Jeanne Dielman. La Verdad Que Se Abre Paso.

 



I

Supongo que, aparte de los cinéfilos de pura sangre, poca gente habrá oído hablar de esta cinta belga rodada en 1975 por Chantal Akerman, quien se suicidó en 2015 y no pudo verla consagrarse, un tanto inopinadamente, como la película "más grande" en la historia del cine, según la decenal encuesta de Sight & Sound, revista oficial del British Film Institute, publicada en diciembre de 2022. Se sabe, empero, que entre distintos sectores de la crítica y del público avisado, el film es considerado una obra maestra de culto.


Imposible desconocer los atributos formales destacables de Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (por su nombre completo), su singular estructura dramática y narrativa, su opción por la cámara fija y por la ausencia de primeros planos, su manejo del sonido -y carencia de música-, su austeridad emotiva e histriónica. Y el modo en que tales elementos dejan traslucir las implicaciones y sugerencias que al fin establecerán la sustancia central de su contenido. 


Aviso desde ahora que la película no es apta para público cinétflico. Entre otros motivos, porque no se acoge a ninguno de los sentimentalismos fáciles, convencionales y prescritos, que todo cinétflico -tode cinétflique- de ley se presume con derecho a exigir y no tolerará que no le den (así gustan de expresarlo). El conflicto dramático, que solemos juzgar indispensable en cualquier largometraje de ficción, nos es presentado aquí como cosa tácita, o más bien latente, como algo de lo que nos preguntamos si en algún momento se hará manifiesto; incluso se llega a tener la sensación de que el único conflicto pasa por exponer o no, por liberar o seguir cohibiendo, la presentida tensión subyacente. En cambio, la mayor parte del tiempo vemos a la protagonista aplicarse a quehaceres hogareños cotidianos, como ordenar, limpiar, cocinar, lavar la vajilla, etc. A menudo la directora se detiene tan minuciosamente en estas maniobras que, por ejemplo, nos hace seguir el entero proceso de lavar y enjuagar unos platos, debidamente frotados con cierto específico cepillito, desde el primer instante hasta el último. En tiempo real, como se dice. Para colmo, sin que podamos siquiera verlo, porque el personaje permanece de espaldas a cámara, tapando la batea y sus propios movimientos, durante ese prolongado lapso. 


Semejante ahínco en retratar las rutinas domésticas hasta el mínimo pormenor (o bien hasta el borde de la exasperación, nuestra y del personaje), ha movido a una cantidad de observadores a vincular este film con el arte hiperrealista. Uno podría pensar que, conjugando tan sistemático desdén por la elipsis con la obstinación de la cámara fija, la directora pretende comunicar el agobiante tedio en que se halla sumida su heroína: esos encuadres inmóviles, interminables, parecen muy aptos para escenificar una situación coagulada que no vislumbra variaciones o novedades, de la cual hay poco o nada que esperar; un estado, en suma, de literal desesperación. Sin embargo, la relajada flema con que Jeanne se conduce inicialmente nos hace dudar y preguntarnos si no habrá en dicho estado, a fin de cuentas, algo que ella busca y requiere. Y de ser así, la siguiente pregunta sería para qué.


Por tanto, siendo innegable que la exhibición minuciosa de aquellas metódicas monotonías intenta reflejar la carga y fatiga que conllevan haciéndolas recaer sobre la paciencia del espectador, comprobamos, sin embargo, que varios aspectos de la historia les otorgan muy diverso valor, en una dimensión cuyas palabras claves no serían tanto hastío o desesperación como orden, contrapeso, incluso costo razonable.


Quisiera, antes de continuar, extenderme un poco en torno a los tenaces planos fijos, para mencionar que son harto frecuentes, por no decir típicos, en el cine de Akerman, y que otro tanto puede afirmarse respecto de la preferencia por los planos largos, esto es, conjuntos y generales, nunca demasiado cercanos a los personajes. Pero en ninguna otra película suya tales herramientas resultan tan pertinentes, conducentes y necesarias como en Jeanne Dielman, donde la inmovilidad extrema de su cámara -jamás vemos siquiera un mínimo paneo correctivo, al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, en News From Home- aparece corporizando cierta impersonal mirada del mundo que se niega a seguir los desplazamientos de la protagonista; o mejor, que resueltamente la confina en la clausura de sus cuadros estáticos, compeliéndola a recorrer corta, repetitivamente, esos espacios que, en escenas tanto interiores como exteriores, instalan con su marco prefijado, inamovible, la consiguiente sugerencia de predestinación. Asimismo, la relativa lejanía en que Akerman elige tomar a Jeanne, al tiempo que expresa un elemento de indiferencia, de desafección hacia ella por parte de aquel mismo universo impersonal, sirve a equiparar los momentos en que dichos tamaños de plano son procedentes -por ejemplo, para hacer ver nítidamente sus quehaceres- con cualquier otra circunstancia dramática o emotiva. En otras palabras: al nivelar los tamaños de plano según la pauta formal establecida por su elección para las apáticas tareas domésticas, propende a teñir de idéntico tono afectivo todos los actos, gestos y eventos que presenta la película. Por lo demás, el plano largo, más adecuado para mostrar acción que para implicar introspección, conviene a la distintiva opacidad anímica del personaje, que jamás deja aflorar sus procesos mentales o "psicológicos". 


Abundan también en este film, reforzando la intención de los indefectibles planos fijos, las puestas de cámara idénticas para escenas de acciones repetidas; por ejemplo, cada fin de jornada y comienzo de la siguiente en el cuarto de Jeanne, cada desayuno de Sylvain, cada colocación de las papas sobre la hornalla, cada limpieza de bañera, cada depósito de dinero en el centro de mesa de la sala; esas y otras situaciones recurrentes están tomadas mediante encuadres de tamaño, ángulo e iluminación exactamente iguales


Otro recurso formal de interés es el alto volumen dado al sonido ambiente; en concreto, a ciertos ruidos que acompañan y a veces definen las acciones de Jeanne: pisadas en los pisos, clics de los interruptores de luz, chirridos de puertas, timbrazos, resuenan de manera que bordea lo anormal. Tal intensidad sonora de elementos y objetos prominentes del entorno vale como manifestación accesoria de un ambiente que se hace oír por sobre la casi siempre silenciosa protagonista.






II

Jeanne Dielman, cuyo nombre sabemos únicamente por el título del film y por una carta enviada por su hermana desde Canadá, es una ama de casa viuda, de "mediana edad", que vive con su hijo adolescente, estudiante, a quien vemos comparativamente poco (pasa el día en el colegio) pero cuya gravitación en el relato es considerable. Entre los numerosos trabajos cotidianos de esta mujer -que incluyen hasta cuidar la bebé de una vecina- se destaca, por contraste, el ejercicio de una discreta prostitución, con una clientela fija que cita en su propio domicilio. Solo un cliente cada tarde. Práctica por demás mesurada y pulcra, que no involucra ningún sector de la casa fuera de su dormitorio. Que no interfiere, o lo hace apenas, con sus demás actividades diarias. En especial, con la cena lista que espera a su hijo, Sylvain, cuando él regresa, al anochecer, de cada jornada de estudios.


Está claro que un grueso nudo del relato pasará por la determinación recíproca entre las férreas rutinas de Jeanne y su otra ocupación, exhibida por Akerman como si estuviera asimilada al resto de los hábitos hogareños -naturalizada, se diría hoy-, pero de la cual intuimos que debe hacer algún ruido en algún lado. Al comienzo vemos a Jeanne practicar su oficio reservado con idéntico talante y actitud de faena doméstica trivial con que prepara la cena o limpia la bañera. Un detalle peculiar es que ella se sujeta a un orden inconmovible en el modo de hacerlo todo; cultiva fijaciones casi rituales, como la de apagar invariablemente la luz al salir de cada aposento de la casa en que ha estado.


Este sistema de usanzas inflexibles parece entroncarse con cierto ánimo de envolver, absorber, contrabalancear, eso otro que ella hace y que mantiene naturalmente oculto. Tantas conductas rígidamente repetidas, ejecutadas con nula expresión en el semblante, como en una especie de obediencia jesuítica -léase cadavérica- a una disposición de las cosas que fuera preciso acatar para mantener al mundo andando, dan la impresión de venir medio a recubrir, medio a integrar, el trabajo de meretriz, como procurando reducirlo a un automatismo del hábito entre otros, a algo en lo que no fuera preciso pararse a meditar más de lo que se piensa en hervir unas papas, doblar la ropa de cama o prepararse un café.




Todo marcha sin grandes sobresaltos en el primero de los tres días que la historia recorre, pese a vagos lunares e indicios de oscuridades; por ejemplo, la densa conversación con su hijo, justo antes de irse a dormir, en la que surgen temas como la "fealdad" del fallecido esposo y padre, la indisposición de ella a casarse de nuevo y tener que habituarse otra vez a alguien; la afirmación de Sylvain de que, si él "fuese mujer", no podría "hacer el amor" con alguien a quien no amara, y la curiosa réplica de ella: "No puedes saberlo, no eres mujer". Probablemente, alguna sombra engendrada en este diálogo acabará por incidir en los errores que Jeanne comete el segundo día, cuando, al igual que en la víspera, pondrá a hervir unas papas mientras atiende a su cliente, pero, a diferencia de la víspera, olvidará sacarlas del fuego al despedirlo. (De hecho, su primera, significativa inadvertencia, consiste en dejar destapada la sopera de porcelana donde atesora el dinero recaudado por sus servicios clandestinos, circunstancia agravada porque esa fuente adorna el centro de la mesa donde ella y Sylvain van a cenar. Acto sintomático que, sospechamos, entraña un embozado afán confesante). 


Lo llamativo es que, no habiendo descubierto todavía que las papas se le han quemado, nuestra heroína haya sido invadida, ya, por un principio de vacilación. Objetivamente, su descuido consistió en haber reacomodado la cama recién baqueteada y haber pasado un buen rato lavándose, cambiándose y limpiando la bañera, antes de retirar las papas del fuego. Ella ahonda el yerro cuando, apenas traspuesta la entrada de la cocina, se detiene con un titubeo, como dándose cuenta de alguna omisión, y vuelve al cuarto de baño para apagar la luz que se ha olvidado encendida (Seyrig entrega aquí un genial semblante de "Sí, dejé prendida esta luz, pero creo que no era eso"). Cumplido lo cual se enfrenta, por fin, con las papas quemadas. El accidente repercute sobre sus conductas predeterminadas, la hunde en un no saber qué hacer, daña su orden maquinal. Le toma un número de minutos y de gestos abortados decidir cómo tramitar el percance. Después, a medias recompuesta, mientras pela las papas nuevas que debió correr a comprar, Jeanne interrumpe un par de veces, brevemente, sus movimientos mecánicos y se queda absorta -ausente sería tal vez el calificativo indicado-, como preguntándose para qué. En eso llega Sylvain, que, algo sorprendido de no verla en el recibidor, la busca por un instante en la sala (queremos creer que sin reparar en la sopera destapada con el dinero a la vista) antes de hallarla en la cocina, todavía ocupada con las papas, y decirle, para asombro nuestro, pero no de ella: "Estás despeinada". 


A propósito, vuelvo a subrayar, porque no es irrelevante, que estas fallas primigenias de Jeanne han afectado puntual y exclusivamente los movimientos inmediatos a sus diligencias carnales.





III

Una nueva conversación de apariencia inofensiva pero cargada de resonancias perturbadoras, que Jeanne y Sylvain sostienen más tarde, siempre a última hora de la noche, acabará por colmar el vaso. Se trata, para ser exactos, de unos dichos de él sobre antiguas aprensiones infantiles relativas al sexo y, en particular, a las relaciones íntimas entre sus padres. Hay comparaciones entre el miembro masculino y una espada que se clava profundamente; hay el evocado odio de Sylvain a su padre por hacerle eso a mamá; hay el recuerdo de pesadillas nocturnas fingidas para obligar a su madre a permanecer con él y que su padre no pudiera penetrar (s'enfoncer) en ella...


Esa charla, según toda evidencia, asestará el golpe mortal a cualquier previa asimilación del negocio oculto, al empeño de subsumir, arropar o encapsular los actos respectivos en el universo de lo normal y consuetudinario. La inercia de ese mundo ordenado, funcional pese a ocasionales anomalías, se resquebraja. A partir de ahí, las cosas van a precipitarse, las tranquilizadoras rutinas se desmoronarán como en cascada, el mundo todo se empecinará en desbaratarlas.


Pero antes presenciaremos una notable cadena de eventos, que comienza por aquellas sombrías ideas de Sylvain relativas al acto sexual, la incomodidad de Jeanne a su respecto y el obvio deseo de concluir la charla, más una invocación trunca de él: "Mamá..." cuando ella apaga las luces; luego, la mañana siguiente, la omisión del botón central -a la altura del busto- al abrocharse la mujer su saco de entrecasa, el señalamiento de Sylvain mientras ella le sirve el café, limitado a indicarle simplemente "Tu botón", para que ella se lo abroche ipso facto con acatamiento de androide... Por último, un tardío impulso de comunicarse con el hijo que ya ha salido rumbo al colegio, de expresarle Dios sabe qué cosa que ha venido silenciando: Jeanne asomándose a la ventana de la calle y gritando al vacío, "Sylvain", en un reflejo, o calco, de aquel llamado de él que horas atrás había quedado sin respuesta...




El desastre llega, este día tercero y postrero, porque los viejos rigores del hábito, caídos bajo el peso saboteador de errores nada inocentes, han sustentado el orden de la vida para Jeanne. De la noche a la mañana, ella se ha desposeído de ese respaldo, mientras los efectos de las recientes inquietudes y cuestionamientos, las palabras de su hijo, la progresiva conciencia del cuerpo y sexo extrañados, le quedan como resonando en cada automatismo fallido, en cada desencuentro con las cosas esperadas: en el banco que aún no ha abierto; en el botón para la chaqueta importada de Sylvain que no se consigue en ninguna tienda; en el café donde su mesa favorita está ocupada y la camarera de siempre se ha retirado ya, porque Jeanne ha llegado más tarde que de costumbre, demorada en la infructuosa busca de aquel botón inasequible (busca que emprendió, por cierto, después que Sylvain le llamara la atención sobre el botón de su propio saco). 


Y así siguiendo, un contratiempo tras otro, la sucesión de minúsculas adversidades, hasta un final que podrá verse abrupto o impensado pero que resulta perfectamente lógico. Máxime si se pone atención al acceso involuntario de goce sexual que lo prepara; el importuno, renuente orgasmo de Jeanne, que conlleva la disrupción superlativa y sella para siempre el derrumbe de todo su previo sistema de control. El orgasmo que ella nunca había contemplado en el meticuloso proyecto de su vida y que viene como a reclamar sus fueros. 


Allí se nos ilumina, finalmente, el planteo narrativo de la historia, que ha ido minando, poco a poco y desde el interior, aquel discurrir monótono, inalterable, en que Jeanne se organizaba hasta que los débiles lazos que lo sostenían se deshilacharon. Allí cobra significado el habernos hecho compartir -no digamos padecer-, en toda su extensión, las escrupulosas limpiezas y demás tareas del hogar, para terminar por descubrir, tan tarde como su propia ejecutora, que no cumplieron su propósito. Y aun la insistencia de Akerman en mostrarnos exhaustivamente cada proceso de lavar, ordenar, lustrar zapatos, etcétera, como para resaltar lo vacío y empobrecedor de tales maniobras. De que tales maniobras abarcasen la casi totalidad de cada jornada. 





IV

La rutina, que tiene por objeto automatizar nuestros gestos y comportamientos para que nos surjan espontáneamente y sin deliberación ante circunstancias repetidas, se convierte en un medio inmejorable para no pensar. Ni sentir. Ni ver. Jeanne ha sabido actuar como si descansara en esa premisa. Salvo que cierta insurgencia velada empieza de pronto a crecer en ella, bajo la tapadera del error, del déficit involuntario en la ejecución de su programa más o menos autoimpuesto, aunque plenamente adherido a los mandatos de un mundo, digamos, patriarcal. El proceso evoluciona y se acelera cuando el entorno responde y le devuelve sus inobservancias desde el exterior, en la forma de frustraciones y desencuentros, como diciéndole "Si tú me fallas, yo te fallo". 


De tal modo va brotando, poco a poco, una Jeanne nueva, casi inconscientemente rebelde, ya no apuntalada en el control, la conformidad y la efectividad, sino en el desliz, en el defecto como alternativa de desobediencia. Y como marca de renuncia al sentido expiatorio de sus cumplimientos. Conforme los traspiés se amontonan y van derribando su precario esquema de utilidades, algo en Jeanne, un nervio hondo y turbio, entra como a sumirse en el error; a reconocerse en él, si puedo decirlo así. Por supuesto, ella se adentra en esa vía oscura contra toda reflexión o conveniencia, pagándolo con disgusto y fastidio. Pero es como si secretamente entreviera que los yerros le abren la puerta hacia una inopinada autenticidad y verdad, que sus pifias la hacen más real y la conectan con una cara recóndita de sí misma que desconocía, de tanto sepultarla bajo su severa infalibilidad. No es de extrañar, por tanto, que la primera gran consecuencia de tamaña inconsecuencia sea precisamente un orgasmo. (Para decirlo con claridad, aludo a la correlación directa que existe entre las papas quemadas del segundo día y el orgasmo del tercero, en cuanto ambos eventos son figuras del "error").


Sería posible entonces, por qué no, leer la película como un crescendo de hartazgo, como el aumento continuo de una exasperación que desemboca en el rapto del final. Pero sería erróneo pensar que esa ruta viene pavimentada por la sola inercia o sumatoria de los desdenes y mandamientos que el susodicho dominio patriarcal ha hecho caer sobre Jeanne. Porque, de ser así, qué razón tendría, por ejemplo, su manía de encender las luces con cada entrada a cada ambiente de la casa y de apagarlas con cada salida. El de los cuidados domésticos es el lugar que aquel imperio le ha asignado, y ella se ha visto precisada a convertirlo en su pilar, en soporte de su persona y de toda realización posible de su destino. En una paradójica seña de autonomía. En su continuo desvelo. Ella asume esos cometidos y los cumple a rajatabla hasta que, de pronto, se equivoca. Y en el error se le revela la insatisfacción con su vida. Desde luego, la ulterior acumulación de contrariedades, que arruina el estricto régimen y delata su invalidez, desempeña un papel central en cuanto a preparar la catástrofe. No obstante, he indicado ya sobradamente que ese factor, el de las fallas del sistema, es introducido en la historia por la misma protagonista.




Sujetando la prostitución a la agenda común de los trabajos domésticos, a su normalidad, regularidad y mecánica, Jeanne buscaría no solo ceñirla o contenerla, sino también nivelarla  con las demás tareas. Pretendería, antes que nada, mantener a raya cualquier asomo de placer en su ejercicio. De este modo, convertiría a la prostitución y a los quehaceres de ama de casa en dos aspectos de una sola misión: sus servicios sexuales, como un deber entre otros, se ajustarían al propósito superior de mantener el hogar, de proveer a Sylvain. Claro que, si por cualquier razón esa práctica le activase alguna sensibilidad íntima, si le indujera alguna reacción corporal o moción desiderativa, eso la tornaría inviable. Así que, al experimentar un orgasmo, un disfrute imprevisto que amenaza con hacer de su ocupación furtiva algo no determinado por la necesidad y el compromiso sino dominado por el placer, Jeanne no puede menos que rechazarlo, repugnarlo. El orgasmo pone al descubierto que las rutinas enderezadoras, lavativas, exculpatorias, no alcanzaron, que el balance se ha quebrado para siempre; que este goce insospechado jamás podrá acomodarse a sus reglas vigentes, integrarse a su catálogo de obligaciones. El orgasmo escinde sin remedio su trabajo de meretriz de sus labores hogareñas. Y hay en el acto subsiguiente, en su enormidad, junto con la obvia urgencia de suprimir el agente pernicioso, un primario componente de represalia, quizá descaminada, contra el mismo orden dominante que ha forzado a Jeanne a desterrar el orgasmo, a planear su vida excluyendo expresamente todo nexo con su cuerpo como fuente de su placer. Ahora que ese gozo ha resucitado, cómo podría aquel orden no invadirlo e inmiscuirse en él, no perturbar su marcha, no agraciarlo a condición de controlarlo, de dictar dónde y cómo sentirlo. 


Sobre estas bases puede compendiarse el recorrido de la historia: iniciando por la consentida, o resignada, alienación de Jeanne en las tareas domésticas, pasando luego a los tropiezos que quebrantan su sistema anunciando el despertar de algo más genuino, incoercible, incontenible: una esencia en pugna por emerger y ponerse contra el mandato de permanecer ausente o al menos silente. Y desde allí, al orgasmo que sobreviene en el contexto de su actividad más enajenada y sumisa, como una incongruencia, como un estallido visceral de sensibilidad e integridad en el cuerpo hasta allí anestesiado. Básicamente, como un imperativo de reapropiación. Para llegar, por fin, a lo que ocurre seguidamente, y que en virtud de todo lo antedicho se sentirá casi predestinado.




*      *      *




Añado unas palabras sobre Chantal Akerman, que dirigió este soberbio largometraje a sus bien despiertos y seguros veinticinco abriles. Dato que subrayo para poner en nueva perspectiva los juramentos que durante décadas hemos hecho por la pareja genialidad juvenil de Orson Welles, quien produjo su obra maestra a la misma edad. La carrera de Chantal como cineasta cuenta con otros títulos notables: Je, Tu, Il, Elle, filmado en 1974 (experimental y de culto, interpretado por ella misma); News From Home, de 1976 (que consta de planos callejeros de Nueva York, sobre los cuales la voz en off de Akerman lee unas cartas que su propia madre le escribiera unos años antes, cuando la directora vivía en esa ciudad); Les Rendez-vous d'Anna (una pieza de experimentación atenuada, con Aurore Clément, de 1978)... Con los años pasó a intentar, en ocasiones, un cine de lenguaje más "convencional": en 1986 realizó una comedia musical, Golden Eighties, de nuevo con Delphine Seyrig, que le salió bastante bien; en cambio, la comedia romántica Un divan à New York, de 1996, con William Hurt y Juliette Binoche, fue un fiasco y los críticos la despedazaron (ignoro si con razón, porque no la he visto). Otro filme interesante es su drama La Captive de 2000, inspirado en el cuento La Prisonnière (1925) de Marcel Proust.

Chantal padecía un trastorno del estado de ánimo, que según algunas fuentes era una depresión y, según otras, un desorden bipolar. Como tantas personas con esta clase de afecciones, se suicidó en 2015, a la edad de 65 años, no habiendo superado, por lo visto, la muerte, acontecida un año y medio antes, de su amada madre Natalia.


Chantal Akerman durante el rodaje de Jeanne Dielman




Otro párrafo aparte para Delphine Seyrig, la actriz que tomó, y aprobó, el desafío de infundir a su personaje una máxima expresión con mínima gesticulación, de pintar en el semblante de su heroína una atareada impasibilidad que rezumara la turbulencia interna. La biografía de esta legendaria actriz nos la presenta como campeona del feminismo en una época en que tal condición acarreaba costos que hoy apenas imaginamos. Procedía de una ilustre familia intelectual, pródiga en eruditos e investigadores.  De hecho, era por línea materna sobrina nieta del insigne Ferdinand de Saussure, fundador de la lingüística moderna y precursor del estructuralismo. Delphine hizo una carrera muy estimable, quizá no tan reconocida como las de otras estrellas femeninas menos vehementes en la defensa de su género. Nombro películas suyas que he visto y que gozan de notoriedad: dos protagónicos para Alain Resnais, Muriel y la célebre Hace Un Año en Marienbad; un papel menor y otro mayor con Luis Buñuel (respectivamente, La Vía Láctea y El Discreto Encanto De La Burguesía); apariciones más o menos relevantes en Besos Robados de François Truffaut, Accident de Joseph Losey, La Piel de Asno de Jacques Demy -junto a Catherine Deneuve- y El Día del Chacal de Fred Zinnemann. Por último, sus protagónicos "experimentales" de 1975, Jeanne Dielman e India Song, esta última dirigida por Marguerite Duras. Los roles mencionados no agotan ni de lejos su obra como actriz, pero pueden considerarse los más representativos. 

También exploró la realización de piezas audiovisuales, concretamente en el formato de vídeo. Lo hizo a partir de 1974, año en que se asoció a Carole Roussopoulos para crear junto a ella una cantidad de trabajos en pro de la lucha feminista, de entre los cuales merecen destacarse SCUM Manifesto (breve cinta de 1976 en que Delphine lee pasajes vigorosos del libro homónimo de Valerie Solanas, mientras Carole los tipea a máquina); Maso et Miso vont en bateau (Maso -quista- y Misó -gino- salen a navegar, del mismo año, concebido como respuesta a un ignominioso programa de TV en el cual la "Secretaria de Estado A Cargo de la Condición Femenina", Françoise Giroud, hizo patéticos comentarios a una serie de declaraciones misóginas emitidas por distintos personajes); y, especialmente, Sois belle et tais-toi! (Sé linda y cállate), de 1981, dirigido por Delphine, con Carole como camarógrafa, y compuesto por jugosas entrevistas a veintitantas actrices, entre ellas Maria Schneider, Ellen Burstyn y Jane Fonda, que hablaron largo y tendido sobre cómo las trataba la altamente sexista industria del cine. Delphine y Carole lideraban en estos proyectos un grupo, integrado también por Ioana Wieder y Nadja Ringart, conocido como Les Insoumuses (Las Insumusas). El grupo fundó en 1982 el Centro Audiovisual Simone de Beauvoir, una vasta filmo-videoteca consagrada a reunir y difundir material realizado por mujeres y/o concerniente a sus intereses y luchas. 

Delphine Seyrig murió a los 58 años, en 1990, a causa de un cáncer de pulmón.










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