutilezas -o argucias- legales que ocupan el centro de la historia, apuesta continuamente a la ambigüedad de actos y dichos, como si se quisiera poner en ellos la misma marca de incertidumbre, de deficiencia, que aqueja a la (fallida) reconstrucción de los eventos que redundaron en la muerte de Samuel. O bien, como si se quisiera dejar en suspenso su sentido, remitirlo o supeditarlo a las precarias definiciones que el encadenamiento ulterior de las palabras y textos les pueda proporcionar.






Hace bastante más de un siglo, Charles Sanders Peirce produjo la noción de una semiosis ilimitada, por la cual todo signo -lingüístico, comunicativo- interpreta a otro signo y un signo da origen a otro. (Lo ilimitado estriba en que el proceso de interpretación y creación de significado a partir de los signos no conoce un límite: cada signo puede explicar uno o varios signos, esta posibilidad de interpretar y definir nunca termina. Su ejemplo clásico es el diccionario, donde el significado de cada palabra no viene dado sino por otra u otras palabras).


Esta semiosis ilimitada, en una visión estética -que es la que aquí aplicamos-, lo que hace es barrer con los hechos, llevárselos puestos, dado que el signo tomaría su valor fundamental no del "objeto" representado, sino de la idea expresada (significado) y, sobre todo, de la idea que invoca o promueve: interpretante, en la teoría de Peirce. Pero el dato cardinal es la insalvable distancia de tal interpretante con los hechos -el objeto-. Este es el movimiento esencial en Anatomía de una Caída, su acierto primario: se va y se viene en el interior del relato, buscando claves en los libros, en los dichos perdidos y referidos por terceros (los de Samuel a su analista o a su hijo), en las grabaciones que prima facie aparecen más veraces pero que también son pura manipulación de texto, puro interpretante. La película muestra como "los hechos" quedan continuamente desfasados, aun expulsados, diría yo, de la significación, de las interpretaciones y remisiones intertextuales. Los hechos no cuentan (no narran, no relatan); se han vuelto inasequibles, las múltiples capas de texto no pueden reproducirlos, revivirlos para que sepamos "lo que en verdad sucedió". Pero eso que Anatomía de una Caída ofrece como caso particular puede extenderse en buena medida a una formulación de carácter general: los hechos siempre quedan excluidos de la trama textual. El filme ilustra esa proliferación de interpretantes, esa remisión interminable del signo a otros signos, del texto a otros textos. O más bien la escenifica, en cuanto las películas de juicios y tribunales han servido históricamente como medio idóneo para poner en escena las cuestiones más básicas relativas al orden, la ley y lo correcto, para crear y recrear un espacio de consenso social, de reaseguro de la norma y de la convivencia.




De todo este discurrir, desde la velada narración en que consiste la grabación de Samuel hasta las insinuaciones o presagios de Sandra en su novela, resulta, como he señalado repetidamente, una lógica por la cual la letra antecede a los hechos y no a la inversa. (Para ello se requiere, desde luego, desmontar primero el estatus de lo real como referencia primaria). Se invierte la relación significativa: la realidad no es el objeto a que remite la ficción, sino que la ficción engendra o prefigura la realidad, que se vuelve por tanto una significación derivada, una posibilidad de interpretación del relato, un efecto narrativo. Tal vez una falacia. Solo en los textos escritos, grabados, enunciados, pueden pesquisarse las claves del hecho ¿criminal? ya enmudecido, expirado, caduco. Solo la letra, los signos, podrían insuflarle nueva vida, hacerlo renacer a un nuevo universo de significación. Y al mismo tiempo, cómo podrían no falsearlo. En el curso de la historia se dice, no sin razón, que los hechos faltan o son oscuros, que la ficción "destruye la realidad", que en vez de la prueba directa se apela a la interpretación subjetiva, que "se nos pide mezclar justicia con literatura" e "imaginar lo que no sabemos"... 


No es extraño, en consecuencia, que la película se luzca en el manejo superlativo de cierto impreciso malestar, recurrente a lo largo de su desarrollo y al cual no tengo más remedio que llamar suspenso. Hay una especie de opaco suspenso en la interacción y pugna de los relatos contrapuestos en el tribunal, así como en aquellos aspectos de la historia, mentados más arriba, que van quedando equívocos e indefinidos, y desde los cuales se construye la espera de un sentido, de una comprensión final acaso provista por la deseable instauración de un texto definitivo, brotado de alguna especie de "conciliación" protohegeliana entre los textos contendientes. 


Por supuesto, síntesis ilusorias de esa clase nunca se producen, ni en la realidad ni en la ficción. Y el desenlace, por así llamarlo, de Anatomie d'un Chute no lo ignora. Adivinamos pues que, por una vía o por otra, el peso de la letra dejará su huella indeleble en el porvenir de Sandra y de Daniel.




Justine Triet dirigió este largometraje cuyo guion coescribió con Arthur Harari. Marie-Ange Luciani y David Thion fueron sus productores. Lo fotografió Simon Beaufils y lo editó Laurent Sénéchal. La actriz alemana Sandra Hüller fue su protagonista. La acompañaron Swann Arlaud -como Vincent, su abogado-, Milo Machado-Graner interpretando a Daniel, Antoine Reinartz en el papel del fiscal y Samuel Theis como Samuel Maleski. La música, aparte de Bacao Rhythm & Steel Band, la proveyeron Isaac Albéniz y Frédéric Chopin.




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