Borges, Welles, Rosebud. Los dos argumentos de Citizen Kane.

 




Jorge Luis Borges no siempre fue ciego. Y por el largo medio siglo en que gozó de la vista, fue un fervoroso cinéfilo. Adoraba, por ejemplo, las películas de Joseph von Sternberg de fines de los años veinte; esas magistrales piezas mudas, interpretadas por George Bancroft, que de hecho fundaron el género gansteril y lo dotaron de una dimensión épica y heroica que luego se desleiría con la instauración del Production Code en 1934.


Durante algunos años, Borges escribió comentarios críticos de películas en distintas publicaciones. Un buen día se sentó frente al film acaso más grande de la historia: Citizen Kane, de Orson Welles. Su impresión de esta obra fue publicada en el número 83 de la revista Sur, en agosto de 1941.


Reproduzco a continuación ese extraño pero agudo texto, en el cual el gran autor argentino acierta mucho y yerra un poco; particularmente, en su lectura por demás literal del célebre Rosebud.


Por supuesto, con las presentes líneas me propongo exponer mi visión personal, nacida de haber creído entrever la curiosa síntesis que se ordena en torno del elemento Rosebud, justamente, y da su peculiar cierre argumental a una trama consistente en la fallida reconstrucción de una biografía. Lo desarrollaré más adelante, pero Rosebud sirve aquí no solo para concentrar y unificar una historia vital fragmentaria, sino también para respaldar el corolario de que la vida tratada es en esencia incognoscible.


Empiezo entonces por transcribir, íntegra, la crítica de Borges.





Citizen Kane (cuyo nombre en la República Argentina es El Ciudadano) tiene por lo menos dos argumentos. El primero, de una imbecilidad casi banal, quiere sobornar el aplauso de los muy distraídos. Es formulable así: un vano millonario acumula estatuas, huertos, palacios, piletas de natación, diamantes, vehículos, bibliotecas, hombres y mujeres; a semejanza de un coleccionista anterior (cuyas observaciones es tradicional atribuir al Espíritu Santo) descubre que esas misceláneas y plétoras son vanidad de vanidades y todo vanidad, en el instante de la muerte, anhela un solo objeto del universo ¡un trineo debidamente pobre con el que en su niñez ha jugado!


El segundo es muy superior. Une al recuerdo de Koheleth el de otro nihilista: Franz Kafka. El tema (a la vez metafísico y policial, a la vez psicológico y alegórico) es la investigación del alma secreta de un hombre, a través de las obras que ha construido, de las palabras que ha pronunciado, de los muchos destinos que ha roto. El procedimiento es el de Joseph Conrad en Chance (1914) y el del hermoso filme The Power and the Glory: la rapsodia de escenas heterogéneas, sin orden cronológico. Abrumadora e infinitamente, Orson Welles exhibe fragmentos de la vida del hombre Charles Foster Kane y nos invita a combinarlos y a reconstruirlo.


Las formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film: las primeras escenas registran los tesoros acumulados por Foster Kane; en una de las últimas, una pobre mujer lujosa y doliente juega en el suelo de un palacio que es también un museo, con un rompecabezas enorme. Al final comprendemos que los fragmentos no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias (corolario posible, ya previsto por David Hume, por Ernst Mach y por nuestro Macedonio Fernández: ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es alguien). En uno de los cuentos de Chesterton -The Head of Caesar, creo-, el héroe observa que nada es tan aterrador como un laberinto sin centro. Este film es exactamente ese laberinto.


Todos sabemos que una fiesta, un palacio, una gran empresa, un almuerzo de escritores o periodistas, un ambiente cordial de franca y espontánea camaradería, son esencialmente horrorosos; Citizen Kane es el primer film que los muestra con alguna conciencia de esa verdad.


La ejecución es digna, en general, del vasto argumento. Hay fotografías de admirable profundidad, fotografías cuyos últimos planos (como las telas de los prerrafaelistas) no son menos precisos y puntuales que los primeros.


Me atrevo a sospechar, sin embargo, que Citizen Kane perdurará como "perduran" ciertos films de Griffith o de Pudovkin, cuyo valor histórico nadie niega, pero que nadie se resigna a rever. Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra.




Hasta aquí el texto original firmado por Borges en la revista Sur.




Puntualizo un par de cosas antes de seguir. Si bien el comentario de Borges en 1941 es ambiguo, como de una admiración "a regañadientes", deja claro que la película no le gustó. Por eso procede consignar que en años posteriores revisó expresamente su opinión sobre Citizen Kane, para pasar a juzgarlo "un film excelente", al tiempo que describió a Orson Welles como "el creador del cine moderno". (Conversations With Jorge Luis Borges, de Richard Burgin. Ed. Holt Rinehart Winston, Nueva York, 1969).


El otro asunto concierne a su muy errado pronóstico sobre una "perduración" puramente formularia o nominal de esta película, que la emparejaría a ciertas piezas de Griffith o de Pudovkin "cuyo valor histórico nadie niega, pero que nadie se resigna a rever". Nada semejante ha sucedido: desde hace décadas, Citizen Kane viene siendo aclamada como un logro supremo de la cinematografía mundial y frecuentada con devoción por infinidad de cinéfilos y estudiosos.


Pasemos ahora al asunto de los dos argumentos.






Borges parece desatender algo fundamental acerca de Rosebud. Precisamente, que este juguete añorado por el protagonista bien pudo ser otra cosa. O sea, que su calidad de símbolo de una niñez despreocupada y feliz no le estaba en absoluto predestinada: cualquier otro objeto pudo ocupar su sitio, cumplir esa función.


Por cierto, que fuese a parar al fuego con los demás desperdicios prueba que, en principio, no valía más que ninguna otra posesión del protagonista. Así, a despecho de su intrínseca minucia, o a causa de ella, este objeto confiere su valor, siquiera negativo, a la pesquisa o reconstrucción que la película emprende. 


Pues aun cuando la revelación aparezca banal, solo por su intermedio contemplamos en mejor perspectiva los alcances de aquella biografía pretensamente ilustre. Una alternativa, quizá, habría sido que el guion nunca revelase qué era Rosebud, que saliéramos del cine con el acertijo sin resolver. Pero dejar incógnito el misterio de Rosebud nos habría impedido ver como se lo arrojaba al fuego con el resto de las porquerías inservibles, desechables; convertido en nada a poco de muerto su dueño, siguiéndole los pasos. Esta correlación es la que a Borges parece sustraérsele. No son dos argumentos, o bien, en todo caso, uno de ellos explica y sostiene al otro: el "imbécil y banal" da pretexto y base al que importa, que es la (re)construcción fallida del personaje en que toda la cosa consiste. 




Las discontinuas vicisitudes que atraviesa el protagonista se nos proponen como asomos de highlights, como si pretendieran compendiar la ingente y esquiva biografía. En realidad, solo son eventos relevantes para los testigos entrevistados, quienes sin embargo se confiesan invariablemente en ayunas cuando se les pregunta sobre el enigmático Rosebud. Pero la efectiva impresión de disociación que nos dejan tantas escenas aisladas, deshilvanadas, sugiere que el secreto último -cualquiera que sea- de la vida de Kane no se alcanzará por ese extenso y heteróclito anecdotario. Lo cual nos prepara para la conclusión que la historia irá haciendo cada vez más evidente: que dicho secreto no reside en ninguna parte. (Circunstancia que el develamiento final de Rosebud, de su poquedad, viene a confirmar, de nuevo, negativamente). Hay, por lo demás, una obvia correlación entre los casuales lujos y tesoros acumulados por Kane y aquel azaroso acopio de remembranzas. Hasta podría afirmarse que la acumulación, por sí misma, es uno de los temas centrales del film. Borges intuye los lazos no tan ocultos entre las riquezas que junta el protagonista (el lujo en su doble faz de capricho y de falsa brújula, de necesidad artificiosa montada sobre el desamparo de la incertidumbre) y las escenas sueltas, desconectadas, que amontona la trama.


Desde luego, una segunda mirada nos hará notar la paradoja de la multiplicidad como regla unitaria, de la dispersión como orden, del antojo como leitmotiv. Borges también percibe y enfatiza la mutua implicación, estética y narrativa, entre los varios tesoros exhibidos al principio y el enorme rompecabezas de la mujer "lujosa y doliente", en el palacio "que es también un museo", hacia el final de la película.

 




La fábula de Citizen Kane aparenta, en efecto, rehuir deliberadamente todo principio unificador, aun el de una elemental crónica, procediendo, en palabras de Borges, por una "rapsodia de escenas heterogéneas, sin orden cronológico". Intención que cobra mayor sentido al descubrírsenos el secreto de Rosebud, pues el objeto en que su enigma se disuelve nada explica en realidad, salvo algún momento de vacilación y flaqueza, de desfallecimiento, en el ensamblado que el personaje ha querido hacer de sí mismo, en la biografía ideal o amable -digna de amor- que ha pretendido crearse. Rosebud reaparece cuando Susan deja a Kane, harta de él, y el hombre ve resquebrajarse su vida monumental entre reminiscencias del abandono y extrañamiento sufridos en la niñez. Es un signo puesto allí, ante todo, para denunciar la precariedad del edificio (la persona y hazañas de Kane), la inconsistencia de sus cimientos. Se nos presenta como el eslabón perdido, esporádicamente redivivo, en la cadena rota de una existencia lábil, arrancada de sus raíces, que se fija rumbos y propósitos continuamente amenazados de invalidez. Como si el enorme poder y patrimonio que Kane reúne no le alcanzaran para volver a comprar su vida expropiada desde el inicio. Rosebud simboliza para él esa simple posesión de sí y de lo suyo que le fue enajenada en el destierro primordial, cuando se lo arrojó a esta biografía de la que no consigue adueñarse.




Por otro lado, desde una óptica puramente formal, frente a aquella renuncia a toda homogeneidad del conjunto, y con el fin de que la disgregación y atomización de las escenas, de los puntos de vista divergentes, no perjudiquen la coherencia del relato -cuyo nudo es la construcción de la interminable, impracticable biografía-, el elemento Rosebud, en su aparente trivialidad, en su minúsculo, irrelevante misterio, también sirve como aglutinador y conector, como el hilo en que se ensartarán las cuentas del collar. Hilo que es vertebral al collar aunque represente su parte menos valiosa. 



El laberinto sin centro de una historia compuesta de fragmentos inconexos, no regidos por ninguna "secreta unidad"; la multiplicidad de aspectos parciales y aislados, la adición y agregación inagotables; la abundancia -aun la repetición- de escenas e imágenes sustanciosas y hondas en sí mismas, pero que se disocian y dispersan en cuanto intentamos formarnos cualquier visión de conjunto; todo ello pone a la narración de Citizen Kane, como bien observa Borges, en paralelo con su estética, con su fotografía de "admirable profundidad" ("cuyos últimos planos" -el fondo- "no son menos precisos y puntuales" que los del primer término), tendente a desdibujar las jerarquías entre objetos cercanos y lejanos, a establecerlos en cierto grado como equivalentes, parejamente dispuestos por una exógena red de determinaciones que excede todo arbitrio de los personajes. La fotografía conjuga lentes de distancia focal corta y diafragmas mínimamente abiertos para obtener una vasta profundidad de campo; vale decir, una mayor extensión hacia el fondo de lo que se percibe nítido, enfocado. Pero este continuo deep focus, obra del mítico iluminador Gregg Toland, no parece remitir tanto al arte prerrafaelista que Borges evoca, a su puntilloso naturalismo y preciosista perfección, como a las más turbulentas volutas del barroco, con las que maridan mejor no solo el exorbitante verismo de esa nitidez ubicua y furiosa, sino también la tensión espacial y distorsión de tamaños y velocidades producidas por las focales cortas, los densos claroscuros y pertinaz tenebrismo, los ángulos de toma insólitos, los raros y complicados movimientos de cámara.




Accesoriamente, tenemos el reprochado "gigantismo" -otra huella barroca- del filme, su frecuente deslizamiento a lo desmadrado, excesivo, sobreactuado. Rasgo ostensible en los escenarios colosales y distantes, guarda asimismo plena congruencia con los acusados, surreales contrastes luminosos, con la indefinida deformidad y nerviosa profundidad espacial de las focales cortas. Ya que ese carácter de anomalía, de cosa ficticia y como afectada en la presencia y actitudes de distintos personajes -Kane el primero, con su vaga teatralidad ferial, resonante y ampulosa, su ocasional recaída en tipos rígidos, reminiscentes de mimos o de marionetas-; eso que viene dado por los movimientos y gestos de las figuras, se conjuga con el entorno visual, no menos recargado, saturado, ultraenfocado, en que son emplazadas, para acabar por revestirlas de cierto artificio, de cierto tono de simulacro, convergente con el "caos de apariencias" que Borges subraya. La película levanta sus figuras, particularmente a la de Kane, como desmedidas, y en esa objetividad desaforada a que las arroja les resta naturalidad y verosimilitud. Con lo que expresa mejor su patética sujeción, su falta de libertad y aun de realidad. Los estiramientos y tensiones "expresionistas" (véase más abajo), los rostros en sombras, acaban por comunicar a los personajes una cualidad desfigurada, inconsistente, como de realidad dudosa o en suspenso, que cuadra muy bien con el sentido global de la historia. Incluso, por qué no, con el pulso detectivesco o "policial", según lo califica Borges, elegido por la trama para su desarrollo; se trata, efectivamente, de una investigación, aunque no policial sino periodística. 


(No por nada el género del llamado policial negro se instituyó en cine, a decir de los entendidos, conjugando la acción y narración del Maltese Falcon de John Huston con el arte espeso y sombrío que Welles y Toland dieron a Citizen Kane).





Hemos visto que el relato de Citizen Kane hurga muy intensamente en cada cuadro o escena y se detiene con primor en cada detalle, mientras que su curso narrativo desdeña cualquier concentración u orden en sus yuxtaposiciones, cualquier subordinación de sus partes y motivos a una ley común. Sin embargo, sentando sus bases formales en la herencia de una tradición barroca o expresionista -es tópica y a grandes rasgos certera su asimilación al expresionismo alemán cinematográfico-, la película adquiere coherencia y uniformidad mediante su estética irrenunciable: su casi obsesivo afán de mostrarlo todo bajo la lente deformante de un objetivismo extremo, hiperbólico. En otros términos: la unidad perdida en la fábula de Citizen Kane resurge en la tenacidad de las formas tirantes, oscuras, retorcidas, que componen su universo visual. 


Ahora bien, este juego de multiplicidad y unidad planteado entre la trama del film y su imagen, ¿no se resume y sintetiza, a nivel diegético y también de significación, en el propio elemento Rosebud?




Por lo menos es seguro que la función de Rosebud excede con mucho la sola sugerencia de la vanidad en las riquezas y no sé qué súbito, postrero encarecimiento del juguete "debidamente pobre". (El carácter postrero es falso: la correspondiente añoranza del protagonista no se limita al "instante de la muerte", según hemos comprobado a propósito de la partida de Susan). Rosebud importa sobre todo como efigie del capricho, de la arbitrariedad connatural a los símbolos del deseo y del afecto. Es a un tiempo molde y espejo para la miríada de azares que componen la dispersa, artificiosa historia de su dueño. Pero si representa el paraíso perdido de la niñez, donde ni aun la pobreza era obstáculo suficiente a una sencilla felicidad, sigue siendo indudable, insisto, que cualquier otra cosa pudo hacer sus veces, actuar igualmente como signo de aquella postulada dicha. Tanto como cualesquiera otras escenas pudieron integrar la biografía que se nos ofrece. (Una biografía que, así lo admite el propio Kane, casi no consistió más que en "comprar cosas". Cosas que a su turno pudieron ser esas u otras, porque tal vez no se dirigían a superar o a compensar la carencia de aquel objeto, sino a tratar de establecer su valor. Cotizada en Rosebuds, la entera fortuna de Kane no vale nada. Solo que si aquel bien invaluable pudo servir como punto cero, sin precio, de todo precio, fue porque unos azares lo erigieron en cifra de la pérdida primordial). En otras palabras, no existe en Rosebud potencia intrínseca alguna que lo convierta en símbolo obligado, necesario, de aquello que se le llamó a representar. Hecho que resulta bien indicado por su quemazón posterior con los otros residuos. Haber dejado irresuelta la incógnita a su respecto no habría señalado el más allá de su enigma con la misma eficacia, no habría patentizado que identificarlo tampoco proporcionaba la respuesta.


Lo que vuelve nuestra atención hacia la específica cualidad de Rosebud que lo entronca con el segundo y "muy superior" argumento del film. Comprobamos que nadie, ni una sola entre las personas que llegaron a tratar más o menos cercanamente a Kane, tiene la menor idea sobre este objeto. Prueba de que ninguna de tales personas llegó a penetrar realmente la intimidad de nuestro incierto héroe ni a sospechar, siquiera, sus recónditas motivaciones. Que Rosebud encerrara un secreto tan íntima y celosamente atesorado vendrá acentuado por el hecho de que nadie accediera a él. No olvidemos que la revelación de su significado se verifica únicamente para el espectador. Los personajes del film, descontando al protagonista, morirán sin averiguarlo jamás. Mediante tal perpetuación de su misterio (no disipado en absoluto con su presunto esclarecimiento, que más bien solo le abre un infinito más allá), Rosebud acaba por representar, también, ante todo, el fondo inescrutable, impenetrable, del alma humana. O sea, la eterna ignorancia en que permaneceremos acerca de cualquier "auténtico sí mismo" detrás del figurón Charles Foster Kane.




Esta virtud de Rosebud, la de encarnar el meollo más recóndito y preciado de la persona cuando al mismo tiempo no es sino elección arbitraria, producto del acaso y del antojo, la doble trama de necesidad y contingencia -de unidad y multiplicidad- que lo constituye, lo vuelve instrumental para crear ese laberinto sin centro cuyo corolario bien podría ser el que Borges apunta: "ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es alguien". Pues en rigor la unicidad de Rosebud no pasa de meramente formal y epidérmica: su realidad es el puro accidente de una parada fortuita en el incansable derrotero del deseo. Solo así puede devenir emblema y reflejo para la inmensa, inacabable construcción de una persona que al fin no es más que "simulacro", un "caos de apariencias". Un personaje, en última instancia, que no se ha montado sobre la impostura o el fraude, sino tan solo sobre la inasequible, imposible verdad de una identidad fugitiva, desvanecida entre señas equívocas, anhelos engañosos, añoranzas fraguadas...








P.S.: Sin saber cuán pertinente resulte, voy a referir que, años después de estrenada Citizen Kane, Orson Welles insistía en que la narración por múltiples analepsis había sido idea suya, mientras que el tema de Rosebud se le había ocurrido al coguionista Herman J. Mankiewicz -aunque en la reciente película de David Fincher feliciten a Mank también por el "revolucionario punto de vista cambiante"-. Welles sostenía que Rosebud nunca lo había entusiasmado, pese a que entendía su utilidad para combinar y unificar la relativa dispersión de la historia (también sabemos, por otro lado, que estaba al tanto de la dura crítica de Borges a ese particular elemento de su filme). En todo caso, el gran mérito del director fue haber trocado al célebre objeto de saudade en indicador de las incógnitas que lo trascendían.


Que Rosebud debió de ser aportación de Mankiewicz surge asimismo del libro Hollywood Babilonia II, de Kenneth Anger. Según se lee allí, Mank sabía que el personaje inspirador de su Charles Foster Kane, el magnate periodístico William Randolph Hearst, solía llamar con ese nombre (Capullo de Rosa, Pimpollo) al clítoris de su amante, la actriz Marion Davies, treinta y cuatro años más joven que él -el film de Fincher incluye igualmente esta referencia-. Ignorante de tal denominación, Orson jamás habría podido pensar en emplearla, burlonamente o no. Pero Mank, por largo tiempo contertulio en las fiestas de Hearst -a quien despreciaba-, y hasta casual consejero de Davies, sin duda pudo oír de aquel uso y significado de Rosebud. Dando su acostumbrada rienda suelta a la imaginación, Anger apunta como presumible autora de la infidencia a Louise Brooks, antigua estrella del cine mudo y amiga de Marion. 



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